La corte del rey Gylfwe
estaba en la vieja ciudad de Upsala. Gylfwe era un monarca justo, a quien toda
Suecia amaba y respetaba. En torno a él iba tejiendo el misterio una aureola,
pues nadie conocía a sus familiares. Vivía solitario en su severo palacio,
entregado a las altas funciones de gobierno.
Con él habitaba una
doncella: la dulce Gefione, de claros ojos, a quien el Rey trataba como a una
hija. Mas nadie sabía de dónde había venido la muchacha ni qué lazos de
parentesco, adopción o amistad podían unirla al Monarca sueco.
No faltaba quien
asegurase en serio que la madre de Gefione era hija de uno de los gigantes que
poblaban los montes y los bosques y servían con fidelidad al gran rey de las
montañas.
Ocupaba por entonces el
trono de Dinamarca Odín. Su hijo, el príncipe Skáld, hubo de hacer un viaje a
la corte de Upsala, y allí conoció a la joven.
Prendado de su hermosura
y misterioso atractivo, se enamoró de ella. Y ella le aceptó y correspondió a
su pasión.
Sköld y Gefione se
presentaron a Gylfwe y solicitaron su bendición y consentimiento.
Hondo pesar afligió el
corazón del anciano Monarca al comprender que el amor le arrebataba a su
querida niña; mas, con todo, no se opuso ni por un momento. Antes al contrario,
bendijo conmovido a la joven y le suplicó que pidiera algo que hubiera de servirle
de recuerdo y testimonio del cariño que por ella sentía el rey Gylfwe.
-Viviréis, señor, con el
recuerdo de Suecia en mi memoria. Y pues queréis que os pida algo, éste es mi
deseo: otorgadme el trozo de tierra que un hombre pueda labrar en un día;
tierra viva de mi Suecia querida; en ella encarnarán mis recuerdos y añoranzas
de este tiempo feliz.
Gylfwe accedió a la
petición.
Gefione se encaminó a la
montaña en que su madre vivía. Allí habitaban los gigantes que durante algún
tiempo sembraron el terror entre los hombres, a pesar de la nórdica ingenuidad
de su fortaleza.
Uno de los titanes se
presentó ante la joven. Era labrador. Llegó acompañado de sus cuatro hijos,
igualmente gigantescos, que caminaban uncidos a un arado de proporciones
colosales. Se puso a disposición de la muchacha, y juntos se encaminaron a una
zona de bosques y verdor. Clavaron su arado, y con fuerza incontrastable
comenzaron a cabar surcos profundos, semejantes a fosos. Trabaja-ban incansables
y hundían con gran vigor la reja en la roca viva. Estaba ya próxima la noche, y
los gigantescos habitantes de las montañas continuaban su tarea. Hasta que
quedó separado, cercenado, un gran trozo de la tierra sueca.
Gefione, que había
contemplado el trabajo de los hércules, batió palmas de alegría. Mostró al Rey
la hazaña realizada por sus siervos. El monarca de Suecia lloraba, contristado,
la herida hecha en la tierra.
No habían pasado muchos
días, cuando una noche se presentó Gefione al rey de las montañas. Éste puso a
su disposición una escolta de gigantes, que se dirigieron al punto en que el
suelo de Suecia había sido cortado. Inclinaron sobre la tierra sus cuerpos
enormes, y cogiendo con sus brazos poderosos el trozo que habían labrado para
la joven, lo elevaron sobre sus cabezas; los tremendos torsos se hincharon por
el esfuerzo. Caminaron a través de la tierra y se internaron en las aguas del
mar. Depositaron su carga sobre las olas, en el punto en que determinó Gefione;
la mantuvieron penosa-mente a flote hasta que consiguieron hacerla encallar en
el fondo del Oresund, entre las costas suecas y danesas.
Una mancha de verdor
rompió la monotonía azul del mar.
De este modo apareció la
isla de Seeland sobre las aguas del Báltico. Y cerca de Upsala, los ríos y las
lluvias rellenaron piadosa-mente el vacío que dejara la muchacha en la tierra
sueca y surgió el inmenso lago Mëlar; rodeado de bosques pensativos, que se
miran, extrañados, en sus aguas.
132. anonimo (suecia)
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