Juan Sousa Pereira y
Martín Yáñez eran dos nobles caballeros de ilustres familias portuguesas.
Amigos desde niños, juntos crecieron en la más entrañable amistad, dedicándose
los dos a la carrera de las armas y siendo compañeros inseparables en sus
mocedades.
Pero tuvieron la
fatalidad de enamorarse de la misma mujer: una bellísima muchacha de noble
abolengo, también portuguesa, que se apoderó del corazón de los dos jóvenes.
Ante aquel conflicto, decidieron los amigos que ella eligiera a su gusto, y la
muchacha se decidió por Juan Sousa, y se concertó la boda en breve plazo.
Pero Martín Yáñez, que
estaba locamente enamorado de la moza, no resignándose a perderla, luchaba
entre sus deberes de amistad y su amor, y, triunfante éste, decidió apoderarse
de la joven. Y en el momento de la ceremonia de su boda entró en el templo
seguido de sus hombres y, dejando herido a su amigo Sousa, raptó a la doncella
y huyó con ella en medio de la mayor confusión.
A la muerte del rey de
Portugal, don Fernando, la nación se dividió en dos bandos: unos eran partidarios
de doña Beatriz, esposa del rey de Castilla, y el otro partido, más numeroso,
por odio a los castellanos, defendía la causa de don Juan, maestre de Avís,
hijo bastardo del rey Fernando. Martín Yáñez era partidario de la reina, y
Sousa defendía la causa de don Juan, que, triunfante, fue proclamado rey, tras
un combate en el cual, si bien quedaron victoriosos los partidarios del rey,
cayó herido Sousa, a manos de su mortal enemigo Yáñez.
Desesperado por su
inferioridad ante un enemigo que siempre le vencía, se vengó de él
denunciándole al nuevo rey como conspirador peligroso. Yáñez tuvo que huir a
Castilla, donde se destacó por su increíble valor, cubriéndose de gloria en la
batalla de Aljubarrota y siendo nombrado, por su heroísmo, maestre de
Alcántara.
Pasaron muchos años sin
que se volvieran a tener en Portugal noticias del caballero huido.
En 1395, en una oscura
noche salía por las puertas de Valencia de Alcántara, sobre un brioso caballo,
un noble caballero, procurando ocultar su rostro para no ser conocido por los
escasos transeúntes. Marchaba sin compañía de escuderos ni hombres de armas:
gran temeridad en aquellos tiempos de Enrique III el Doliente, de bandolerismos
y continuas discordias entre los nobles, exponiéndose a caer en una emboscada.
El encubierto caballero
caminaba por la abrupta sierra de San Mamed, de la cordillera Oretana, la cual,
internándose en Portugal, termina en el cabo de San Vicente. Avanzaba por una
senda tortuosa, rodeado de altos peñascos y bordeando precipicios. Llegó, por
fin, junto a un arroyo, que, despeñándose, forma bellas cascadas. Allí cerca
tenía que estar la cueva de Sago, y, orientán-dose, no tardó en ver en la cima
de un picacho una choza, en la que vivía el anacoreta, cuya fama de santidad se
extendía por la comarca.
El caballero dejó su
corcel atado de un árbol y, escalando el pico ágilmente, a pesar de su edad madura,
penetró en el interior de la cabaña, alumbrada por la luz de una tea, y allí
vio, arrodillado ante una cruz toscamente labrada, al ermitaño.
El vigilante se presentó
diciendo que era Martín Yáñez de la
Barbuda , maestre de Alcántara y consejero de Enrique III de
Castilla, y solicitó confesarse con el ermitaño para descargar su conciencia
del peso de los pecados de su juventud.
El santo ermitaño le
invitó a arrodillarse y a rezar, y enseguida dio principio la confesión del
caballero.
El ermitaño le impuso de
penitencia, en expiación de sus culpas, guerrear de continuo contra los
infieles, aunque fuera él solo, para alcanzar la paz de su conciencia. Y,
despidiéndose de él, partió a galope el caballero.
Se habían concedido unas
treguas entre los cristianos y el rey moro de Granada, que eran respetadas
por ambas partes. Pero don Martín Yáñez, dominado por un febril ardor
guerrero, quiso luchar por su cuenta. Y mandó un reto al rey árabe, que acogió
éste con desprecio, pero que encolerizó más a don Martín, que al frente de sus
mesnadas, sitió a la ciudad de Egea el 26 de abril de 1395.
El Maestre luchó con gran
heroísmo y arrojo; pero ante el empuje de cinco mil moros, fue derrotada su
hueste. Él también cayó herido al frente de sus tropas, y quedó en tierra
desangrándose. Al poco tiempo llegó un sombrío personaje, que, descubriendo su
rostro, dijo:
-Yo soy Juan Sousa y
Pereira, a quien tú heriste y deshonraste. Yo soy quien te delató al Rey cuando
tú huiste a Castilla, y yo soy Juan Sago, el ermitaño, que te impuso esta
penitencia como venganza.
Y sin tiempo para
reconocer en aquel hombre extenuado por las penitencias a su amigo de la infancia,
clavó en el corazón del caballero un agudo puñal, mientras decía:
-Ha sonado la hora de mi
venganza.
Y huyó, dejándole allí
abandonado, pero cumplida su penitencia.
El cuerpo del Maestre fue
trasladado a Alcántara y enterrado con toda solemnidad en la iglesia de Santa
María. Cubrióse su sepulcro con una lápida, sobre la que grabaron esta
inscripción, que aún se lee: «Aquí yace aquel en cuyo corazón nunca pavor tuvo entrada».
096. anonimo (portugal)
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