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martes, 4 de septiembre de 2012

El ermitaño sago

Juan Sousa Pereira y Martín Yáñez eran dos no­bles caballeros de ilustres familias portuguesas. Amigos desde niños, juntos crecieron en la más en­trañable amistad, dedicándose los dos a la carrera de las armas y siendo compañeros inseparables en sus mocedades.
Pero tuvieron la fatalidad de enamorarse de la misma mujer: una bellísima muchacha de noble abolengo, también portuguesa, que se apoderó del corazón de los dos jóvenes. Ante aquel conflicto, de­cidieron los amigos que ella eligiera a su gusto, y la muchacha se decidió por Juan Sousa, y se concertó la boda en breve plazo.
Pero Martín Yáñez, que estaba locamente enamo­rado de la moza, no resignándose a perderla, lu­chaba entre sus deberes de amistad y su amor, y, triunfante éste, decidió apoderarse de la joven. Y en el momento de la ceremonia de su boda entró en el templo seguido de sus hombres y, dejando herido a su amigo Sousa, raptó a la doncella y huyó con ella en medio de la mayor confusión.
A la muerte del rey de Portugal, don Fernando, la nación se dividió en dos bandos: unos eran partida­rios de doña Beatriz, esposa del rey de Castilla, y el otro partido, más numeroso, por odio a los castella­nos, defendía la causa de don Juan, maestre de Avís, hijo bastardo del rey Fernando. Martín Yáñez era partidario de la reina, y Sousa defendía la causa de don Juan, que, triunfante, fue proclamado rey, tras un combate en el cual, si bien quedaron victoriosos los partidarios del rey, cayó herido Sousa, a manos de su mortal enemigo Yáñez.
Desesperado por su inferioridad ante un enemigo que siempre le vencía, se vengó de él denunciándole al nuevo rey como conspirador peligroso. Yáñez tuvo que huir a Castilla, donde se destacó por su in­creíble valor, cubriéndose de gloria en la batalla de Aljubarrota y siendo nombrado, por su heroísmo, maestre de Alcántara.
Pasaron muchos años sin que se volvieran a tener en Portugal noticias del caballero huido.
En 1395, en una oscura noche salía por las puer­tas de Valencia de Alcántara, sobre un brioso caba­llo, un noble caballero, procurando ocultar su rostro para no ser conocido por los escasos transeúntes. Marchaba sin compañía de escuderos ni hombres de armas: gran temeridad en aquellos tiempos de Enrique III el Doliente, de bandolerismos y conti­nuas discordias entre los nobles, exponiéndose a caer en una emboscada.
El encubierto caballero caminaba por la abrupta sierra de San Mamed, de la cordillera Oretana, la cual, internándose en Portugal, termina en el cabo de San Vicente. Avanzaba por una senda tortuosa, rodeado de altos peñascos y bordeando precipicios. Llegó, por fin, junto a un arroyo, que, despeñán­dose, forma bellas cascadas. Allí cerca tenía que estar la cueva de Sago, y, orientán-dose, no tardó en ver en la cima de un picacho una choza, en la que vivía el anacoreta, cuya fama de santidad se exten­día por la comarca.
El caballero dejó su corcel atado de un árbol y, es­calando el pico ágilmente, a pesar de su edad ma­dura, penetró en el interior de la cabaña, alumbrada por la luz de una tea, y allí vio, arrodillado ante una cruz toscamente labrada, al ermitaño.
El vigilante se presentó diciendo que era Martín Yáñez de la Barbuda, maestre de Alcántara y conse­jero de Enrique III de Castilla, y solicitó confesarse con el ermitaño para descargar su conciencia del peso de los pecados de su juventud.
El santo ermitaño le invitó a arrodillarse y a rezar, y enseguida dio principio la confesión del caballero.
El ermitaño le impuso de penitencia, en expia­ción de sus culpas, guerrear de continuo contra los infieles, aunque fuera él solo, para alcanzar la paz de su conciencia. Y, despidiéndose de él, partió a ga­lope el caballero.
Se habían concedido unas treguas entre los cris­tianos y el rey moro de Granada, que eran respeta­das por ambas partes. Pero don Martín Yáñez, do­minado por un febril ardor guerrero, quiso luchar por su cuenta. Y mandó un reto al rey árabe, que acogió éste con desprecio, pero que encolerizó más a don Martín, que al frente de sus mesnadas, sitió a la ciudad de Egea el 26 de abril de 1395.
El Maestre luchó con gran heroísmo y arrojo; pero ante el empuje de cinco mil moros, fue derro­tada su hueste. Él también cayó herido al frente de sus tropas, y quedó en tierra desangrándose. Al poco tiempo llegó un sombrío personaje, que, descu­briendo su rostro, dijo:
-Yo soy Juan Sousa y Pereira, a quien tú heriste y deshonraste. Yo soy quien te delató al Rey cuando tú huiste a Castilla, y yo soy Juan Sago, el ermitaño, que te impuso esta penitencia como venganza.
Y sin tiempo para reconocer en aquel hombre ex­tenuado por las penitencias a su amigo de la infan­cia, clavó en el corazón del caballero un agudo puñal, mientras decía:
-Ha sonado la hora de mi venganza.
Y huyó, dejándole allí abandonado, pero cum­plida su penitencia.
El cuerpo del Maestre fue trasladado a Alcántara y enterrado con toda solemnidad en la iglesia de Santa María. Cubrióse su sepulcro con una lápida, sobre la que grabaron esta inscripción, que aún se lee: «Aquí yace aquel en cuyo corazón nunca pavor tuvo entrada».

096. anonimo (portugal)


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