Siendo Roger, que llevaba
el apellido del famoso castillo donde había nacido, gobernador de Vallespir,
Pepino el Breve le nombró conde de toda la comarca.
Era entonces la época en
que los moros asolaban a Cataluña, y Roger se convirtió muy pronto en uno de
los más audaces caudillos cristianos, de los que impidieron, con su tenaz defensa,
la invasión de los árabes.
Los árabes se
encontraban, cuantas veces intentaban el ataque, con el obstáculo de las
mesnadas del conde Roger de Vallespir. De aquí que el caudillo moro Obeíd-Alá,
al llegar la primavera, decidiera sitiar el castillo y obligarle a rendirse
por hambre.
Llegó el mes de octubre,
y el sitio continuaba. Los habitantes del castillo se valían de un medio de
luces combinadas para comunicar con el exterior. Desde las lejanas montañas
vecinas, algunos catalanes de buena voluntad les contestaban y, con peligro
de sus vidas, rompían el círculo árabe y les proporcionaban víveres. El Conde
resistía heroicamente, mientras esperaba socorros del rey de Aquitania, el
cual le había prometido liberarlos y aun ir después con ellos en busca del
conde Bernardo y, todos juntos, a la conquista de Barcelona.
Los hombres que no habían
salido a guerrear con el conde Roger para levantar el sitio estaban en las
murallas.
Montaban máquinas de
guerra y amontonaban piedras para las hondas. Viejos y niños calentaban aceite
y resina en grandes calderas para verterlo sobre el enemigo en caso de intento
de invasión del castillo. Los centinelas iban y venían, vigilando cuanto
sucedía en el campo. El guarda cantaba, para conocimiento de los defensores y
habitantes del castillo, todo lo que divisaba desde la torre de homenaje.
Tenía esta fortaleza una
hermosa capilla románica, en la cual se hallaban las mujeres. Entre ellas, y
destacándose por su hermosura y su majestuoso porte, estaba Clotaria de
Vallespir. Tenía cuarenta años; era de elevada estatura y gran belleza.
Dos monjes y un joven
diácono entonaban plegarias. El diácono era el hijo segundo de los condes de
Vallespir. El mayor, Raimundo, guerreaba junto a su padre. El tercero, de
dieciocho años, estaba al lado de su madre, rogando con ella por el feliz regreso
de los suyos. El más joven, de nueve años, yacía enfermo en el lecho.
Mientras en la capilla se
entonaba la ferviente oración, el guarda cantaba, cada vez más excitado, su
triste pregón, y anunciaba que los moros se acercaban, que ya casi estaban
ante las murallas.
Los soldados, huyendo del
furor de los árabes, corrían desalentados hacia el castillo. Algunos atravesaron
el puente levadizo y penetraron en el recinto, ensangrentados, cubiertos de
polvo y sudor, con el pánico reflejado en su rostro. La mayoría habían perdido
las armas.
Los árabes, acosándolos,
venían detrás de ellos. El guarda gritó:
-¡Ya están aquí! -con voz
velada por la angustia.
Alzaron el puente
levadizo; los arqueros montaron sus flechas, y los que no sabían manejar otra
arma, cogieron las hondas. Las mujeres y los viejos transportaron junto a las
almenas y aspilleras los calderos llenos de pez y aceite hirviendo.
Los monjes interrumpieron
la plegaria en la capilla. El diácono se llevó a su joven hermano del lado de
su madre.
Reunidas las tropas
fugitivas en el patio de armas, la
Condesa y el capitán pasaron revista. Éste cantaba los
nombres; pero fueron muchos los que no contestaron. La Condesa , angustiada, gritó
el nombre de Raimundo, su hijo. Se adelantó un muchacho de veintitrés años,
alto y rubio. Estaba, como los demás, cubierto de sangre y sudor. La Condesa , al verle, suspiró
con dolor. Preguntóle por su padre. Raimundo le había perdido de vista en el
fragor de la pelea.
En aquel momento, el
guarda, con voz temblorosa por la emoción, gritó que los árabes se llevaban
prisionero al conde Roger de Vallespir.
Volvió a su lugar, y con
ademán enérgico ordenó formar a sus hombres. Puestos ya todos en disciplinadas
filas, los arengó, y les dijo que era preciso salir en el acto y libertar a su
dueño y señor, el conde de Vallespir.
El capitán Berenguer
objetó que era una noche de luna muy clara. Los moros los verían salir y
caerían sobre ellos y los pasarían a cuchillo. La Condesa , inflexible,
ordenó que las mujeres repartieran entre los soldados comida e hidromiel con
pimienta. El Conde no habría caído prisionero si ellos no hubieran sido unos
cobardes, que habían huido, abandonándole en el campo al enemigo.
Ante estas palabras, el
capitán y los soldados bajaron la cabeza, aceptaron los víveres y las bebidas
que las mujeres trajeron, y las armas que Raimundo, el joven heredero del
Vallespir, les entregó, cumpliendo las órdenes de su madre.
Ya estaban formados,
listos nuevamente para el ataque, cuando el guarda anunció que se acercaba un
emisario árabe con bandera blanca.
El capitán le llevó a
presencia de la Condesa.
Pre guntóle ésta qué misión le traía.
El emisario, en presencia
de todos, comunicó a la
Condesa que el conde Roger había profanado las leyes del
Corán, asaltando su campamento en el día consagrado a la plegaria y en la hora
en que Alá ordena al Sol que se oculte en Occidente. Según la ley mahometana,
el que tal hace debe ser degollado al nacer el nuevo día. No obstante, el Corán
dice que todo alcaide enemigo que caiga prisionero luchando en noble lid,
tiene derecho a ser canjeado por un miembro de la familia: padre, hijo o
pariente cercano. A decir esto venía el emisario. Obeíd-Alá concedía a los
cristianos una hora para decidir si querían canjearle o si debía perecer Roger.
Dicho esto, el jinete
salió del castillo, dejando a sus moradores transidos de dolor y consternación.
No podía decidirse. No
podía resignarse a perder a ninguno de aquellos cuatro hijos tan amados,
criados y educados con tanto esmero y tan amorosamente admirados por su
belleza y bondad.
Indecisa, sin saber qué
hacer ni qué decir, ordenó que la dejaran sola unos instantes.
Se retiró a su
habitación, y rezando, llorando, buscando una solución a la terrible tragedia que
vivían, pasó un buen rato. De pronto, oyó la voz del guarda que anunciaba la
vuelta del jinete árabe. Aún no sabía la Condesa qué era lo que debía hacer. Sabía, eso
sí, que no podría resistir que muriera ninguno de sus hijos, ni su esposo, el
Conde, a quien tan tiernamente había amado siempre. Entonces, tomó una
decisión heroica. Con paso firme se dirigió a la habitación donde estaban todos
reunidos, y preguntó a sus hijos qué era lo que pensaban hacer. Los tres, a
una, se ofrecieron para morir en lugar de su amado padre. La Condesa , con lágrimas
ardientes de emoción y gratitud, abrazó a sus hijos; pero les ordenó que
ninguno de ellos se ofreciera al caudillo moro. Ninguno de los tres debía
morir. El mayor era el heredero del castillo, y a él se debía. El segundo se
debía a su religión; eran ya muchas las almas que había salvado, y debía aún
salvar muchas más. En cuanto al más joven de los tres allí presentes, era un
niño; tenía ante sí una vida que no podía arriesgar. Y el pequeño, el
enfermito, ¿cómo pensar siquiera en sacrificar la vida de aquel pequeño ser
indefenso y débil?
Entró, a todo esto, el
jinete árabe, y después de saludar con una profunda reverencia a la Condesa , preguntó qué
habían decidido.
Todos estaban anhelantes,
en espera de la contestación de la noble dama. Ésta, muy serena, dio un paso y
contestó con voz firme y clara que ella, la Condesa , se ofrecía como rescate del conde Roger
de Vallespir.
Una intensa emoción se
apoderó de todos, cuando el jinete, después de saludar de nuevo a la Con desa con una reverencia
cortesana y respetuosa, sacó de uno de los bolsillos de su lujoso vestido un
diminuto Corán, y hojeándolo, hasta que encontró el capítulo que le interesaba,
leyó:
-«La mujer es, como la
oveja en el rebaño, como el perro en el huerto, como el caballo en el establo,
propiedad del hombre, el cual puede tener en su casa todas las que su riqueza
le permite mantener. Puede ser vendida o comprada, nunca admitida a cambio, ya
que por sí misma nada significa.»
Cuando el emisario
terminó su lectura, Clotaria miró a todos con sus inmensos ojos abiertos, que
fijó, por último, desesperada, en sus hijos. Y, lanzando un grito estridente,
levantó los brazos y se desplomó. Sus hijos se acercaron a ella, horrorizados,
y la encontraron muerta.
En la capilla de Santa
María del Vallespir se ve una losa que dice:
«La Condesa Clotaria
del Vallespir murió de amor por su esposo y sus hijos, cuando los Reyes eran
del linaje de Carlomagno. Rogad por ella».
120 anonimo (francia)
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