He aquí cómo me lo
contaron. Así lo oí yo.
Solas vinieron las noches
y solos vinieron los días. Y tan solo como ellos apareció Vainamoinen. Nació de
una madre divina, Issu, que a su vez procedía de una virgen llamada Ilmatar.
Issu vivió en el aire; durante largo tiempo permaneció en absoluta castidad,
pues tuvo la suerte de habitar en los planos celestes.
Llegó el día en que Issu
comenzó a aburrirse de la vida que llevaba, siempre vagando sola por los espacios,
y decidió trasladarse a otro mundo igual de puro, pero de distinto ambiente.
Descendió al mar y se posó sobre las olas gigantes de los océanos. En esto, un
golpe de aire que vino de Oriente azotó su cuerpo y se desencadenó una tormenta
espantosa. A los pocos instantes, el mar se vio cubierto de espuma y olas
gigantescas se elevaban al cielo, como si con las cimas de las montañas de agua
quisieran alcanzarlo. El viento mecía a la joven y una ola sirvió para
transportarla por los inmensos valles del océano. Dicen que fue el viento que
penetró en su cuerpo y se convirtió en ser. Y así fue.
La virgen se vio obligada
a recorrer los mares con su preciosa carga, sin un momento de reposo, ya que en
aquellos tiempos la tierra firme no había sido creada aún y la diosa Issu no
encontraba sitio donde pisar.
¡Pobre Issu, qué triste
destino, nadando hacia el oeste, después hacia el este; en su desesperación,
hacia el norte, bien hacia el sur! Mas en ningún punto encontraba la
tranquilidad. Y sin hallar un espacio de suelo sólido no podía el ser divino
venir al mundo. El tiempo pasaba, y ella sufría lo indecible. Issu lloraba, y
en su deses-peración decía así:
-¡Qué desgraciada soy!
¡Pobre niño! ¡Cuál será mi destino! Por siempre seré mecida en las olas del
océano, perdida en las inmensi-dades de los mares, envuelta en las ondas
infinitas. Más me hubiese valido permanecer como una virgen etérea que estar
haciendo de madre de las ondas marinas. Ahora, ¿cuál será la suerte que me
toca? Tengo frío, mi casa es la inmensidad de las aguas...
La virgen se revolvía en
su propia desesperación y clamaba ayuda al dios supremo en aquel trance, con
estas palabras:
-¡Oh potentísimo Ukko,
dios supremo! Tú, que sostienes el firmamento, ven en mi ayuda, te lo suplico.
Líbrame de estos dolores que me consumen. No corras, vuela a salvarme; de lo
contrario, moriré.
Al esparcirse sobre las
ondas del mar la petición de la virgen desolada, hubo un momento de calma;
parecía que los elementos, perturbados por el ruego de la joven doncella, se
detenían prestos para acudir en su socorro.
Un claro se vio en la
tempestad que sacudía el mar y en las lejanías del horizonte apareció un pato.
Revoloteaba con aire cansino, como si buscase un punto seguro donde hacer su
nido, construir su casa; algún sitio para transformarse en madre de lo que
representaba la continuidad de la especie. La virgen, mecida por los océanos,
observaba el vuelo del pájaro y pensaba adónde iría a parar.
El pato, entonces,
volando muy bajo, dijo:
-¿Pondré mi nido sobre el
viento? ¿Lo haré sobre las olas? Ahí no; el agua arrastraría mi casa.
La diosa del mar, que
todo lo ve, pensó: «De alguna manera hay que ayudar a este pájaro infortunado».
Y sacando del agua una
rodilla y parte de la espalda, le ofreció un acomodo para que pudiese detenerse
y construir su habitación. El pájaro de múltiples colores, volaba todavía
pensando dónde posarse, cuando vio la rodilla de la diosa, entre las dos cimas
de una ola y la tomó por la primera existencia de la Tierra ; amainó la velocidad
de su vuelo e inclinando la cabeza primero de un lado y luego del otro,
contemplaba el blanco promontorio que la divinidad le ofrecía. Habiéndolo
examinado bien, descendió allí y diligentemente cons-truyó con briznas el
primer nido. Ocho huevos depositó. Los siete primeros eran de oro y el último
de hierro. Sin hacer distinción, los cubríó a todos con su cuerpo.
Era tal el calor que
engendró, que al tercer día la madre de los océanos, la diosa suprema, sentía
arder su piel. Temiendo quemarse, y notando que todas sus venas se ablandaban,
se sumergió en las profundidades de las aguas. Entonces los huevos que el pato
había puesto sobre su rodilla cayeron al mar. Al tocar la fría superficie, se
rompieron en mil pedazos y se tranformaron en mil cosas útiles.
Cuentan que una mitad de
la cáscara de un huevo formó la base de la Tierra y la otra mitad el firmamento infinito
que hoy contem-plamos. Las otras partes internas del huevo se transformaron
como os diré: la yema pasó a ser el Sol que alumbra nuestro universo y la clara
se convirtió en la Luna
plateada que ilumina las noches de los enamorados.
Pero la virgen suprema
nadaba sin tregua, meciéndose en la cuna grandiosa de los mares. Aconteció
que en el noveno año y en la décima primavera sacó de las aguas su cabeza y
acometió la más ardua creación del mundo. Donde posara su mano, allí se
levantaban promontorios; donde hollaba su planta, la tierra formaba lagos,
estanques, ríos, para la vida de los peces. Y así, con cada movimi-ento, fue
creando cada partícula de la
Tierra para solaz de sus futuros habitantes.
Luego dispuso los
arrecifes, formó las costas, levantó las montañas, allanó los valles, extendió
las planicies, modeló las mesetas; en fin, hizo el mundo.
A todo esto, Vainamoinen
aún no había nacido; el juglar humano aún no existía. El futuro hombre de
treinta años estuvo encerrado allí, y allí comenzó a vivir, a reflexionar en
esa estrecha morada donde la Luna
jamás riela su brillo y el Sol nunca lanza sus rayos. En sus soliloquios,
decía:
-¡Oh, Luna, oh, Sol!,
libradme de este encierro, acudid a guiarme fuera de esta mansión oscura, lejos
de este claustro estrecho, llevadme a la Tierra , cual viajero extraviado, pues el hijo del
hombre aspira a conocer el día. Quiero ver la Luna en el cielo, sentir el fuego del Sol,
dirigirme a la Osa Mayor
y conocer todas las estrellas.
Mas la Luna no vino en su ayuda, el
Sol no le alumbró y se aburría en su preexistencia ignota. Abrió las puertas de
su cárcel con la articulación de su pie izquierdo. Con las manos tocó el suelo,
y, hundiéndose en vertical caída entre las olas, permaneció cinco, seis,
siete, ocho años, a merced de las corrientes marinas.
Por fin tocó en una
tierra sin nombre; tierra árida y seca. Haciendo esfuerzos indecibles,
consiguió arrastrarse fuera del líquido elemento. Se sentó a contemplar la Luna , a calentarse en los
auríferos rayos del Sol, a buscar la Osa Mayor y conocer las estrellas.
Así nació Vainamoinen;
así apareció el juglar eterno, hijo de una madre divina, Issu, y nieto de la
virgen Ilmatar.
002. anonimo (finlandia)
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