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martes, 4 de septiembre de 2012

El nacimiento de vainamoinen

He aquí cómo me lo contaron. Así lo oí yo.
Solas vinieron las noches y solos vinieron los días. Y tan solo como ellos apareció Vainamoinen. Nació de una madre divina, Issu, que a su vez proce­día de una virgen llamada Ilmatar. Issu vivió en el aire; durante largo tiempo permaneció en absoluta castidad, pues tuvo la suerte de habitar en los pla­nos celestes.
Llegó el día en que Issu comenzó a aburrirse de la vida que llevaba, siempre vagando sola por los espa­cios, y decidió trasladarse a otro mundo igual de puro, pero de distinto ambiente. Descendió al mar y se posó sobre las olas gigantes de los océanos. En esto, un golpe de aire que vino de Oriente azotó su cuerpo y se desencadenó una tormenta espantosa. A los pocos instantes, el mar se vio cubierto de es­puma y olas gigantescas se elevaban al cielo, como si con las cimas de las montañas de agua quisieran alcanzarlo. El viento mecía a la joven y una ola sir­vió para transportarla por los inmensos valles del océano. Dicen que fue el viento que penetró en su cuerpo y se convirtió en ser. Y así fue.
La virgen se vio obligada a recorrer los mares con su preciosa carga, sin un momento de reposo, ya que en aquellos tiempos la tierra firme no había sido creada aún y la diosa Issu no encontraba sitio don­de pisar.
¡Pobre Issu, qué triste destino, nadando hacia el oeste, después hacia el este; en su desesperación, hacia el norte, bien hacia el sur! Mas en ningún punto encontraba la tranquilidad. Y sin hallar un espacio de suelo sólido no podía el ser divino venir al mundo. El tiempo pasaba, y ella sufría lo indeci­ble. Issu lloraba, y en su deses-peración decía así:
-¡Qué desgraciada soy! ¡Pobre niño! ¡Cuál será mi destino! Por siempre seré mecida en las olas del océano, perdida en las inmensi-dades de los mares, envuelta en las ondas infinitas. Más me hubiese va­lido permanecer como una virgen etérea que estar haciendo de madre de las ondas marinas. Ahora, ¿cuál será la suerte que me toca? Tengo frío, mi casa es la inmensidad de las aguas...
La virgen se revolvía en su propia desesperación y clamaba ayuda al dios supremo en aquel trance, con estas palabras:
-¡Oh potentísimo Ukko, dios supremo! Tú, que sostienes el firmamento, ven en mi ayuda, te lo su­plico. Líbrame de estos dolores que me consumen. No corras, vuela a salvarme; de lo contrario, moriré.
Al esparcirse sobre las ondas del mar la petición de la virgen desolada, hubo un momento de calma; parecía que los elementos, perturbados por el ruego de la joven doncella, se detenían prestos para acudir en su socorro.
Un claro se vio en la tempestad que sacudía el mar y en las lejanías del horizonte apareció un pato. Revoloteaba con aire cansino, como si buscase un punto seguro donde hacer su nido, construir su casa; algún sitio para transformarse en madre de lo que representaba la continuidad de la especie. La virgen, mecida por los océanos, observaba el vuelo del pájaro y pensaba adónde iría a parar.
El pato, entonces, volando muy bajo, dijo:
-¿Pondré mi nido sobre el viento? ¿Lo haré sobre las olas? Ahí no; el agua arrastraría mi casa.
La diosa del mar, que todo lo ve, pensó: «De al­guna manera hay que ayudar a este pájaro infor­tunado».
Y sacando del agua una rodilla y parte de la es­palda, le ofreció un acomodo para que pudiese dete­nerse y construir su habitación. El pájaro de múlti­ples colores, volaba todavía pensando dónde po­sarse, cuando vio la rodilla de la diosa, entre las dos cimas de una ola y la tomó por la primera existencia de la Tierra; amainó la velocidad de su vuelo e incli­nando la cabeza primero de un lado y luego del otro, contemplaba el blanco promontorio que la di­vinidad le ofrecía. Habiéndolo examinado bien, descendió allí y diligentemente cons-truyó con briz­nas el primer nido. Ocho huevos depositó. Los siete primeros eran de oro y el último de hierro. Sin hacer distinción, los cubríó a todos con su cuerpo.
Era tal el calor que engendró, que al tercer día la madre de los océanos, la diosa suprema, sentía ar­der su piel. Temiendo quemarse, y notando que todas sus venas se ablandaban, se sumergió en las profundidades de las aguas. Entonces los huevos que el pato había puesto sobre su rodilla cayeron al mar. Al tocar la fría superficie, se rompieron en mil pedazos y se tranformaron en mil cosas útiles.
Cuentan que una mitad de la cáscara de un huevo formó la base de la Tierra y la otra mitad el firma­mento infinito que hoy contem-plamos. Las otras partes internas del huevo se transformaron como os diré: la yema pasó a ser el Sol que alumbra nuestro universo y la clara se convirtió en la Luna plateada que ilumina las noches de los enamorados.
Pero la virgen suprema nadaba sin tregua, me­ciéndose en la cuna grandiosa de los mares. Aconte­ció que en el noveno año y en la décima primavera sacó de las aguas su cabeza y acometió la más ardua creación del mundo. Donde posara su mano, allí se levantaban promontorios; donde hollaba su planta, la tierra formaba lagos, estanques, ríos, para la vida de los peces. Y así, con cada movimi-ento, fue crean­do cada partícula de la Tierra para solaz de sus futu­ros habitantes.
Luego dispuso los arrecifes, formó las costas, le­vantó las montañas, allanó los valles, extendió las planicies, modeló las mesetas; en fin, hizo el mundo.
A todo esto, Vainamoinen aún no había nacido; el juglar humano aún no existía. El futuro hombre de treinta años estuvo encerrado allí, y allí comenzó a vivir, a reflexionar en esa estrecha morada donde la Luna jamás riela su brillo y el Sol nunca lanza sus rayos. En sus soliloquios, decía:
-¡Oh, Luna, oh, Sol!, libradme de este encierro, acudid a guiarme fuera de esta mansión oscura, lejos de este claustro estrecho, llevadme a la Tierra, cual viajero extraviado, pues el hijo del hombre as­pira a conocer el día. Quiero ver la Luna en el cielo, sentir el fuego del Sol, dirigirme a la Osa Mayor y conocer todas las estrellas.
Mas la Luna no vino en su ayuda, el Sol no le alumbró y se aburría en su preexistencia ignota. Abrió las puertas de su cárcel con la articulación de su pie izquierdo. Con las manos tocó el suelo, y, hundiéndose en vertical caída entre las olas, perma­neció cinco, seis, siete, ocho años, a merced de las corrientes marinas.
Por fin tocó en una tierra sin nombre; tierra árida y seca. Haciendo esfuerzos indecibles, consiguió arrastrarse fuera del líquido elemento. Se sentó a contemplar la Luna, a calentarse en los auríferos rayos del Sol, a buscar la Osa Mayor y conocer las estrellas.
Así nació Vainamoinen; así apareció el juglar eterno, hijo de una madre divina, Issu, y nieto de la virgen Ilmatar.

002. anonimo (finlandia)

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