Sobre el río Aar se
alzaba la silueta del castillo de Altenaar. Dentro de sus muros habían crecido
y alentado nobles generaciones de la clara estirpe de Altenaar.
Kurt, el último caballero
de la ilustre casa, había llegado ya a una edad algo más que madura y no tenía
sucesión.
Aunque amenazaba
extinguirse tan noble familia, no por eso era menor la altivez y el genio independiente que alentaban en Kurt con fiera violencia.
En cierta ocasión, los
príncipes y señores suizos exigieron de sus vasallos unos tributos excesivos.
El país gimió bajo las
onerosas imposiciones. Pero Kurt no se doblegó: anunció que no estaba dispuesto a someterse a exigencias tan arbitrarias como abusivas. Los ejércitos se
dirigieron contra el castillo de Altenaar. Con fuerte coraza de valor, los
sitiados se dispusieron a la defensa.
Nubes de piedras y dardos
cruzaban el espacio. Y uno tras otro, todos los asaltos de los atacantes fueron
rechazados.
Pasaron las semanas y los
meses. En el interior del castillo, con las dificultades, crecía la voluntad de
vencer. Y en las filas de los sitiadores cundía el desaliento y la
desesperación, y no pocos soldados, amparados en las tinieblas de la noche,
abandonaban vergonzosamente su puesto. Los prícipes no sabían qué partido
tomar, asombrados y despechados ante la incomprensible resistencia de una
fortaleza que acaso ya no encerraba sino sombras, y temerosos, por otra parte,
de que sus tropas, descontentas y desmo-ralizadas, se alzaran en rebelión.
Kurt contemplaba con
dolor cómo iban cayendo todos sus bravos y fieles, consumidos por las heridas y
devorados por el hambre. Llegó un momento en que sólo la sombra envejecida y
triste del último caballero de Altanaar deambulaba por la desolada amplitud
del castillo.
Cuando Kurt comprendió
que aquello era ya irremediable, vistió sus mejores armas y tomó su caballo;
subió al más elevado torreón y se acercó a las almenas. Su extraño aspecto
impuso un silencio de asombro en los campamentos, que hervían de cólera e
impaciencia. Las huestes que vanamente asediaron día tras día la fortaleza,
fijaron sus miradas en aquella figura que aparecía aureolada de sobrehumana
dignidad. La voz de Kurt de Altenaar vibró con retadora sonoridad:
-Yo soy el último defensor.
El hambre nos venció, no vuestras armas. Moriré libre, como han muerto todos
los míos.
Picó espuelas a su
caballo y, saltando por encima dé las almenas, se lanzó al espacio.
Un grito de libertad
rasgó aún los aires. Caballo y caballero rodaron despeñados por las riberas
altas y escarpadas entre las que se desliza, precipitado y turbulento, el Aar,
y las rápidas aguas del río envolvieron piadosamente el cuerpo del héroe.
Espantados, los
sitiadores levantaron el campo. Nadie entró en el castillo, siempre defendido
por las sombras heroicas y por la inextinguible vibración de las palabras de
Kurt.
039. anonimo (inglaterra)
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