Cerca del castillo de
Mayenne, y en el feudo de su dueño, el barón de Juhel, había un monasterio cuyos
monjes eran amigos del barón y gozaban de su favor. Tenía éste dos hijas de
gustos delicados que con frecuencia iban al monasterio, donde conversaban con
los monjes y aprendían de ellos música, poesía, gramática y otras disciplinas.
Un día, al rayar el sol,
las dos jóvenes pasaron el puente levadizo. El guardián, al verlas, pensó que
aquel día iban más pronto a visitar a los pobres.
Llegó la noche, oscura,
sin una sola estrella, y las doncellas no habían vuelto. En vano se las había
buscado por el palacio y en la aldea; nadie daba con su paradero. Todos en el
castillo estaban inquietos y tristes.
Un paje, despechado
porque no había logrado de las doncellas ningún favor, tuvo la funesta idea de
decir que las había visto alejarse con dos monjes. La madre quedó consternada,
mientras que la furia invadió el alma del barón de Juhel; reunió éste a sus
caballeros y les ordenó que cabalgasen sin tregua hasta dar con el paradero de
sus hijas.
Todos salieron del
castillo en diferentes direcciones. No quedó casa, ni choza, ni rincón alguno que
no fuese registrado. Al fin, uno de ellos, que había tomado el camino de Fauconnier
para ir al bosque, las encontró dormidas sobre un montón de paja en la ermita
de Hoec.
Fueron llevadas al
castillo, donde ya su padre había urdido una terrible venganza. De nada les sirvió
asegurar que eran inocentes, que iban en peregrinación a Saint-Michel-du-Mont,
precisamente con los pies desnudos, pobres y solas, para que les fuera más
penoso el camino. Sin querer oírlas, las encerró en el foso. Después, reuniendo
a sus caballeros y servidores, les dijo que sus hijas habían muerto, y que nunca
más le hablasen de ellas. Nadie, ni la atribulada madre, se atrevió a hablar en
defensa de sus hijas: tal era la furia del Barón.
Mandó éste construir dos
torres, donde fueron encerradas las jóvenes y tapiadas las puertas; por un
ventanillo les servían tan sólo agua, pan y alguna fruta. Arrojados los monjes
del monasterio, le prendió fuego. Quiso el obispo intervenir; pero el Barón no
le escuchó. El Papa lo excomulgó, y el Barón de Juhel fue aborrecido por todos.
Veinte años pasaron, en
los que aquellas vidas se fueron extinguiendo lentamente, exhalando de vez en
cuando un débil gemido, que no traspasaba los muros de su prisión. Su juventud
se había marchitado en aquella terrible soledad; pero la muerte no llegaba,
aunque era su única esperanza.
Al envejecer Juhel,
empezó a remorderle la conciencia, al pensar que se había excedido al administrar
justicia, que su alma difícilmente podría salvarse, pesando sobre él el
criminal comportamiento respecto a sus hijas y a los monjes.
Trató de poner fin a su mal;
pero era demasiado tarde. Sus hijas salieron de la prisión, volvieron a habitar
en el castillo; pero más bien como fantasmas que como personas, pues apenas si
tenían fuerzas para moverse. Además, sus músculos estaban tan entumecidos, que
casi no podían hablar; a pesar de todo, ni un reproche hicieron a su padre.
Poco tiempo después de
salir de la prisión, murieron: habían quedado demasiado débiles para soportar
la comida, la luz y el aire.
El peso de sus
remordimientos hizo al Barón ir a Roma a pedir perdón al Para. A su vuelta al
castillo de Mayenne, mandó venir a los monjes y les entregó una gran suma para
que reconstruyesen su monasterio en Fontaine-Gehard.
Durante mucho tiempo, al
declinar el día, veíanse volar dos blancas palomas seguidas de un cuervo;
decíanse que eran las almas de Juhel y sus hijas, que venían en esta forma a
simbolizar la crueldad y la dulzura. Las fervientes oraciones de los monjes de
Mayenne acabaron por alcanzar el perdón de los crímenes del Barón, y desde
entonces la visión de las palomas y el cuervo se ha desvanecido.
120 anonimo (francia)
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