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martes, 4 de septiembre de 2012

Las hijas de juhel

Cerca del castillo de Mayenne, y en el feudo de su dueño, el barón de Juhel, había un monasterio cu­yos monjes eran amigos del barón y gozaban de su favor. Tenía éste dos hijas de gustos delicados que con frecuencia iban al monasterio, donde conversa­ban con los monjes y aprendían de ellos música, poesía, gramática y otras disciplinas.
Un día, al rayar el sol, las dos jóvenes pasaron el puente levadizo. El guardián, al verlas, pensó que aquel día iban más pronto a visitar a los pobres.
Llegó la noche, oscura, sin una sola estrella, y las doncellas no habían vuelto. En vano se las había buscado por el palacio y en la aldea; nadie daba con su paradero. Todos en el castillo estaban inquietos y tristes.
Un paje, despechado porque no había logrado de las doncellas ningún favor, tuvo la funesta idea de decir que las había visto alejarse con dos monjes. La madre quedó consternada, mientras que la furia in­vadió el alma del barón de Juhel; reunió éste a sus caballeros y les ordenó que cabalgasen sin tregua hasta dar con el paradero de sus hijas.
Todos salieron del castillo en diferentes direcciones. No quedó casa, ni choza, ni rincón alguno que no fuese registrado. Al fin, uno de ellos, que había tomado el camino de Fauconnier para ir al bosque, las encontró dormidas sobre un montón de paja en la ermita de Hoec.
Fueron llevadas al castillo, donde ya su padre había urdido una terrible venganza. De nada les sir­vió asegurar que eran inocentes, que iban en pere­grinación a Saint-Michel-du-Mont, precisamente con los pies desnudos, pobres y solas, para que les fuera más penoso el camino. Sin querer oírlas, las encerró en el foso. Después, reuniendo a sus caballeros y servidores, les dijo que sus hijas habían muerto, y que nunca más le hablasen de ellas. Nadie, ni la atribulada madre, se atrevió a hablar en defensa de sus hijas: tal era la furia del Barón.
Mandó éste construir dos torres, donde fueron en­cerradas las jóvenes y tapiadas las puertas; por un ventanillo les servían tan sólo agua, pan y alguna fruta. Arrojados los monjes del monasterio, le pren­dió fuego. Quiso el obispo intervenir; pero el Barón no le escuchó. El Papa lo excomulgó, y el Barón de Juhel fue aborrecido por todos.
Veinte años pasaron, en los que aquellas vidas se fueron extinguiendo lentamente, exhalando de vez en cuando un débil gemido, que no traspasaba los muros de su prisión. Su juventud se había marchi­tado en aquella terrible soledad; pero la muerte no llegaba, aunque era su única esperanza.
Al envejecer Juhel, empezó a remorderle la con­ciencia, al pensar que se había excedido al adminis­trar justicia, que su alma difícilmente podría sal­varse, pesando sobre él el criminal comportamiento respecto a sus hijas y a los monjes.
Trató de poner fin a su mal; pero era demasiado tarde. Sus hijas salieron de la prisión, volvieron a habitar en el castillo; pero más bien como fantas­mas que como personas, pues apenas si tenían fuer­zas para moverse. Además, sus músculos estaban tan entumecidos, que casi no podían hablar; a pesar de todo, ni un reproche hicieron a su padre.
Poco tiempo después de salir de la prisión, murie­ron: habían quedado demasiado débiles para sopor­tar la comida, la luz y el aire.
El peso de sus remordimientos hizo al Barón ir a Roma a pedir perdón al Para. A su vuelta al castillo de Mayenne, mandó venir a los monjes y les entregó una gran suma para que reconstruyesen su monas­terio en Fontaine-Gehard.
Durante mucho tiempo, al declinar el día, veíanse volar dos blancas palomas seguidas de un cuervo; decíanse que eran las almas de Juhel y sus hijas, que venían en esta forma a simbolizar la crueldad y la dulzura. Las fervientes oraciones de los monjes de Mayenne acabaron por alcanzar el perdón de los crímenes del Barón, y desde entonces la visión de las palomas y el cuervo se ha desvanecido.

120 anonimo (francia)

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