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martes, 4 de septiembre de 2012

El castillo de la selva

En el monte Canigó hay un estanque, en cuyo fondo, según cuenta la leyenda popular, en los días claros, al atardecer, se ven las ruinas de un soberbio castillo. También se dice que en las noches de luna, si se echa en el estanque una piedra, las aguas se arremolinan y se oyen gritos pavorosos, al tiempo que sale de él una espesa humareda.
El origen de esta leyenda nos descubre que en un tiempo muy lejano, en el lugar donde hoy está el es­tanque, se alzaba una fortaleza que llevaba el nom­bre de Castillo de la Selva, por estar rodeado de un soberbio bosque de abetos, ligados entre sí por ma­dreselvas.
Este bosque había estado poblado de demonios, que dominaban aquellas tierras con su poder malé­fico, por lo cual la selva que rodeaba el castillo tenía el nombre de Selva Roja.
En la cumbre del Canigó habitaban las hadas, llamadas por aquellos contornos las «buenas muje­res», que se esforzaban en aliviar de la maléfica in­fluencia de los ocupantes de la Selva Roja a los habitantes del país.
Los señores del castillo no tenían herederos. To­dos sus hijos había muerto al nacer.
Hacía ya algunos años que desesperaban de lle­gar a tener descendencia, cuando tuvieron una niña hermosísima.
Temerosa la Condesa de que la muerte se la lle­vara, como a sus hermanos, llamó a las «buenas mujeres» para que la protegieran y la colmaran con sus gracias.
Acudieron ellas y dijeron a la Condesa que la pro­tegerían, a condición de que les prometiera que, col­gada del cuello, pondría a su hija una cruz de esme­raldas que ellas le entregarían. Mientras la niña lle­vara aquella cruz, los demonios no podrían entrar en la Selva Roja y serían ellas las que reinarían en el país.
Pero el día en que Edelina -que éste era el nom­bre que habían impuesto a la niña- se quitara la cruz del cuello, el poder de las «buenas mujeres» caería, y los demonios entrarían en el bosque otra vez.
Creció Edelina y llegó a ser la más hermosa don­cella que jamás se hubiera visto en todo el Canigó.
Casó con un apuesto joven, que murió al poco tiempo en una batalla contra los moros, dejando viuda a la bella y joven Edelina de la Selva.
Vivía en el valle un joven músico, llamado Go­tardo, que tocaba el violín de una manera maravi­llosa. Los señores de los contornos solicitaban siem­pre su concurso, cuando daban fiestas o bailes en sus casas. Pero este artista era, al mismo tiempo, un hombre solitario, por el hecho de ser jiboso y de­forme, y porque alejaba de sí, por su gran fealdad, a todas la mujeres. Era afectuoso y dulce por tempe­ramento. Y, siendo bueno de condición, no com­prendía por qué se apartaban todos de él. No pen­saba que su fealdad pudiera ser un motivo, porque él no apreciaba en los demás la belleza, sino la bondad.
Una tarde, estaba sentado a la orilla del bosque cuando se acercó a él un paje y le dijo que iba en su busca, de parte de Edelina de la Selva. Había termi­nado el tiempo de su luto, y al día siguiente pensaba dar una fiesta para abrir de nuevo sus salones.
Gotardo prometió ir. El paje le advirtió que se presentara con bellas galas y muy buen aspecto, y que procurara que su violín sonara mejor que nun­ca. Edelina de la Selva pagaba espléndida-mente a quien la servía bien, pero entregaba al verdugo a aquellos de quien quedaba descontenta.
Llegó la hora de presentarse al Castillo de la Selva, y Gotardo llegó con su violín bajo el brazo. Empezó la fiesta, y el músico se dio cuenta, maravi­llado, de que nunca había visto tan ricos salones, tantas mujeres bellas y ricamente ataviadas, ni tan­tos y tan apuestos caballeros como los que ahora pa­saban ante sus ojos.
De pronto, entre toda la gente que había en el salón, vio Gotardo a una mujer de tan extraordina­ria belleza, que ninguna podía compa-rársele. Sobre­salía, en distinción, en riqueza en el vestir y en apos-tura, por encima de todas.
Gotardo quiso saber quién era, y el director de la orquesta le dijo que era la señora de la casa: Edelina de la Selva.
Desde aquel momento, ya no pudo el músico tañer su violín en paz. Sus ojos no podían apartarse de Edelina. La seguían por todas partes, espiando sus menores movimientos. Sus oídos se agudizaban para poder escuchar el sonido de su voz, la alegría de su risa.
Quería esmerarse en su arte, para llamar la aten­ción de la dueña de casa; pero ésta estaba por com­pleto entregada a un joven que bailaba con ella.
En aquel momento sintió Gotardo, por primera vez en su vida, toda la amargura de su fealdad. El joven con quien bailaba Edelina era hermoso y apuesto. Su elevada figura se destacaba entre todas por su gallardía y la riqueza de sus vestidos.
También por primera vez en su vida sintió en su corazón el aguijón de los celos. Sentía que se había enamorado perdidamente de Edelina, y ésta no te­nía ojos más que para mirar a aquel joven vestido de blanco y azul -los colores preferidos de la se­ñora del Castillo de la Selva-, ni más oídos que para escuchar las palabras de su galán, que Gotardo sentía resonar en su corazón, elevándose en él como si fueran puñales.
Tan distraído estaba mirando a Edelina, que no tocaba a tiempo, ni seguía el compás, y ello de tal manera, que el director de la orquesta lo echó de la sala.
Apenado el pobre músico, porque de este modo dejaba de ver a la que ya adoraba, salió al bosque y anduvo errante por él hasta llegar a su linde.
De pronto, notó que se había extraviado. No co­nocía el lugar en que se encontraba. La noche había cerrado, y Gotardo comprendió que no sabría en manera alguna encontrar el camino de su casa.
En vano escudriñó en la oscuridad para orien­tarse. No conocía nada de cuanto le rodeaba.
Pensó que quizá le convendría llamar en su auxi­lio a Chiridirelles, el demonio que orientaba a los que se perdían. Pero no estaba muy seguro de si exi­gía, a cambio, el alma, y 'él no se sentía dispuesto a darla.
No había hecho más que pensar en Chiridirelles, cuando éste se presentó ante él.
Gotardo negó haberle llamado; pero el Maldito alegó que el solo hecho de pensar en él bastaba. Además, había entrado en sus dominios, al salir de la selva.
Hablóle entonces Chiridirelles de Edelina, y Go­tardo confesó que estaba perdidamente enamorado de ella. Preguntóle el diablo qué daría por conse­guirla. Gotardo, que dudaba primero en llamarle, por miedo a que le exigiera la entrega de su alma, dijo que estaba dispuesto a dársela a cambio del amor de Edelina.
Chiridirelles se echó a reír, y dijo que nadie le pedía el alma ni para nada la quería. No tenía valor ninguno el alma de un pobre diablo como él. Lo que él quería era otra cosa, a cambio de la cual le daría belleza: aquella belleza que tanto había envidiado la misma noche en el doncel que bailaba con la se­ñora del castillo. Le daría todo cuanto quisiera, y a Edelina además, si cumplía sus instruccio-nes.
Dudaba Gotardo de que pudiera conseguir a la castellana, al recordar cómo miraba al caballero vestido de blanco y azul, y díjole así a Chiridirelles.
Éste rió más aún, y le hizo asomar a las aguas de un pequeño lago que había allí cerca. En ellas, como en un espejo, vio Gotardo al caballero, el galán de Edelina, que salía del castillo acompañado de otros tres. Fuéronse a un claro del bosque, y el ca­ballero se batió con otro, resultando muerto el galán.
Gotardo se horrorizó, de momento; pero en el fondo se alegró de la muerte de aquel hombre que le robaba el amor de Edelina.
Chiridirelles, entonces, volvió a insistir, pregun­tándole si estaba dispuesto a seguir en todo sus ins­trucciones, para obtener como recompensa el amor de Edelina. El pobre giboso no pudo ya resistir más la tentación, y pidió las instrucciones que el diablo tuviera que darle para conseguir a aquella mujer tan codiciada.
Chiridirelles le dijo que Edelina llevaba colgada del cuello una cruz de esmeraldas. Aquella misma noche debía quitarle Gotardo la cruz del cuello y echarla al fuego. Nada más que eso le pedía.
Gotardo así lo prometió, y entonces Chiridirelles lo tocó con su varita, y Gotardo sintió una sensación rarísima por todo su ser. Miró al fondo del lago y se vio convertido en el joven que acababa de morir en el duelo.
Preguntó a Chiridirelles cómo podría llegar hasta Edelina aquella misma noche, y éste le entregó un anillo de oro con una gruesa esmeralda. Era el ani­llo que Edelina había entregado al joven vestido de blanco y azul, y con el cual le serían abiertas todas las puertas del castillo.
Púsose Gotardo el anillo en el dedo, y, loco de ale­gría, fue a dar las gracias al diablo; pero éste ya había desaparecido.
Dirigióse entonces al castillo. Andaba con aire arrogante y, cuando llegó al puente, enseñó al guar­da el anillo de Edelina, y en el acto le abrieron la puerta.
Llegó a su gabinete, y ésta, convencida de que era el joven con quien había bailado toda la noche, le dejó sitio junto a ella en el diván en que se halla­ba descansando.
Mientras hablaban tiernamente, cogióle de una manera disimulada Gotardo la cruz de esmeraldas que llevaba pendiente del cuello con una cadena, y la echó al fuego.
En el mismo instante, un rayo hendió el castillo, que ardió en llamas. Gotardo tomó en sus brazos a Edelina, y la leyenda asegura que pudieron salvarse; pero el palacio fue hundiéndose en la tierra, y en su lugar brotando el agua hasta cubrirlo. Hoy, como hemos dicho al empezar, en el lugar donde se al­zaba la fortaleza hay un estanque, y en los días cla­ros cuenta la leyenda que a través de sus aguas se ven las ruinas del castillo de Edelina de la Selva.

120 anonimo (francia)

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