Ocurrió que en la costa
sur de este país habitaba una bellísima princesa, llamada Barda, que creía que
nadie era bastante bueno para casar con ella. Todos los años los príncipes del
reino iban a su palacio para cortejarla, mas ella siempre se reía y los
despachaba con las manos vacías.
Un día, el príncipe Hakon
Barba Gris se acercó a su palacio para pedir su mano. La primera noche que
Hakon pernoctó en el palacio, la princesa mandó al enano de la corte que cortase
las orejas a los caballos del príncipe, así como las bocas. Al día siguiente,
Barda salió a la puerta para ver cómo el príncipe la recogía en su carroza y,
al traerle sus caballos, la princesa soltó una sonora carcajada, cerrando
tras ella la puerta y dejándole solo.
Hakon se fue avergonzado
y se dijo que no la perdonaría, y que ella sería su esposa, con su consentimiento
o sin él.
El tiempo pasó, y un día
se presentó a las puertas de palacio un pordiosero con un rueca de oro. El
pordiosero era Hakon y se sentó ante la ventana del palacio donde habitaba la
orgullosa joven. Al cabo de un rato, se asomó Barda y le preguntó si vendía el
instrumento que llevaba. Hakon, disfrazado, contestó que no; pero, en cambio,
pidió a la princesa que le dejase dormir delante de la puerta de su cuarto.
Barda le preguntó si estaba loco, ya que el Rey, su padre, era la persona más
celosa del mundo, y si supiese que su hija había dejado penetrar a un hombre
dentro del palacio, su vida iba en ello.
El mendigo insistió, y la
damisela, viendo que no había manera, le dejó pasar. Hakon se echó ante las
puertas de su cuarto, pero allá hacia la medianoche empezó a quejarse de frío
que hacía, tiritando de tal manera que Barda tuvo miedo de que su padre se
enterase. Por fin, dejó al mendigo entrar en su cuarto, bajo la condición de
que no metiese ruido. El mendigo se acostó en el suelo y se durmió como un
bendito. Al clarear el día se fue, sin decir nada. Pasaron los días y apareció
el mendigo con un pie para la rueca, que antes había dejado a Barda, siempre
bajo su disfraz. Ella se asomó y le preguntó si estaba en venta, mas él
contestó que no sólo no estaba en venta, sino que no lo daría por nada del
mundo. Ella insistió mucho, y, por fin, quedaron de acuerdo en que él dormiría como
un perro de presa, a los pies de la cama de la princesa Barda.
Poco habría pasado de la
noche, cuando tanto frío le entró al falso mendigo, que empezó a tiritar de tal
manera, que parecía que las murallas del castillo se iban a caer. Barda no
hacía más que implorarle que se mantuviese en silencio, pero en vano. Llegó a
tal extremo, que el Rey, su señor padre, se enteró. Al otro día la echó de
casa, pensando cosas terribles de su hija. En esto apareció por allí el mendigo,
y la princesa le imploró que acudiese en su auxilio, puesto que su padre la
quería matar. El mendigo accedió, después de explicarle la dureza de la vida y
de cómo había de trabajar. Barda aceptó todo lo que le decía, con tal de verse
libre de la amenaza de su terrible padre, y partieron juntos.
Fueron pasando campiñas,
palacios, granjas y tierras, y Barda le preguntaba siempre a quién pertenecían,
a lo cual él le respondía siempre lo mismo:
-Esas tierras o palacios
son del príncipe Hakon.
Tristemente, la princesa
le contó al mendigo que ella se podía haber casado con el príncipe, en vez de
haber seguido a un pordiosero.
Finalmente, llegaron a un
palacio hermosísimo, a las puertas del cual se veía una choza. Ella preguntó a
quién pertenecía el palacio, y fue la respuesta como siempre: que era del
príncipe Hakon, y que la choza era la suya.
Allí se introdujo la
joven, cansada de tanto andar, y se durmió tan tranquila.
Al cabo de unos días, el
falso mendigo le dijo que el príncipe la había visto y le había ordenado que se
dedicase a confeccionar, pasteles. Pero la princesa protestó que ella nunca en
su vida había hecho tal cosa, y Hakon la convenció de que no había manera de
salirse de ello, puesto que el príncipe así lo había dispuesto. Barda se puso
el mandil y se dirigió hacia las cocinas del príncipe. Entretanto, éste salió
corriendo y se puso los vestidos de príncipe. Al terminar ella los pasteles,
Hakon salió, adoptó su postura de mendigo y la esperó. Al cabo de un rato,
llegó la princesa Barda, llorando a lágrima viva, ya que el principe la había
cogido robando los pasteles para su marido. Pasó más tiempo, y Hakon la mandó
que fuese al palacio para ayudar a hacer salchichas; pero la pobre princesa
protestó que ella nunca en su vida había ayudado a fabricar salchichas. Sus ruegos
se los podía haber ahorrado: Hakon siguió impertérrito, y Barda tuvo que salir
para ayudar a la elaboración de salchichas.
Al terminar la jornada,
el príncipe descendió por las escaleras, para ver si alguna de sus criadas
había robado algo, y al registrar a Barda le encontró los bolsillos llenos de
salchichas. Tal escándalo armó, que todo el mundo lo supo y la princesa se fue
cabizbaja y cubierta de vergüenza a su casa, donde la esperaba el mendigo. Al
llegar allí, se lo echó en cara, diciéndole que no la obligaba más que a hacer
cosas malas. Hakon pareció hacer poco caso, y a los pocos días le dijo que el
príncipe había decidido que ella fuese en lugar de la novia, puesto que ésta
estaba enferma. Barda estaba asustada y dijo que ella ya no tenía más que
harapos y que cómo se iba a presentar en palacio, pero su marido le respondió
que el príncipe lo había ordenado y que así tenía que ser.
Barda salió para el
palacio, llena de vergüenza, y cuando llegó se encontró los mejores sastres,
que la vistieron como otra princesa no se había vestido nunca.
Cuando la ceremonia
religiosa se había celebrado, estaba bailando con el príncipe, y al mirar por
la ventana observó que la cabaña estaba ardiendo, y dando un grito de espanto,
dijo:
-¡La cabaña está ardiendo
y mi marido está dentro!
Y cayó al suelo.
El príncipe Hakon la
cogió en brazos y le dijo:
-No te inquietes; el
príncipe está aquí, y deja que la cabaña arda...
La princesa Barda le
reconoció, y desde entonces vivieron felices muchos años.
132. anonimo (suecia)
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