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martes, 4 de septiembre de 2012

Maritana

Los Tercios españoles habían entrado en Nápoles y librado de los infieles a la ciudad. Pero habían sa­queado todo de tal manera, que los habitantes tem­blaban, aterrorizados, cuando veían a las tropas penetrar en sus hogares o acercarse a sus mujeres.
Un capitán del Tercio pasaba por una calle de Nápoles, cuando oyó gritos de mujer pidiendo soco­rro. Acudió inmediatamente y, desenvainando su espada, luchó con tres soldados de su propio Tercio, que estaban atropellando a una hermosa muchacha.
Ésta quedó en el suelo, desmayada. Recogióla el joven capitán y la llevó hasta su casa.
Hicieron amistad ambos jóvenes, y pronto Mari­tana, que así se llamaba la muchacha, accedió a los requerimientos amorosos del capitán, quedando convenido que, al terminar la guerra, cuando él pu­diera dejar el Tercio y volver, se casarían.
Pasaron semanas y meses, y todos los días los enamorados se entrevistaban, creciendo el amor que mutuamente se habían jurado.
Llegó el momento de la separáción, y Maritana entregó al capitán una sortija, en promesa de matri­monio, y él a ella una pulsera de oro. Mutua-mente se juraron fidelidad, y ella prometió que no se casa­ría con otro hombre más que con él, asegurando el capitán que tampoco él dejaría de acudir, en cuanto terminara la guerra, para cumplir la promesa de matrimonio que le había dado.
Pasó mucho tiempo, y un anochecer llamó el ca­pitán a la casa de Maritana. La guerra había termi­nado, y acudía, alegre y seguro del amor de la joven, a cumplir la promesa que le había hecho.
Largo rato estuvo esperando que su amada abriera la puerta, y, al ver que continuaba cerrada, llamó más fuerte. También esta vez la llamada quedó sin contestación. Impaciente, el capitán llamó a la casa de enfrente, que habitaba una anciana, amiga de Maritana.
La vieja se asomó a la ventana y, al ver al capitán, dijo con voz ahogada por los sollozos que Maritana había muerto: aquella misma noche la habían en­terrado.
Consternado, el joven echó a andar sin rumbo fijo. Así salió a las afueras de la ciudad, sin darse cuenta exacta del lugar donde se encontraba.
De pronto, le pareció oír cantos fúnebres, y se en­contró delante de una extraña capilla que no recor­daba haber visto antes. Atraído por las voces, pe­netró en ella y la sangre se le heló en las venas.
Las paredes estaban cubiertas de esqueletos, el pavimento era de cráneos, los altares estaban soste­nidos por tibias. Todo era tan lóbrego y sombrío, que el capitán, que siempre había sido valeroso, temblaba como un azogado.
Iba ya a salir de la capilla, cuando vio aparecer un cortejo fúnebre, compuesto de esqueletos revestidos de sobrepelliz, alum-brándose con cirios, que daban un siniestro reflejo a sus calaveras de cuencas vacías y bocas desdentadas. Cuatro esqueletos sostenían en alto un ataúd cubierto de flores.
El capitán, clavado en su sitio, observó, mudo de horror, que el cortejo se dirigía hacia él y que los es­queletos depositaban a sus pies el ataúd. Vio enton­ces que en él estaba tendida, sonriente y hermosa como siempre, su amada Maritana.
Se inclinó para besarla, y a su beso la joven pare­ció despertar de un sueño. Sonriendo, tendió la mano al capitán, que la tomó, temblando de miedo y asombro. Siempre sonriendo dulcemente, la don­cella se levantó del ataúd y señaló al capitán su traje de novia, y llevándole de la mano, le condujo hasta el altar, que estaba ahora profusamente iluminado.
Un sacerdote, que era -como todos los demás que allí se movían- un espeluznante esqueleto de cuencas vacías, ofició en la ceremonia, ayudado por dos monaguillos que eran otras tantas calaveras.
Maritana quitó del dedo del capitán el anillo que ella misma le regalara y, depositándolo en la bande­jita para que el sacerdote lo bendijera, presentó des­pués su deliciosa mano a su amado para que coloca­ra en su dedo el anillo de desposada. Hízolo éste, temblando, y bendijo el extraño sacerdote las manos enlazadas. El capitán sentía en la suya, helada, como si fuera de mármol, la de su amada Maritana.
Una vez efectuada la ceremonia, la doncella le tomó nuevamente de la mano y se fue con él hasta el ataúd de donde había salido. Allí le besó con un beso tan frío, que él sintió paralizársele el corazón. Se tumbó luego entre las flores y de nuevo desfiló el cortejo, llevándose el ataúd, y con él a la amada muerta.
Cuando desaparecieron, el capitán echó a correr, como un loco, saliendo de nuevo a la calle, donde si­guió corriendo, sin saber a dónde iba.
Al amanecer, se encontró tendido en el campo, en las afueras de Nápoles, cansado y rendido.
Creyó haber soñado; tenía la sensación de haber sido víctima de una horrible pesadilla... Pero pasó su mano por su frente y le pareció, de pronto, que algo le faltaba... ¡El anillo que pusiera en su dedo Maritana el día en que se separaron había desapa­recido!

112 anonimo (italia)

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