Los Tercios españoles
habían entrado en Nápoles y librado de los infieles a la ciudad. Pero habían saqueado
todo de tal manera, que los habitantes temblaban, aterrorizados, cuando veían
a las tropas penetrar en sus hogares o acercarse a sus mujeres.
Un capitán del Tercio
pasaba por una calle de Nápoles, cuando oyó gritos de mujer pidiendo socorro.
Acudió inmediatamente y, desenvainando su espada, luchó con tres soldados de su
propio Tercio, que estaban atropellando a una hermosa muchacha.
Ésta quedó en el suelo,
desmayada. Recogióla el joven capitán y la llevó hasta su casa.
Hicieron amistad ambos
jóvenes, y pronto Maritana, que así se llamaba la muchacha, accedió a los
requerimientos amorosos del capitán, quedando convenido que, al terminar la
guerra, cuando él pudiera dejar el Tercio y volver, se casarían.
Pasaron semanas y meses,
y todos los días los enamorados se entrevistaban, creciendo el amor que
mutuamente se habían jurado.
Llegó el momento de la
separáción, y Maritana entregó al capitán una sortija, en promesa de matrimonio,
y él a ella una pulsera de oro. Mutua-mente se juraron fidelidad, y ella
prometió que no se casaría con otro hombre más que con él, asegurando el
capitán que tampoco él dejaría de acudir, en cuanto terminara la guerra, para
cumplir la promesa de matrimonio que le había dado.
Pasó mucho tiempo, y un
anochecer llamó el capitán a la casa de Maritana. La guerra había terminado,
y acudía, alegre y seguro del amor de la joven, a cumplir la promesa que le
había hecho.
Largo rato estuvo
esperando que su amada abriera la puerta, y, al ver que continuaba cerrada,
llamó más fuerte. También esta vez la llamada quedó sin contestación.
Impaciente, el capitán llamó a la casa de enfrente, que habitaba una anciana,
amiga de Maritana.
La vieja se asomó a la
ventana y, al ver al capitán, dijo con voz ahogada por los sollozos que
Maritana había muerto: aquella misma noche la habían enterrado.
Consternado, el joven
echó a andar sin rumbo fijo. Así salió a las afueras de la ciudad, sin darse
cuenta exacta del lugar donde se encontraba.
De pronto, le pareció oír
cantos fúnebres, y se encontró delante de una extraña capilla que no recordaba
haber visto antes. Atraído por las voces, penetró en ella y la sangre se le
heló en las venas.
Las paredes estaban
cubiertas de esqueletos, el pavimento era de cráneos, los altares estaban sostenidos
por tibias. Todo era tan lóbrego y sombrío, que el capitán, que siempre había
sido valeroso, temblaba como un azogado.
Iba ya a salir de la
capilla, cuando vio aparecer un cortejo fúnebre, compuesto de esqueletos
revestidos de sobrepelliz, alum-brándose con cirios, que daban un siniestro
reflejo a sus calaveras de cuencas vacías y bocas desdentadas. Cuatro
esqueletos sostenían en alto un ataúd cubierto de flores.
El capitán, clavado en su
sitio, observó, mudo de horror, que el cortejo se dirigía hacia él y que los esqueletos
depositaban a sus pies el ataúd. Vio entonces que en él estaba tendida,
sonriente y hermosa como siempre, su amada Maritana.
Se inclinó para besarla,
y a su beso la joven pareció despertar de un sueño. Sonriendo, tendió la mano
al capitán, que la tomó, temblando de miedo y asombro. Siempre sonriendo
dulcemente, la doncella se levantó del ataúd y señaló al capitán su traje de
novia, y llevándole de la mano, le condujo hasta el altar, que estaba ahora
profusamente iluminado.
Un sacerdote, que era
-como todos los demás que allí se movían- un espeluznante esqueleto de cuencas
vacías, ofició en la ceremonia, ayudado por dos monaguillos que eran otras
tantas calaveras.
Maritana quitó del dedo
del capitán el anillo que ella misma le regalara y, depositándolo en la bandejita
para que el sacerdote lo bendijera, presentó después su deliciosa mano a su
amado para que colocara en su dedo el anillo de desposada. Hízolo éste,
temblando, y bendijo el extraño sacerdote las manos enlazadas. El capitán
sentía en la suya, helada, como si fuera de mármol, la de su amada Maritana.
Una vez efectuada la
ceremonia, la doncella le tomó nuevamente de la mano y se fue con él hasta el
ataúd de donde había salido. Allí le besó con un beso tan frío, que él sintió
paralizársele el corazón. Se tumbó luego entre las flores y de nuevo desfiló el
cortejo, llevándose el ataúd, y con él a la amada muerta.
Cuando desaparecieron, el
capitán echó a correr, como un loco, saliendo de nuevo a la calle, donde siguió
corriendo, sin saber a dónde iba.
Al amanecer, se encontró
tendido en el campo, en las afueras de Nápoles, cansado y rendido.
Creyó haber soñado; tenía
la sensación de haber sido víctima de una horrible pesadilla... Pero pasó su
mano por su frente y le pareció, de pronto, que algo le faltaba... ¡El anillo
que pusiera en su dedo Maritana el día en que se separaron había desaparecido!
112 anonimo (italia)
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