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miércoles, 5 de septiembre de 2012

El tejedor y el estudiante

Una noche de julio, allá por el año de gracia de 1693, el tejedor Juan Martínez cantaba coplas de ronda a Ma­ría, bella muchacha morena que le tenía sorbido el se­so. Pero como la muchacha, después de haber cambia­do con él algunas palabras en un baile, no quiso vol­ver a verle, el mozo ponía en sus coplas frases alusivas a su desdén.
Aquella noche estaba María en su casa con su ma­dre, mujer de aspecto hombruno, a la que su marido, al morir, no había dejado mal acomodada.
Cuando la madre de la muchacha oyó las coplas del rondador, preguntó a su hija si correspondía al cariño del mozo. La joven contestó negativamente. Y enton­ces la mujer, molesta por las palabras mordaces que el tejedor tenía para el desprecio de su hija, decidió ha­cerle callar de una vez, y cogiendo un barreño lleno de agua, lo tiró a la cabeza del mozo y aun le amenazó con denunciarle al alcalde.
Juan Martínez, al recibir la inesperada ducha de agua fría, dejó de cantar y se retiró hacia su casa, mas sin dejar de pensar en la bella joven.
María tenía, con todo, motivos para no correspon­der al cariño del tejedor.
Una vez, con motivo de las fiestas de Granada, fue a un baile que hicieron en su barrio y allí conoció al estudiante don Luis de Arias, hijo de un oidor de la Chancillería.
Ambos jóvenes se enamoraron, y desde entonces nin­guno de los dos dejó de pensar en el otro.
Cuando llegó Juan Martínez a su casa, se quejó del desprecio de que le hacía objeto la muchacha a uno de sus amigos y éste le preguntó si estaba seguro de que el corazón de la chica no estaba ocupado por ningún rival. Aquello abrió los ojos al tejedor, y a partir de aquel día no cesó de espiar la casa de María; si él no podía estar por sus alrededores, dejaba en su lugar a un muchacho. Y así pudo enterarse un día de que un embozado, con más trazas de hidalgo que de villano, se había detenido junto a la casa de la muchacha.
Al asomarse ella a la ventana, él le había tirado un ramo de claveles con una nota. Poco después el caba­llero desaparecía de allí.
Juan Martínez no quiso saber más; con el corazón henchido de ira, decidió vengarse de la joven matando al caballero.
Mientras tanto, los amores de María y Luis fueron progresando. La muchacha contó a su madre lo que sentía por el estudiante y cómo era correspondida por él. La madre, tras enterarse de la posición del joven y ver que era muy superior a la suya, decidió arreglar el matrimonio.
Para ello se fue un buen día a la casa del oidor, pa­dre de don Luis, y tal maña se dio para lograr lo que se proponía, que el matrimonio quedó concertado en­tre los novios, a pesar de la desigual condición de ambos.
Desde entonces, don Luis acompañaba a su prome­tida a todas partes.
Ya se habían dicho las primeras amonestaciones, cuando una noche, al despedirse los jóvenes, María ad­virtió a su amante que no volviera solo a su casa; la noche era oscura y la calle estaba solitaria. Temía que pudiera ocurrirle algún mal; parecía que un extraño pre­sentimiento así se lo anunciara, y ofreció al caballero que le acompañaran dos de los mozos del servicio de su madre. El joven hidalgo rechazó tal oferta y procu­ró tranquilizarla. No podía ocurrirle nada, y si alguien le salía al paso, llevaba una buena espada para defen­derse.
Dichas estas palabras, se despidió de su novia, y a continuación María pudo oír cómo resonaban sus pa­sos en la calleja, hasta que poco a poco se fue alejan­do de su vista. Entonces, obsesionada con la idea de que algún peligro le amenazaba, corrió tras él, dispuesta a socorrerle en lo que pudiera pasarle.
Don Luis caminaba tranquilamente, cuando al ir a doblar la esquina de cierta calle, escuchó un rumor de alguien que parecía seguirle. Se volvió, y pudo ver có­mo se le iban acercando cinco hombres armados. Com­prendió el peligro que le amenazaba y se guareció ba­jo una puerta, en cuyo dintel se veía un altarcito de la virgen, alumbrada por un farolillo y hacia cuya ima­gen tenían gran devoción las mujeres que iban a un la­vadero que estaba allí cerca.
Los cinco hombres armados se fueron acercando a don Luis. Al frente de ellos iba el tejedor Juan Martí­nez, dispuesto a tomar su venganza.
El estudiante se dispuso a vender cara su vida. Ya se habían cruzado las espadas, cuando apareció Ma­ría, que al contemplar la escena y darse cuenta del pe­ligro que corría su novio, invocó en su auxilio a la vir­gen, pidiéndole con todo fervor que salvara a su amante de tan crítica situación. En aquel momento la débil luz del farolillo que alumbraba a la imagen de la virgen se hizo resplandeciente y dio de lleno en los rostros de los atacantes, tiñén-doles de un extraño color verdoso.
Los mozos, espantados, huyeron más que aprisa, abandonando las armas con que atacaran al joven es­tudiante. Éste fue hacia María, que se había desmaya­do, y con ella en brazos se dirigió a su casa.
Cuando la muchacha volvió en sí, dieron juntos gra­cias a la virgen y pocos días después se celebraba su matrimonio.
Del tejedor nada volvió a saberse. Algunos dijeron que se fue para América.
Aquel suceso se divulgó pronto entre la gente de Gra­nada, y desde entonces creció en aquel lugar la devo­ción a la Virgen del Lavadero.

099. anonimo (andalucia)

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