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miércoles, 5 de septiembre de 2012

El abencerraje y jarifa

Cabalgaba por los campos de Antequera el alcaide de esa ciudad y de Alora, Rodrigo de Narváez, acom­pañado de un grupo de sus caballeros. Habían salido a recorrer las vegas, en prevención de que algún grupo moro intentase talar los campos. Nada habían encon­trado, y regresaban ya a la ciudad cuando, de pronto, uno de los caballeros advirtió que a lo lejos se divisa­ban algunos jinetes que, por las vestiduras, semejaban ser musulmanes.
Picaron espuelas los cristianos y se dirigieron con­tra los jinetes sospecho-sos. Eran, en efecto, moros de Granada, que al verse atacados se defendieron con gran fiereza; mas de nada les valió su valentía, pues al fin hubieron de declararse vencidos y entregarse prisioneros.
Rodeados por los caballeros de Rodrigo de Narváez, fueron conducidos por el camino que llevaba a la ciudad.
El alcaide observó que de entre los cautivos desta­caba uno por la riqueza de sus vestiduras, por la ga­llardía de su presencia y también por el semblante do­lorido que tenía. Y acercándose a él, le dijo:
-No habéis de poner tan mal semblante. En esta vi­da nuestra de algaras y luchas, unas veces toca vencer y otras ser vencido. Y aún más: vuestro honor ha que­dado a salvo, porque tanto vos como los vuestros ha­béis luchado como valientes guerreros.
Mas el moro no contestó nada, sino que suspiró pro­fundamente. De nuevo insistió Narváez en dar ánimos a su vencido enemigo, hasta que al fin éste le contestó:
-No lamento mi cautiverio, sino la suerte infeliz de mis ilusiones. Mi nombre es Abindarráez y soy de la raza de los Abencerrajes. Durante mi infancia fui cria­do en Cártama, viviendo en la casa del alcaide de la ciudad. Tenía ese alcaide una hija, Jarifa, con la que compartí mis juegos infantiles. Con los años, Jarifa fue haciéndose una dulce y hermosísima muchacha, y nues­tro cariño de niños se hizo pasión de amantes. Pero cuando creíamos que era llegada la hora de nuestro en­lace, el rey ordenó que el padre de Jarifa pasase a Coín, y yo quedé solo y lleno de tristeza en Cártama. Hace unos días llegó a mi casa un mensajero de Jarifa, di­ciéndome, de parte suya, que me esperaba en Coín pa­ra que nos casásemos en secreto. Figuraos cuál sería mi júbilo al saber que por fin iba a terminar nuestra separación. Vestí mis mejores ropas, escogí mi mejor caballo y, acompañado de unos amigos y criados, partí para Coín. Pero ¡ay, qué vanamente tejemos ilusiones! El encuentro con vosotros, la lucha y mi vencimiento hacen imposible, una vez más, que pueda realizar-se lo que Jarifa y yo deseamos. Ahora, ella esperará en va­no, y la deses-peración, al creerme muerto, la matará. Ved si no es causa suficiente todo esto para que mi áni­mo esté sombrío y triste.
Narváez, emocionado ante la desdicha de su prisio­nero, tomó la decisión de remediarla en lo que pudie­ra, y le dijo:
-No hay que acatar los fallos de la fortuna cuando pueden repararse. Veo que sois de noble sangre, y quie­ro poner mi fe en vos. Os doy libertad para que vayáis a Coín a encontraros con vuestra amada, y después ha­bréis de regresar a nuestro campo para entregaros como cautivo.      
Inmensa fue la alegtía de Abindarráez, que descendió del caballo y quiso echarse a los pies de Rodrigo de Narváez, lo que impidió éste, exhortándole a que marchara al punto. Así lo hizo el moro, y cabalgando a todo galope, llegó a Coín, en donde Jarifa ya espe­raba, presa de la mayor impaciencia.
Le contó lo sucedido, y, una vez que celebraron sus esponsales, salieron ocultamente en dirección a Alora.
No como cautivos, sino como huéspedes, recibió Ro­drigo de Narváez a Jarifa y Abindarráez.
Todos los cristianos estaban admirados de la belle­za, la discreción y el encanto de Jarifa, y la apostura y nobleza del joven abencerraje. Éstos temían aún el castigo del padre de la doncella, al que suponían irri­tado por la unión y la fuga de los amantes. Así que Narváez mandó mensajeros al rey de Granada, rela­tándole todo el caso y pidiéndole que interpusiera su influencia cerca del alcaide de Coín para que perdona­ra a su hija.
El rey moro, conmovido y llevado por su cariño a Abindarráez, ordenó al padre de Jarifa que se presen­tase ante él, y le pidió que concediera su perdón a los fugitivos. El perdón fue concedido y comunicado a los mensajeros de Narváez.
Juntos estaban los amantes en el jardín del alcaide de Alora, meditando lo que les reservaría el porvenir, cuando Rodrigo, con el semblante muy alegre, llegóse a ellos para decirles:
-Han venido cartas de Granada por las que estáis perdonados. Yo no quiero ser menos generoso, y os concedo la libertad. Podéis marchar en cuanto mis hombres os preparen caballos y escolta.
Abindarráez y Jarifa, con los ojos llenos de lágri­mas, besaron las manos del generoso alcaide, agrade­ciéndole todo lo que por ellos había hecho. Y una vez que fueron despedidos por todos los que habían que­dado prendados por su juventud y belleza, marcharon hacia Coín, acompañados y agasajados por Narváez y sus caballeros hasta la misma frontera.
Días después llegaron unos emisarios de Abindarráez trayendo a Narváez seis mil escudos y unos hermosísi­mos caballos; presentes que el moro hacía a su vence­dor y libertador. Mas Rodrigo, galantemente, rehusó el rescate y el obsequio, mandando a los moros que se lo llevasen de nuevo y diciendo que él no acostumbra­ba robar damas, sino servirlas y honrarlas.

099. anonimo (andalucia)

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