Junto a los múltiples y
diversos edificios que constituyen el antiguo alcázar de los reyes de Taifas
granadinos, se alza un palacio cristiano, espléndido por su bella y noble
traza; es el palacio del emperador, mandado construir por Carlos V. En su
majestuosidad, parece querer igualar a las filigranas de la arquitectura árabe
o, más aún, sobrepujarlas. Sin embargo, tan hermosa mansión está sin terminar.
Cuenta la tradición que,
enamorados Carlos V y su esposa la reina doña Isabel de Portugal de tan bello
lugar, quisieron dejar allí una casa propia, dispuesta para los pocos momentos
de descanso que los muchos quehaceres del reinar y gobernar tan inmensos
territorios les permitieran.
Pero, a pesar de este
deseo regio, no se consiguió dar fin a la obra; parecía como si sobre ella
pesara alguna maldición. Y, en efecto, no sólo era una maldición, sino muchas:
las de todos los musulmanes arruinados por su causa.
Entre las muchas órdenes
dadas por los reyes, fue prohibido el uso del traje árabe. El efecto causado
por tal disposición, una vez que fue conocida por todos, no pudo ser mayor, al
mismo tiempo que los sumió en una inmensa tristeza.
De todo lo ordenado, lo
que les hería más, y que admitirlo significaba deshonrarse, era el no poder
vestir a la usanza mora, tal como se venía haciendo desde sus más antiguos
antepasados. ¿Cómo conseguir su anulación? Vivía entre la población musulmana
un anciano venerable, respetado y considerado entre ellos como un jefe. Se
llamaba Abul-Aswad y poseía una gran fortuna. Su hija, Haraxa, era la más
bella entre todas las bellas y prometida del valiente y gallardo Abd-el-Melek.
La boda iba a realizarse
en breve y los dos jóvenes esperaban impacientes su fecha.
Por entonces tuvo lugar
la promulgación de la orden por el emperador y ello deshizo la felicidad de esta
familia.
Consultado y estudiado el
caso por Abul-Aswad, se determinó, cómo último recurso, entregar al emperador
todas sus riquezas. Abul-Aswad iría como embajador, presentándolas y dándole
cuenta de su misión. Inmediatamente después se asomaría al mirador de la plaza
de los Aljibes. Si había tenido éxito su embajada, aparecería con el turbante:
ello significaba la miseria para todos y, por consiguiente, la imposibilidad
de la boda de su hija; pero, a pesar de todo, también significaría seguir
llevando aquellas ropas sagradas y con las cuales permanecerían siendo dignos
sucesores de Mahoma. Si la propuesta había sido rechazada, llevaría quitado el
turbante: su hija podría contraer matrimonio; pero no sería ya una musulmana,
como lo habían sido su madre y todos los suyos.
El plan fue realizado tal
como se había pensado. Recibido Abul-Aswad por el emperador, consideró éste
que el castigo que los árabes se infligían a sí mismos ya era suficiente:
pobreza absoluta y, además, por otro lado, sus ojos no pudieron por menos de
alegrarse al contemplar tanto oro y pensar en el soñado palacio. ¡Sería para su
construcción!
La orden fue revocada y
Abul-Aswad, entristecido hasta el alma, pensando en su adorada hija, se asomó
al mirador de los Aljibes, parándose un rato y dejando que el aire, agitara el
largo velo de su turbante. Inmediatamente después salía para su casa; parecía
que los pies no le querían llevar, tanto temía el encuentro con Haraxa y
Abd-el-Melek.
Pero antes de llegar
salieron a su encuentro algunos amigos, que le contaron lo que había sucedido.
Abd-el-Melek, no pudieron
resignarse a perder a su bien amada, se había dado muerte, y Haraxa, al verlo,
había perdido la razón. Era ahora ella la que venía corriendo, con los cabellos
sueltos y desordenados.
-¡Padre mío, corre,
corre! ¡Vamos a casarnos Melek y yo! ¡Anda! ¡No te detengas, es preciso que
vengas a las bodas!
¡Pobre loca! Todo esto le
costó al viejo Abul-Aswad la fidelidad a sus mayores.
Poco tiempo después se
empezó la construcción del palacio. En torno a él vaga siempre, como alma en pena,
un viejecito andrajoso que apenas puede mantenerse en pie. Parece representar
toda la pobreza de su pueblo.
Y, sin embargo, no hubo
dinero bastante para terminarlo. Estaba mojado en demasiadas lágrimas, y se
deshizo.
099. anonimo (andalucia)
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