Fernán Alfonso de Córdoba
era el caballero más importante de esta ciudad; sus riquezas y su amistad con
el rey don Juan le daban una posición ventajosa en la corte. Estaba casado con
doña Beatriz de Hinestrosa, mujer joven y de extraordinaria belleza. Amaba a su
mujer como el día de la boda y era ella la única que hacía brotar de su
carácter duro y feroz las fuentes de ternura y dulzura. Envidiábanla todas las
damas de Córdoba por su hermosura, por el amor de su esposo y, sobre todo, por
su vida regalada y lujosa.
Un solo deseo no había
conseguido el feliz matrimonio: tener hijos, y ésta era la sombra que
enturbiaba su felicidad. Hicieron todo lo posible por tenerlos: desde
fervientes votos y funciones esplendorosas a la virgen hasta conjuros profanos
de vagabundos egipcios y sortilegios de hechiceros árabes de Granada. Pero todo
fue inútil.
Fernán Alfonso esperaba
siempre, confiando en su amor y en la naturaleza antes que en doctores y brujos,
y, enseñoreada esta idea en su razón, se le hizo la corte tan insoportable,
pensando que su poder y su gloria se enterrarían con él, que decidió
despedirse de la corte y refugiarse en Córdoba con su mujer, alejados de todo.
El rey, al despedirse, le
regaló un anillo primorosamente labrado, en premio a su fidelidad, que don Alfonso
entregó inmediatamente a su mujer.
Al poco tiempo de su vida
retirada, fueron a visitarlos sus primos, los comendadores don Fernando y don
Jorge de Córdoba, jóvenes apuestos y cortesanos, y de tan extraordinaria
semejanza, que incluso su padre no acertaba a distinguirlos.
Doña Beatriz se dedicó a
agasajarlos y festejarlos, como corres-pondía a la familia de su esposo. Los
banquetes se sucedían a cual más espléndido, todos presididos por doña
Beatriz, más hermosa que nunca. Don Jorge, el comendador, no podía quitar los
ojos de ella, deslumbrado por su belleza.
Los comendadores quedaron
una temporada en la ciudad y seguían frecuentando la casa, donde eran siempre
muy bien recibidos. Pero necesitando el Ayuntamiento de Córdoba elevar una
petición al rey, se decidió que el más apropiado para hacerlo, por su categoría
y favor con él, era don Fernán Alfonso.
A pesar de la pena que le
causaba el abandonar a su mujer, aceptó el encargo y partió entristecido, confiando
en la lealtad y honor de sus primos, que quedaban con el encargo de cuidar de
doña Beatriz.
La ausencia se prolongó
más de lo esperado. Las cartas de su esposa mitigaban algo la tristeza de la
separación, pues veía latir en ellas todo el amor que le profesaba.
Al cabo de tres meses
empezaron a no ser tan frecuentes y, en cambio, las de su fiel criado Rodrigo
menudeaban, pidiéndole que regresara.
Un día recibió la visita
de su primo el comendador, que venía de Córdoba para visitar al rey.
Hablaron alegremente de
doña Beatriz, y don Fernán se sentía dichoso de poder recordar su vida
cordobesa.
Marchó don Jorge a besar
la mano del rey, y al poco rato llegó un emisario del monarca, que ordenó a
don Fernán que se presentase inmediatamente. Chocó al caballero la urgencia del
mandato, y fue presto a su presencia. Lo encontró enojado y al preguntarle la
causa, don Juan contestó que le creía fiel vasallo suyo y que sus dones y
regalos significarían algo para don Fernán. Éste no entendía nada de lo que
pasaba, y así se lo contó. El monarca, entonces, le dijo que acababa de ver en
la mano del comendador el anillo que le regalara al despedirse de la corte, y
no le dolía por su deslealtad, sino por el desengaño que suponía, ya que lo
quería bien.
Fernán Alfonso, ahogado
de ira y con el infierno en su corazón, sólo pudo decir que guardaba su anillo
al par que su honra y que perder el anillo era señal de haber perdido su
honra. Y pidió licencia al rey para recuperar ambas cosas. Concedióselo el
rey, comprendiendo vagamente que algo anormal pasaba, y, solo y desesperado,
marchó don Fernán camino de su hogar. Llegó sin aliento y destro-zado. Doña
Beatriz le esperaba más bella y amorosa que nunca.
Dudó el caballero de que
fuera verdad tal afrenta y decidió esperar para convercerse por sí mismo de si
existía tal villanía.
La alegría reinaba en la
casa; todo eran risas y canciones, y don Fernán, intranquilo, pensaba si su mujer
podría tener tanta hipocresía.
Al amanecer marchó al
jardín, donde le esperaba su fiel criado Rodrigo. Y le contó la terrible
verdad: doña Beatrizz y su primo se amaban. La cólera y la rabia devoraban el
alma del caballero, que juró vengar su afrenta. Y aquella misma noche organizó
una partida de caza para probar a sus primos. Efectivamente, ninguno de los
dos quisieron ser de la partida, pretextando quehaceres urgentes en la ciudad.
Simuló entonces que partía solo y los dejó en libertad.
En cuanto marchó,
reuniéronse en el cuarto de doña Beatriz los dos comendadores, con ella y una
de sus más bellas doncellas; cenaron y bailaron alegremente al son del laúd,
que tocaba maravillosamente don Jorge.
Mientras tanto, don
Fernán se arrastraba por el jardín, espiando sus acciones. Cuando hubo acabado
la reunión y se separaron ambas parejas, entró en el cuarto donde estaban los
dos amantes. Loco de rabia, se lanzó sobre doña Beatriz, clavándole un puñal en
el pecho. Don Jorge corrió en busca de su espada; pero la furia de don Fernán
era mucho más veloz y le mató antes de que pudiera defenderse. Después huyó con
su criado, para tratar de olvidar su horrible desgracia, a un lugar solitario y
lejano.
-Enterado el rey don Juan
de lo ocurrido, y a petición de la ciudad de Antequera, en cuyo cerco había
peleado bravamente don Fernán, le conceció el indulto. Pero el caballero no
quiso aparecer nunca más en la corte ni en lugar alguno y no se supo jamás qué
fue de él.
099. anonimo (andalucia)
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