En Almería habitaba don
Antonio Acevedo, acaudalado y noble caballero que, casado con doña Victoria,
tuvieron una hija, a quien pusieron el nombre de la madre. Esta niña, al
crecer, llegó a ser una maravillosa muchacha.
Tuvo la desgracia de
enamorarse perdidamente de un joven llamado Florencio de Granada, de noble abolengo
también, pero cuya familia era enemiga mortal de la suya, por lo que los
jóvenes no se atrevieron a descubrir aquel amor a sus padres, y lo ocultaban como
un avaro oculta su tesoro ante el miedo de perderlo, y lo mantenían en el
mayor secreto.
Los padres de Victoria,
que nada sospechaban de las relaciones de su hija, concertaron su boda con un
poderoso caballero que la solicitaba por esposa, y doblaba en edad a la
muchacha, y comunica-ron a ésta la decisión tomada de casarla con él.
Victoria, no atreviéndose
a una oposición abierta, intentó aplazar el matrimonio, con el pretexto de su
corta edad, y poder mientras comunicárselo a su adorado, para buscar juntos
alguna solución al conflicto.
Mas su prometido estaba
ausente, y con un criado de toda su confianza tuvo que enviarle un mensaje.
Partió veloz el servidor;
pero fue asaltado por unos bandoleros, que le dieron muerte, sin poder llegar a
su destino, evitando así que don Florencio supiera los sufrimientos de su
amada ante la decisión paterna.
El nuevo pretendiente,
deseando desposarse cuanto antes con la bellísima doncella, asediaba a los
padres con sus prisas; ellos se rindieron, al fin, a pesar de los obstáculos
que oponía la hija, y se fijó una fecha próxima para la boda.
De nada le sirvieron a
Victoria todas sus súplicas y llantos. El padre, inflexible, le ordenó en tono
severo que, con lágrimas o sin ellas, sería pronto la esposa de aquel
caballero. Y, horrorizada, vio llegar el día trágico de su boda, y sin la
ayuda de Florencio, se dejó arrastrar hasta el altar, donde se celebró la
ceremonia.
Con angustia resistió las
fiestas y banquetes nupciales, sintiendo que un odio creciente hacia su esposo
se apoderaba de su corazón.
Llegada la noche, y
despedidos los invitados, una doncella le comunicó la vuelta de don Florencio.
Entonces ella concibió la idea de romper como fuera aquella cadena que la
unía para siempre con aquel hombre odiado y escapar con su amor.
Con aparente tranquilidad
entró en su cuarto nupcial, seguida de su esposo, y cuando éste estuvo acostado,
le atravesó el corazón con un puñal, dejándole muerto en el lecho.
Se vistió con todos los
trajes de su esposo, y con todas sus armas, y disfrazada como nadie podía conocerla,
huyó en busca de su amado y, comunicándole su terrible crimen, juntos
intentaron huir a través de las calles. Pero, sorprendidos por la ronda
nocturna, se armó una refriega, de la que pudo escapar la muchacha; pero no
así don Florencio, que quedó prisionero.
Al día siguiente, al
saberse la muerte del caballero, fue acusado también como autor del crimen, que
él no negó, por salvar a su amada.
La muchacha, transida de
dolor, vagó por los campos, hasta que cayó prisionera de unos bandidos, que,
creyéndola un joven escapado de la justicia, le permitieron vivir con ellos,
tomando parte en todos los asaltos con tan increíble valor, que llegó a ser la
admiración de los bandoleros.
Sin más obsesión que
salvar a don Florencio, propuso un día a la partida asaltar la cárcel y
libertar a los condenados a muerte.
Los bandoleros siguieron
al fingido joven y penetraron de noche en la ciudad, llegando a las cercanías
de la cárcel. Allí llamó ella a la puerta, y con sus ricos trajes no despertó
sospechas en los guardia-nes, que la tomaron por un señor principal y le
abrieron las puertas. Al instante acudieron los bandidos, que se abalanzaron
sobre los guardianes de la prisión, los ataron y dieron suelta a todos los
condenados, y, entre ellos, a don Florencio, que se unió a la partida, y
huyeron, no sin incendiar antes el edificio, que quedó envuelto en llamas.
Llegaron salvos a la
guarida de los bandoleros, y los enamorados se sintieron dichosos de poder
estar, al fin, juntos. Pero, pasado el primer momento, aquella vida de farsa
era para los novios un continuo tormento.
Desesperado don Florencio
ante la imposibilidad de casarse ni de satisfacer su amor, intentaba unirse a
ella, a lo que ésta se negaba siempre mientras no estuviesen casados, y, no
pudiendo resistir más, descubrió a uno de la partida el secreto de su novia,
para que le ayudara a sorprenderla. Pero ella se defendió, y, disparando
sobre don Florencio, le dejó muerto.
Alocada por el sufrimiento,
huyó por valles y caminos, sin encontrar guarida, y sintiéndose morir de hambre
y de cansancio, decidió aturdirse en la lucha y buscar la muerte en la guerra.
Se alistó como soldado y marchó en los Tercios de voluntarios a Flandes, donde
admiró a sus compañeros de armas por su valor y heroísmo en el combate,
consiguiendo por ello ascensos y condecoraciones. Pero el capitán del Tercio,
llamado don Anselmo de Torres, entusias-mado con el valor de su soldado y
atraído por su gran simpatía, trabó una estrecha amistad con él, que se
transformó en un gran amor al descubrir su sexo declarándole su pasión. Ella
le rechazó y, al verse descubierta, huyó del campamento. Al punto de partir,
intentó matar al que. sabía su secreto, para que no pudiese revelarlo, y, disparando
contra él, le dejó herido.
Otra vez se encontró sin
rumbo por aquel país y caminó hasta caer desfallecida. Vuelta en sí,
levantando sus ojos al cielo y sintiendo en su conciencia los remordimientos
de sus crímenes, lloró con arrepentimiento.
Se dirigió entonces al
convento de Santo Domingo; llamó a sus puertas y pidió ser oída en confesión.
Horrorizado quedó el fraile ante aquella pecadora, sin saber qué aconsejarle
y le impuso de penitencia vivir en una cueva próxima al convento, sin ver ni
hablar a nadie. Entregada a una rigurosísima penitencia, en expiación de sus
culpas, allí permaneció hasta su muerte.
099. anonimo (andalucia)
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