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miércoles, 5 de septiembre de 2012

La doncella soldado

En Almería habitaba don Antonio Acevedo, acau­dalado y noble caballero que, casado con doña Victo­ria, tuvieron una hija, a quien pusieron el nombre de la madre. Esta niña, al crecer, llegó a ser una maravi­llosa muchacha.
Tuvo la desgracia de enamorarse perdidamente de un joven llamado Florencio de Granada, de noble abo­lengo también, pero cuya familia era enemiga mortal de la suya, por lo que los jóvenes no se atrevieron a descubrir aquel amor a sus padres, y lo ocultaban co­mo un avaro oculta su tesoro ante el miedo de perder­lo, y lo mantenían en el mayor secreto.
Los padres de Victoria, que nada sospechaban de las relaciones de su hija, concertaron su boda con un po­deroso caballero que la solicitaba por esposa, y dobla­ba en edad a la muchacha, y comunica-ron a ésta la de­cisión tomada de casarla con él.
Victoria, no atreviéndose a una oposición abierta, intentó aplazar el matrimonio, con el pretexto de su corta edad, y poder mientras comunicárselo a su ado­rado, para buscar juntos alguna solución al conflicto.
Mas su prometido estaba ausente, y con un criado de toda su confianza tuvo que enviarle un mensaje.
Partió veloz el servidor; pero fue asaltado por unos bandoleros, que le dieron muerte, sin poder llegar a su destino, evitando así que don Florencio supiera los su­frimientos de su amada ante la decisión paterna.
El nuevo pretendiente, deseando desposarse cuanto antes con la bellísima doncella, asediaba a los padres con sus prisas; ellos se rindieron, al fin, a pesar de los obstáculos que oponía la hija, y se fijó una fecha pró­xima para la boda.
De nada le sirvieron a Victoria todas sus súplicas y llantos. El padre, inflexible, le ordenó en tono severo que, con lágrimas o sin ellas, sería pronto la esposa de aquel caballero. Y, horrorizada, vio llegar el día trági­co de su boda, y sin la ayuda de Florencio, se dejó arrastrar hasta el altar, donde se celebró la ceremonia.
Con angustia resistió las fiestas y banquetes nupcia­les, sintiendo que un odio creciente hacia su esposo se apoderaba de su corazón.
Llegada la noche, y despedidos los invitados, una doncella le comunicó la vuelta de don Florencio. En­tonces ella concibió la idea de romper como fuera aque­lla cadena que la unía para siempre con aquel hombre odiado y escapar con su amor.
Con aparente tranquilidad entró en su cuarto nup­cial, seguida de su esposo, y cuando éste estuvo acos­tado, le atravesó el corazón con un puñal, dejándole muerto en el lecho.
Se vistió con todos los trajes de su esposo, y con to­das sus armas, y disfrazada como nadie podía cono­cerla, huyó en busca de su amado y, comunicándole su terrible crimen, juntos intentaron huir a través de las calles. Pero, sorprendidos por la ronda nocturna, se armó una refriega, de la que pudo escapar la mu­chacha; pero no así don Florencio, que quedó prisionero.
Al día siguiente, al saberse la muerte del caballero, fue acusado también como autor del crimen, que él no negó, por salvar a su amada.
La muchacha, transida de dolor, vagó por los cam­pos, hasta que cayó prisionera de unos bandidos, que, creyéndola un joven escapado de la justicia, le permi­tieron vivir con ellos, tomando parte en todos los asal­tos con tan increíble valor, que llegó a ser la admira­ción de los bandoleros.
Sin más obsesión que salvar a don Florencio, pro­puso un día a la partida asaltar la cárcel y libertar a los condenados a muerte.
Los bandoleros siguieron al fingido joven y penetra­ron de noche en la ciudad, llegando a las cercanías de la cárcel. Allí llamó ella a la puerta, y con sus ricos tra­jes no despertó sospechas en los guardia-nes, que la to­maron por un señor principal y le abrieron las puer­tas. Al instante acudieron los bandidos, que se abalan­zaron sobre los guardianes de la prisión, los ataron y dieron suelta a todos los condenados, y, entre ellos, a don Florencio, que se unió a la partida, y huyeron, no sin incendiar antes el edificio, que quedó envuelto en llamas.
Llegaron salvos a la guarida de los bandoleros, y los enamorados se sintieron dichosos de poder estar, al fin, juntos. Pero, pasado el primer momento, aquella vida de farsa era para los novios un continuo tormento.
Desesperado don Florencio ante la imposibilidad de casarse ni de satisfacer su amor, intentaba unirse a ella, a lo que ésta se negaba siempre mientras no estuviesen casados, y, no pudiendo resistir más, descubrió a uno de la partida el secreto de su novia, para que le ayuda­ra a sorprenderla. Pero ella se defendió, y, disparan­do sobre don Florencio, le dejó muerto.
Alocada por el sufrimiento, huyó por valles y cami­nos, sin encontrar guarida, y sintiéndose morir de ham­bre y de cansancio, decidió aturdirse en la lucha y bus­car la muerte en la guerra. Se alistó como soldado y marchó en los Tercios de voluntarios a Flandes, don­de admiró a sus compañeros de armas por su valor y heroísmo en el combate, consiguiendo por ello ascen­sos y condecoraciones. Pero el capitán del Tercio, lla­mado don Anselmo de Torres, entusias-mado con el va­lor de su soldado y atraído por su gran simpatía, tra­bó una estrecha amistad con él, que se transformó en un gran amor al descubrir su sexo declarándole su pa­sión. Ella le rechazó y, al verse descubierta, huyó del campamento. Al punto de partir, intentó matar al que. sabía su secreto, para que no pudiese revelarlo, y, dis­parando contra él, le dejó herido.
Otra vez se encontró sin rumbo por aquel país y ca­minó hasta caer desfallecida. Vuelta en sí, levantando sus ojos al cielo y sintiendo en su conciencia los remor­dimientos de sus crímenes, lloró con arrepentimiento.
Se dirigió entonces al convento de Santo Domingo; llamó a sus puertas y pidió ser oída en confesión. Ho­rrorizado quedó el fraile ante aquella pecadora, sin sa­ber qué aconsejarle y le impuso de penitencia vivir en una cueva próxima al convento, sin ver ni hablar a na­die. Entregada a una rigurosísima penitencia, en ex­piación de sus culpas, allí permaneció hasta su muerte.

099. anonimo (andalucia)

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