Cuando los enanos hacen
algún bien, la persona que lo recibe tiene la obligación de seguir las órdenes
de su bienhechor, ya que esos seres castigan severamente la desobediencia. En
un pueblo cerca de Veurne se celebraba la Kirchweihe , fiesta anual de gran alegría para los
campesinos. A causa de esto, muchos se olvidaron del trigo que estaba maduro en
el campo; pero uno de ellos mandó a todos sus criados y criadas a segarlo. Es
fácil imaginar con qué ánimo salieron del pueblo los servidores y cómo los
entristeció oír, al marcharse, los alegres sonidos del violín y el rumor de los
bailarines. Pero, a pesar de sus ruegos, el dueño se mostró inflexible y no
tuvo compasión de ellos. Los criados no veían más solución que la de obedecer,
a menos que quisieran ser despedidos. ¡Si al menos el campo hubiera sido pequeño
y hubiesen visto una posibilidad de acabar el trabajo antes de la noche,
entonces quizá el disgusto hubiera sido menor! Pero el campo tenía muchas
fanegas, y para acabarlo de segar se necesitaban nada menos que tres días.
Llegados al campo,
cogieron a disgusto sus guadañas y empeza-ron a cortar el trigo perezosamente,
sin ganas y de mal humor; pero no tardaron en dejar caer los instrumentos y se
pusieron a gruñir y a renegar, diciendo que era un pecado enorme estropearles
de esa manera la alegría de la fiesta. De repente, estalló una carcajada cerca
de ellos, y cuando miraron hacia el sitio de donde provenía, vieron un enanito
panzudo, el cual se acercaba tranquilamente hacia ellos, con las manos
cruzadas a la espalda, muriéndose de risa. El capataz de la cuadrilla se
enfureció mucho, levantó amenazadora-mente su guadaña sobre el risueño
hombrecillo, y gritó:
-¡Como no dejes de
reírte, te haré morcillas!
-Hazlo; prueba, si eres
capaz -contestó el enano, retorciéndose de risa-. Te saldría mal, te lo aseguro.
¿Trabajando, en vez de estar en la fiesta? ¡Sois tontos de remate!
Y seguía riéndose,
sujetándose la tripita, para no caer de las carcajadas.
-Sí, sí -contestó el
capataz-; es muy fácil decir eso. Ya preferiría-mos ir al baile y no tener que
segar. Pero el dueño nos lo ha mandado y tenemos que obedecerle, pues, si no,
mañana comere-mos piedra. A ese tío se le ha metido en la cabeza que hay que
cortar el trigo de este campo, y no hay más remedio que ponerse al trabajo,
pues quiere que lo terminemos hoy.
-¡Ay, pues, venga:
hacedlo deprisa! -rió el enano burlonamente.
-Bueno: ¿hasta cuándo te
vas a reír? Es muy fácil decir todo eso que a ti te hace tanta gracia; pero no
hacerlo. ¡Qué sabes tú de esto! ¡Vete y déjanos en paz, que bastante tenemos
para que, encima, vengas a divertirte a costa nuestra!
-Yo os podría demostrar
que entiendo algo de esto -contestó el enanillo. Y mucho más que todos vosotros.
¡Ya lo creo! Si queréis obedecerme, os prometo que todo el campo estará segado
antes de una hora. Y después os podréis ir a bailar.
Los criados rodearon al
enano y le preguntaron ansiosamente:
-¿Qué tenemos que hacer?
¡Oh, dínoslo, buen hombrecito!
El enanito contestó:
-Echaos todos a tierra,
boca abajo, y cerrad los ojos. No levantéis la vista, ni miréis a vuestro
alrededor, pues, de otro modo, os arrepentiréis amargamente. Es todo lo que
tenéis que hacer.
Todos obedecieron
gustosos, y cerraron los ojos con honradez. Pero una moza no pudo resistir su
curiosidad, y levantó la cabeza con disimulo, mirando alrededor. ¿Y qué vio?
Que el hombrecito dio unas palmadas y, de repente, aparecieron corriendo muchos
cientos de miles de enanitos para recibir sus órdenes, porque era el rey de los
enanos. Y,eúando les dio esas órdenes, empezaron, con unas guadañas
chiquitinas, a segar el trigo. Y trabajaron tan bien que, en menos de media
hora, estaba aquello en rastrojos. Únicamente la parte que le correspondía a
la curiosa estaba sin segar, y ningún enano se acercó a ella. El hombrecito
batió de nuevo las palmas, y en un segundo desaparecieron los enanos. Después,
gritó a los hombres:
-¡Levantaos, todo está
listo!
Y todos se levantaron, y
se alegraron muchísimo al ver su trabajo acabado, aunque extrañáronse de que
hubiera quedado un trozo de campo sin segar.
El enanito hizo como si
no lo hubiera notado, y dijo:
-¿Lo hago o no mejor que
vosotros?
-¡Ya lo creo que sí!
-gritaron todos.
Pero la criada les interrumpió:
-¡No os dejéis engañar!
No lo ha hecho él solo. Le han ayudado, por lo menos, cien mil hombrecitos de
su tamaño. Y así, no es nada del otro mundo.
-¡Ajajá! -rió el enanito.
¿Conque has curioseado? Pues entonces siega tú el trozo que han dejado mis
gentes para ti.
Los demás mozos y mozas
se rieron de ella, por su curiosidad, y tuvo que quedarse a segar durante todo
el día. Y lo peor es que apenas adelantaba su trabajo, pues las espigas eran
tan duras como ramas de abedul, y a cada tercer golpe tenía que volver a afilar
la guadaña.
Mientras tanto, los demás
bailaban y cantaban alegremente en el pueblo.
Éste fue el castigo que
tuvo la fisgona, por no obedecer las órdenes del enano.
161. anonimo (belgica)
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