En el siglo XIV Stavoren
era una ciudad magnífica, cuyas soberbias torres y dorados palacios se reflejaban,
orgullosos, en las aguas del Zuiderzee. Un puerto amplio daba acceso desde el
mar a la población. Incesantemente, entraban y salían los buques y bergantines
que desde el lejano Oriente llegaban cargados de especias y ricos productos.
Stavoren vivía opulenta y poderosa, merced a la infatigable actividad de sus
marinos y comerciantes.
Ninguna flota sobrepujaba
en poder a la de la joven Richberta. Numerosos navíos llevaban bajo todos los
cielos la bandera altiva de la hija de Stavoren. El comercio de especias y el
tráfico de perlas y diamantes rendían incalculables ganancias a Richberta. Y
así se explica que sus palacios fuesen los más opulentos de la ciudad, y sus
fiestas alcanzaran un esplendor inigualable. Con su riqueza y poderío corrían
parejas su orgullo y soberbia, que, al fin, fueron causa de su ruina y del
hundimiento de Stavoren.
En cierta ocasión,
Richberta anunció un soberbio festín, al que invitó a los más esclarecidos
ciudadanos y a numerosos magnates flamencos.
Apenas había dado
comienzo el banquete, cuando se presentó un anciano viajero, que llegaba de
lejanas cortes y deseaba admirar el poderío de tan magnífica señora. Halagada
Richberta, le rogó que se sentara entre sus convidados. Aceptó el noble anciano.
Sus extrañas vestiduras orientales producían un bello contraste con los severos
ropajes de los señores flamencos. Durante unos momentos, el viajero esperó
que le fuera ofrecido ritualmente el pan y la sal de la hospitalidad; pero
advirtió, no sin extrañeza, que el pan no figuraba en aquella magnífica y
bien servida mesa.
Y cuando fueron retirados
los manteles, se inició una animada conversación, en la que el oriental respondió
gustoso a la incesante curiosidad de su auditorio. Describió, con noble
elocuencia, cuantas tierras y gentes había conocido y tratado, y, finalmente,
concluyó con un brillante elogio de la magnificencia y buen gusto de
Richberta, agradeciéndole su invitación.
-Mas no deja de extrañarme,
señora -dijo, levantándose, observar que en vuestra mesa falta el mejor y más
indispensable manjar.
Y, sin más comentarios,
saludó y se retiró.
Intrigada Richberta,
consultó inúltilmente a los más sagaces sabios y adivinos. Y envió su flota por
todos los mares en busca de aquel bien inestimable, que ella no poseía. Pasaron
las semanas y los meses; cien navíos recorrían incansables los océanos. El
continuo y fiero golpe de las olas y la acción abrasadora de la sal del mar
agrietaron los poderosos cascos de las naves. Invadidas las bodegas por las
salobres aguas, bien pronto el pan y la harina allí almacenados, corroídos y
enmohecidos, quedaron inservibles.
La tripulación comenzó a
sufrir los efectos del hambre: ni el pescado ni la carne bastaban, sin el pan,
a saciar su necesidad ni a sostener sus fuerzas. Al fin, el capitán, temeroso
de que surgiera un motín, determinó dirigirse al puerto más próximo, en donde
cargaron una buena cantidad de trigo y harina. Se restableció la tranquilidad
y la alegría en la poderosa flota, y los marineros trabajaban y cantaban
alegremente. Los cien navíos, con su carga, bogaron por las tran-quilas aguas
del Báltico, salieron al mar del Norte y se presentaron ante el puerto de
Stavoren. Y el jefe de la flota de Richberta se dirigió al palacio de su señora
y le refirió detalladamente las inciden-cias del viaje.
-Mas todo se puede dar
por bien empleado, pues, al fin, hemos encontrado el bien inestimable que
faltaba en vuestra mesa: es el pan, alimento de ricos y pobres. Y contentos de
poder serviros, hemos cargado vuestros buques con magníficas reservas de trigo
y harina...
No le dejó concluir
Richberta. Irritada ante lo que consideró una estupidez inmediatamente al mar
la dorada carga de los orondos navíos. Nadie consiguió convencerla.
Aquella misma noche, los
hambrientos pobres de Stavoren contemplaron desde el puerto cómo se sumergía
implacablemente en el mar el trigo bendito. Y desde el fondo de sus pobres
espíritus, maldijeron la soberbia de Richberta.
El fondo del mar acogió
la blanda lluvia, y con su limo se mezclaron las semillas doradas. Y, al cabo
de algún tiempo, germinaron. Unos tallos rígidos y duros se abrieron paso a través
del suelo del océano. Crecieron poderosos, y, entre ellos, la arena y el cieno
que arrastraban las olas se amontonaron, y las algas del mar se entretejieron,
hasta constituir un peligroso banco que dificultaba el acceso al puerto de
Stavoren. Los navíos detenidos ante la ciudad hubieron de elegir otro puerto, y
muchos que intentaron forzar la entrada, se hundieron. Poco tiempo después, la
poderosa ciudad de Stavoren, privada de su comercio, se arruinaba.
Y aún fue mayor el
castigo divino. Una noche de tempestad, el mar, espumeante de furia, sacudió el
banco de tallos que cerraba el Zuiderzee, y, ante su ímpetu, cedieron las
arenas y las aguas invadieron la ciudad. La violenta resaca arrastró los
magníficos edificios y las brillantes cúpulas al fondo del mar vengativo. Y
aún hoy los marinos, desde sus buques, contemplan temerosos los torreones y
campanarios sumergidos de Stavoren, la ciudad soberbia.
174. anonimo (holanda)
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