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miércoles, 5 de septiembre de 2012

El mejor de los bienes

En el siglo XIV Stavoren era una ciudad magnífica, cuyas soberbias torres y dorados palacios se reflejaban, orgullosos, en las aguas del Zuiderzee. Un puerto amplio daba acceso desde el mar a la pobla­ción. Incesantemente, entraban y salían los buques y bergantines que desde el lejano Oriente llegaban cargados de especias y ricos productos. Stavoren vivía opulenta y poderosa, merced a la infatigable actividad de sus marinos y comerciantes.
Ninguna flota sobrepujaba en poder a la de la joven Richberta. Numerosos navíos llevaban bajo todos los cielos la bandera altiva de la hija de Stavo­ren. El comercio de especias y el tráfico de perlas y diamantes rendían incalculables ganancias a Rich­berta. Y así se explica que sus palacios fuesen los más opulentos de la ciudad, y sus fiestas alcanzaran un esplendor inigualable. Con su riqueza y poderío corrían parejas su orgullo y soberbia, que, al fin, fueron causa de su ruina y del hundimiento de Stavoren.
En cierta ocasión, Richberta anunció un soberbio festín, al que invitó a los más esclarecidos ciudada­nos y a numerosos magnates flamencos.
Apenas había dado comienzo el banquete, cuando se presentó un anciano viajero, que llegaba de leja­nas cortes y deseaba admirar el poderío de tan mag­nífica señora. Halagada Richberta, le rogó que se sentara entre sus convidados. Aceptó el noble an­ciano. Sus extrañas vestiduras orientales producían un bello contraste con los severos ropajes de los se­ñores flamencos. Durante unos momentos, el via­jero esperó que le fuera ofrecido ritualmente el pan y la sal de la hospitalidad; pero advirtió, no sin ex­trañeza, que el pan no figuraba en aquella magní­fica y bien servida mesa.
Y cuando fueron retirados los manteles, se inició una animada conversación, en la que el oriental res­pondió gustoso a la incesante curiosidad de su au­ditorio. Describió, con noble elocuencia, cuantas tierras y gentes había conocido y tratado, y, final­mente, concluyó con un brillante elogio de la mag­nificencia y buen gusto de Richberta, agradecién­dole su invitación.
-Mas no deja de extrañarme, señora -dijo, le­vantándose, observar que en vuestra mesa falta el mejor y más indispensable manjar.
Y, sin más comentarios, saludó y se retiró.
Intrigada Richberta, consultó inúltilmente a los más sagaces sabios y adivinos. Y envió su flota por todos los mares en busca de aquel bien inestimable, que ella no poseía. Pasaron las semanas y los meses; cien navíos recorrían incansables los océanos. El continuo y fiero golpe de las olas y la acción abrasa­dora de la sal del mar agrietaron los poderosos cas­cos de las naves. Invadidas las bodegas por las salobres aguas, bien pronto el pan y la harina allí al­macenados, corroídos y enmohecidos, quedaron in­servibles.
La tripulación comenzó a sufrir los efectos del hambre: ni el pescado ni la carne bastaban, sin el pan, a saciar su necesidad ni a sostener sus fuerzas. Al fin, el capitán, temeroso de que surgiera un mo­tín, determinó dirigirse al puerto más próximo, en donde cargaron una buena cantidad de trigo y ha­rina. Se restableció la tranquilidad y la alegría en la poderosa flota, y los marineros trabajaban y canta­ban alegremente. Los cien navíos, con su carga, bo­garon por las tran-quilas aguas del Báltico, salieron al mar del Norte y se presentaron ante el puerto de Stavoren. Y el jefe de la flota de Richberta se dirigió al palacio de su señora y le refirió detalladamente las inciden-cias del viaje.
-Mas todo se puede dar por bien empleado, pues, al fin, hemos encontrado el bien inestimable que faltaba en vuestra mesa: es el pan, alimento de ricos y pobres. Y contentos de poder serviros, hemos cargado vuestros buques con magníficas reservas de trigo y harina...
No le dejó concluir Richberta. Irritada ante lo que consideró una estupidez inmediatamente al mar la dorada carga de los orondos navíos. Nadie consi­guió convencerla.
Aquella misma noche, los hambrientos pobres de Stavoren contemplaron desde el puerto cómo se su­mergía implacablemente en el mar el trigo bendito. Y desde el fondo de sus pobres espíritus, maldijeron la soberbia de Richberta.
El fondo del mar acogió la blanda lluvia, y con su limo se mezclaron las semillas doradas. Y, al cabo de algún tiempo, germinaron. Unos tallos rígidos y duros se abrieron paso a través del suelo del océano. Crecieron poderosos, y, entre ellos, la arena y el cieno que arrastraban las olas se amontonaron, y las algas del mar se entretejieron, hasta constituir un peligroso banco que dificultaba el acceso al puerto de Stavoren. Los navíos detenidos ante la ciudad hubieron de elegir otro puerto, y muchos que inten­taron forzar la entrada, se hundieron. Poco tiempo después, la poderosa ciudad de Stavoren, privada de su comercio, se arruinaba.
Y aún fue mayor el castigo divino. Una noche de tempestad, el mar, espumeante de furia, sacudió el banco de tallos que cerraba el Zuiderzee, y, ante su ímpetu, cedieron las arenas y las aguas invadieron la ciudad. La violenta resaca arrastró los magnífi­cos edificios y las brillantes cúpulas al fondo del mar vengativo. Y aún hoy los marinos, desde sus bu­ques, contemplan temerosos los torreones y campa­narios sumergidos de Stavoren, la ciudad soberbia.

174. anonimo (holanda)

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