Hace mucho tiempo, en una
ciudad llamada Bosque del Conde, ocurrió un extraño suceso que asombró al
mundo.
El conde de Holanda tenía
una hija, Machtelt, que casó con el conde de Hermeberg y se marchó a vivir con
su esposo al castillo de éste, muy lejos de su padre.
Era Machtelt trabajadora
y muy altiva, y su corazón era tan frío como sus ojos claros e inexpresivos.
El día lo pasaba en hilar, tejer y cocinar, vigilando su casa con tanto celo,
que nada podía desperdiciarse.
Una mañana en que estaba
hilando afanosamente le anunció el portero del castillo que una pordiosera
con un niño en cada brazo pedía limosna en la puerta del jardín.
Machtelt se levantó
airada y, dejando su rueca, se dirigió hacia el jardín.
-Será una holgazana -dijo.
De lo contrario, no tendría necesidad de pedir. Pero la despacharé de
inmediato.
En la puerta estaba una
pobre mujer, demacrada y cubierta de harapos, con dos niños que lloraban
amargamente.
-Señora -sollozó la
desgraciada, por favor, deme un poco de pan duro. Mis hijos se mueren de
hambre...
-¡Márchate a trabajar,
holgazana! -dijo Machtelt. Gana tu pan y no vengas a pedir el mío.
-Mi marido murió, señora
-respondió la mujer, y mis niños son tan pequeños, que no puedo trabajar.
-¿Qué derecho tienes tú,
una pordiosera, a tener dos niños? -dijo Machtelt, mofándose. Pero la mujer
respondió:
-Señora, son un regalo
del Señor, y yo los quiero con todo mi corazón.
-¡Del Señor! -se burló
Machtelt. ¡Es más probable que te los haya enviado el diablo! Márchate
enseguida de mi puerta, inútil mendiga.
Y diciendo esto, echó de
mala manera a la pobre mujer, sin haberle dado ni una miga de pan.
Entonces, levantando la
mujer sus ojos al cielo, pidió llorando al Señor que, puesto que él le había
enviado sus dos hijos, enviara a la
Condesa trescientos sesenta y cinco: uno por cada día del
año.
Machtelt, convencida de
haber hecho justicia con aquella pordiosera, volvió a sus tareas y no hizo caso
de la maldición de la mujer. Pero a medida que pasaba el tiempo, nacía en ella
la intranquilidad, y sus oídos no cesaban de repetir: «¡Trescientos sesenta y
cinco niños! ¡Trescientos sesenta y cinco niños!».
Al fin, tan inquieta y
apesadumbrada estuvo, que se marchó por una temporada a casa de su padre, a la
ciudad del Bosque del Conde.
Pasado algún tiempo, la
maldición de la pordiosera se cumplió, y un día resplandeciente trajo a
Machtelt, en la ciudad del Bosque del Conde, trescientos sesenta y cinco
niñitos tan lindos y perfectos como los bebés corrientes. Ciento ochenta y dos
fueron niños, y ciento ochenta y tres, niñas.
Machtelt tuvo que
discurrir mucho para buscarles nombres a cada uno de ellos. Al fin, el
sacerdote fue el que decidió: colocándolos a todos juntos sobre la pila
bautismal, les puso a los niños el nombre de Juan, y a las niñas las llamó
Isabel.
Todos los pequeños fueron
criados por numerosas nodrizas, y Machtelt tanto se desveló por ellos, que no
le dio tiempo de desahogar su mal carácter, convirtiéndose en una buena mujer.
161. anonimo (belgica)
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