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sábado, 25 de agosto de 2012

La ofrenda que apagó el fuego de lanín

Un espíritu bondadoso cuida los tesoros de cada montaña. Eso cuentan los mapuches porque saben que el Pillan es el guardián que las protege de cualquier abuso. La cima desierta es la vivienda del Pillan, allí está tranquilo y seguro, nadie se le anima a esas peligrosas cumbres. Siempre atento, baja y recorre todos los senderos, se fija muy bien cómo se encuentran los animales del bosque y también los que viven en la orilla de los lagos o a la entrada de los valles. No puede ir más allá porque en los bordes termina su reino. Cuando todo está en orden nada sucede, las cosas se mantienen en c­alma; cuando algo le molesta al Pillan, cuando alguien osó lastimar a una de sus protegidas criaturas, él se enoja y un terrible viento agita con violencia las ramas más altas de los árboles, el silencio huye y las nubes se reúnen en ronda negra. Si su furia es muy grande, provoca tormentas, derrumbes, erupciones... Los mapuches también saben que tranquilizar a un Pillan, suavizar su furia, implica sacrificios extraordinarios.
En el valle de Mamuil Malal, muchísimo tiempo atrás, vivía la tribu del cacique Huanquimil. El pueblo estaba construido sobre la ladera norte del Lanín, los hombres se sentían protegidos por esa inmensidad de tierra y piedra. Además, la zona resultaba muy frondosa, había animales por doquier.
Cierto día, un grupito de jóvenes cazadores seguía con sumo interés los pasos de un huemul. Sin dudarlo, armados con carcaj y cuchillo, abrigados con mantos de lana y acompañados por sus perros, comenzaron a trepar la ladera. Estaban seguros de que el animal se había ido hacia el torrente.
Más tarde, cansados pero satisfechos por su rapidez, lograron acercarse a la cascada. No era muy caudalosa pero el agua que bajaba desde la cumbre formaba con piedras o ramas caídas pequeños estanques bordeados de musgo y flores. Los furtivos cazadores sabían que el huemul se detendría a beber de esa fuente cristalina. Así que, agazapados, lo aguardaron con paciencia. Casi se exacerban cuando el ciervo llegó al claro y sin percibir el peligro comenzó a beber con tranquilidad. Los muchachos prepararon sus flechas, se dispusieron a disparar, pero la ansiedad de sus perros les jugó una mala pasada: ladraron y espantaron al animal. El huemul corrió velozmente cuesta arriba, buscando la protección de los árboles.
Por supuesto, los jóvenes no se dieron por vencidos sino que comenzaron una dificultosa persecución. Los perros olían aquí y allá el rastro de la futura presa y corrían entusiasmados. Los cazadores se pusieron de acuerdo y subieron por diferentes senderos, para acorralar a la presa. Por momentos, el ciervo se detenía a descansar; si percibía el peligro, volvía a trepar: cuanto más arriba, más seguro estaba.
Sin embargo, la agilidad de los muchachos pudo más y lograron atraparlo. El pobre animal quedó acorralado, sin aliento, contra una de las paredes del Lanín; los felices cazadores, también sin aliento y con el corazón palpitante por todo el esfuerzo realizado, pudieron matarlo fácilmente con sus cuchillos.
Luego de descansar un rato, decidieron descender. Miraron a su alrededor pero nada les era familiar, nunca habían subido tan alto por las laderas del Lanín. La vegetación raleaba, se encontraban en la zona desnuda de la gran montaña, ni siquiera los pájaros se aventuraban hasta allí. Tenían por compañía la soledad, unos pocos huesos blancos y secos de algún animal muerto y el profundo silencio apenas cortado por el látigo de un viento helado que por instantes se empeñaba en generar mayor desolación.
Entonces, añoraron la casa, el fuego encendido y el olor de la carne asada. Esa promesa de bienestar les dio la fuerza suficiente como para iniciar el descenso. Pero no era fácil con un animal tan grande a cuestas, por lo que decidieron desollarlo y deshuesarlo. En ese preciso instante en que empezaron la tarea, el volcán humeó, amenazante. La noche ya quería caer sobre ellos y no habían llegado a hacer un cuarto del camino. Tuvieron que detenerse, nada se veía. Ya acostados, sintieron en sus agotados cuerpos la furia de la montaña a través de sus terribles temblores.
A partir de ese momento todo cambió a la gente de Huanquimil: la alegría cotidiana se volvió angustia y desesperación. El cielo se pobló de un humo negro y espeso y la luz del sol desapareció. La tierra comenzó a calentarse y tembló bajo los pies de los mapuches, los sembrados se cubrieron de cenizas, la comunidad rogó y ofreció sus mejores obsequios a los espíritus, pero de nada sirvió: la furia del Pillan se había desatado.
La machi intentó leer en las cortezas de Coihue qué hacer, cómo ayudar a su pueblo pero las escrituras no se dejaron interpretar. Entonces, como buena sacerdotisa, supo que la única manera de ver la luz era aislándose de su pueblo. Se internó en un refugio para meditar, solo llevó a la grieta un manto para abrigarse y tallos de niolkin para no morir de hambre. Transcurridos dos días volvió de su retiro apesadumbrada por la revelación: solamente lograrían calmar la furia del Pillan ofreciéndole la mayor riqueza de Huanquimil, su hija Huilefún.
En la revelación se le había detallado que solo se la aceptaría si la llevaba a su destino el más joven y valiente de los koná.
La tristeza que invadió al pueblo se sumó a la angustia ya instalada. Pero, ¿qué hacer? Era un pedido divino, de no cumplirlo sucumbirían todos.
Huilefún era hermosa y tan pequeña... Su madre lloraba desesperada, debía aceptar el atroz sacrificio. Las mujeres que más la amaban, sus hermanas y primas, vistieron y prepararon a la niña que, en silencio, se dejaba arreglar.
Con amor y dulzura le trenzaron el cabello, le pusieron un manto nuevo sujetado con un hermoso prendedor. Quedó tan bonita que más dolor produjo su partida. Pero todavía faltaba decidir quién la acompañaría en el dificil recorrido hasta los parajes del Pillan.
Quechuán, resuelto, se propuso para la tarea. Todos aceptaron, era joven y valiente: nadie lo dudó.
Durante los últimos instantes de la despedida sonaron los kultrunes. Esta música tapó solo parcialmente el profundo sollozo de Huanquimil. La madre de la pequeña, con el cabello ya rasurado, corrió para abrazar una vez más a Huilefún y para prenderle en el pecho su mechón de duelo. Entonces, Quechuán, le ofreció su mano a la muchacha y juntos desaparecieron camino arriba, tragados por el humo y la desolación.
Los jóvenes subieron en silencio la cuesta del Lanín. Cada tanto, perdían el aliento por el esfuerzo y por el humo, necesitaban parar a descansar sobre las rocas. Además, a medida que ascendían el calor los envolvía sin piedad y para seguir subiendo debían cubrirse la cara con el manto a fin de no respirar el aire cargado de ceniza. Hasta que Huilefún no logró seguir, entonces Quechuán la cargó sobre sus hombros. Ya casi no podían más con sus debilitados cuerpos, cuando se encontraron en el borde del volcán.
El viaje había concluido, era tiempo de que Quechuán regresara con los suyos y así se lo recordó Huilefún. Pero el muchacho bajó a la joven con cuidado, la abrazó tiernamente y le susurró al oído que se quedaría con ella. Antes de que una posible protesta saliera de sus labios, Quechuán los cerró con un beso.
No quedaba más que esperar, así que se sentaron juntos, abrazados. No habían pasado más que unos minutos cuando un repentino viento les hizo alzar sus rostros: un poderoso cóndor se abalanzaba sobre ellos y alborotaba sus cabellos. Apenas intentaron protegerse cuando el ave arrancó a Huilefún de los brazos de Quechuán. Con sus potentes garras la levantó en el aire y la dejó caer en la boca humeante del Lanín.
Quechuán tragó sus lágrimas, era decisión divina el destino de la joven y no tuvo otro camino que el de correr cuesta abajo para reunirse con su pueblo. Mientras descendía un aire húmedo y frío invadió la montaña y los primeros copos de nieve comenzaron a caer.
Cuentan que fue la nevada más grande de todos los tiempos. Blancos y mansos, los copos cubrieron el volcán tapando para siempre su fuego.
Con sol o revestido de nubes, el viejo Lanín es la montaña más importante de Neuquén. No hay viajero que no vuelva la cabeza para verlo: es imponente y hermoso. Pero para que nadie se olvide de la furia del Pillan, a su alrededor se descubren bosques de suelo ceniciento y lagos de playas oscuras: son las huellas de los castigos del espíritu protector.

059. anonimo (mapuche)

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