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sábado, 25 de agosto de 2012

Las cuevas de aguas buenas

Yo era muy aficionado a descubrir las formas ocultas de la naturaleza y a investigar todo lo relacionado con los orígenes y vestigios de la historia de nuestra isla. Por eso visitaba frecuentemente unas cuevas impresionantes escondidas en uno de los montes cercanos al pueblo de Aguas Buenas.
Las huellas y señales de la presencia de los indios taínos permanecían allí, imborrables, en las rocas y en los objetos diseminados. Todavía hoy se pueden encontrar trozos de cerámica, vasijas con dibujos policromados, conchas y caparazones de moluscos y crustáceos. Sobre todo, allí se hallaban representaciones de los cemíes -los dioses y espíritus que ellos invocaban- y petroglifos, esas figuras enigmáticas grabadas en la piedra, que parecen ser símbolos de un lenguaje que nunca nadie ha podido descifrar.
Lo que más me gustaba era deslizar las manos por los relieves de los petroglifos, como si mis dedos intentaran leer su significado o quisieran invocarlos a que me revelaran sus misterios.
Y eso fue justo lo que un día sucedió.
Ignoro en qué orden ni de qué modo acaricié en aquella ocasión los dibujos tallados en la piedra. El caso es que, de repente, se produjo una explosión, y tal parecía que el techo de la cueva fuera a venirse abajo. Del fondo de la oscuridad subió un humo blanco y resplandeciente como una nube, y en medio de esa blancura luminosa surgió tina figura solemne que parecía haberse desprendido de las mismas rocas.
Yo quedé aturdido, pero me calmé en seguida al oír que aquella aparición me decía con una voz profunda y sosegada:
-No temas. No quiero hacerte daño.
-¿Quién eres tú? -le pregunté yo, recobrando un poco la serenidad.
-Ya has oído hablar de mí -me dijo. Cuando vivía, me llamaban "El Brujo de Aguas Buenas, pero nadie sabía mi verdadero nombre.
-Es verdad -le interrumpí-. Los libros no dicen cómo te llamabas.
-Mi nombre cristiano era Juan Rivera. Aunque tampoco ése era mi nombre. Me llamaba Guaibonex.
-Pero ése es un nombre taíno -le repliqué admirado.
-Tienes razón. -Y al decirlo, se le nublaron los ojos de tristeza.
-Pero ellos ya no existen -le dije, sin acabar de comprender.
-Ahora ya no. Nunca más. 
-Confieso que me conmovió advertir que se había puesto más triste todavía.
Guaibonex prosiguió:
-Ya no existen los indios taínos. Y ése es mi secreto. Yo fui el último de nuestra raza. No, no te admires. Después que se consumó la conquista, todavía quedaban algunos grupos aislados de nuestro pueblo. Nos mante-níamos en contacto y nos veíamos en los lugares más ocultos y secretos de las montañas. Para sobrevivir nos vimos obligados a alternar con el resto de la población, pero siempre conservando costumbres y tradiciones. Hablábamos el castellano, mas al encontrarnos solos conversábamos en lengua taína. En los días sagrados nos reuníamos en sitios bien escondidos para celebrar nuestros areitos [1]. Y estas cuevas eran el punto de reunión que siempre preferíamos. El aislamiento de la raza selló nuestro destino y nos condujo a la extinción. Poco a poco desaparecieron todos y, al final, por mucho tiempo fui yo el último.
A pesar de su advertencia, yo no acababa de salir de mi asombro. Pero dejé el asombro para otra ocasión, porque estaba ansioso por hacerle un montón de preguntas.
-¿Qué fue aquello del alcalde de Aguas Buenas?
-Lo has leído, ¡eh! El bueno de Coll y Toste lo contó a su manera, aunque en lo fundamental dijo la verdad.
-Entonces es cierto que fuiste un brujo.
Guaibonex pareció crecer de estatura y, poniéndose muy serio, me replicó:
-Las cosas hay que tratarlas con respeto. Yo fui el último bohíque, el último sacerdote-curandero de mi tribu. Para ganarme la vida y sobrevivir curaba a los enfermos de los alrededores con la sabiduría de las yerbas.
-Así fue como curaste al hijo del alcalde.
-Exacto. Yo conocía la virtud secreta de las plantas. Hacía pociones con el jugo del tibey, de la curía, de la emajagua, del malá, del moriviví, del papayo, de la yuquilla, de la guácima, del mamey, del camasey, de la guajana, del guaraguao y de tantas otras yerbas. Y fue una de esas pociones la que curó al hijo del alcalde.
-Pero dicen que, además, le hiciste unas profecías -me apresuré a interrum-pirle, porque era ésta la parte de la historia que más me interesaba.
Yo sabía que estaba cercano mi fin y, para dejar testimonio del poder y la sabiduría depositados en nuestra raza, le revelé algunos acontecimientos del futuro. "Los tiempos son de agitación y están revueltos -le dije-. Habrá levantamientos y revoluciones. Vendrán anunciados por uno de los peores huracanes. Temblará la tierra y temblará el trono de Isabel, la reina de España, y ella marchará al destierro. Sólo el que lo sabe puede anunciarlo."
Y el alcalde se lo contó al gobernador -dije yo, presumiendo estar enterado.
-Pero se olvidaron de la profecía hasta que, el 29 de octubre de aquel año (1867, valga la aclaración), San Narciso pasó por la isla destruyéndolo todo como uno de los huracanes más devastadores jamás vistos. Entonces me mandaron a apresar.
-¿Por haber anunciado un huracán? -pregunté yo, incrédulo.
-No. Por haber hablado de revueltas y revoluciones. Temieron que yo fuera partidario de los separatistas que estaban a punto de alzarse contra España, alentados y dirigidos por un médico de larga barba a quien oí nombrar como Betances o Betanzos.
-Don Ramón Emeterio Betances -le aclaré yo.
-Pero llegaron tarde para mi arresto. Conociendo el día en que debía morir y que la muerte estaba ya a la puerta, mandé llamar al enterrador y le dije: "Yo me voy a morir mañana. Quiero que me entierre en ese hoyo que yo mismo excavé, pero hágalo a la usanza de mi pueblo. Colóqueme como los niños están en el seno de la madre antes de nacer y luego me cubre con el polvo de la cueva. Encima pone una roca grande que me proteja".
-¿Y qué pasó con los soldados?
-Yo estaba impaciente por llegar a esta parte de la historia.
-Antes de morir -dijo Guaibonex- pasé algunas horas invocando a nuestros espíritus y cemíes. Les rogué que no dejaran profanar nuestro lugar más sagrado y también les pedí que vinieran a buscarme luego de mi entierro. De manera que cuando llegaron los soldados para apresarme, encontraron la cueva vacía. Y estando todos dentro, Guabancex, la diosa de las tormentas, desató en el interior de la cueva el más furioso de los huracanes. Retumbaban los truenos desde las entrañas de la tierra y los vientos desatados hacían temblar las paredes y desprendían las rocas. Los rayos arrancaban chispas en los rincones más oscuros. De pronto, como si el sol acabara de nacer dentro de la cueva, una llamarada envolvió a los soldados, calcinándolos y convirtiéndolos en piedra. ¿Ves esas columnas que penden del techo y brotan del piso?
-Son estalactitas y estalagmitas -respondí yo atropelladamente, porque confieso que me estaba asustando.
-La mayor parte de esas columnas -prosiguió Guaibonex- serán eso que tú dices, pero fíjate en aquellas de allí. ¿Ves que tienen forma de hombre? Son los cuerpos de los soldados calcinados que ahora son de piedra. Así quedaron todos en castigo por su profanación. Mejor dicho, todos excepto uno que quedó vivo para dar testimonio de lo acontecido. Y a ése le vieron vagar de pueblo en pueblo, enloquecido, repitiendo frases incoherentes: "Las cuevas están embrujadas. Huracán y fuego. Todos muertos. Todos convertidos en piedra".
Me disponía a preguntarle a Guaibonex cómo yo, rozando las figuras graba-das en la roca, había conseguido llamarlo, cuando de pronto su presencia se desvaneció y se hizo de nuevo la oscuridad.

076. anonimo (puerto rico)




[1] Areito: Ceremonias sagradas que celebraban los indios taínos.

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