Yo era muy aficionado a descubrir
las formas ocultas de la naturaleza y a investigar todo lo relacionado con los
orígenes y vestigios de la historia de nuestra isla. Por eso visitaba
frecuentemente unas cuevas impresionantes escondidas en uno de los montes
cercanos al pueblo de Aguas Buenas.
Las huellas y señales de la
presencia de los indios taínos permanecían allí, imborrables, en las rocas y en
los objetos diseminados. Todavía hoy se pueden encontrar trozos de cerámica,
vasijas con dibujos policromados, conchas y caparazones de moluscos y
crustáceos. Sobre todo, allí se hallaban representaciones de los cemíes -los
dioses y espíritus que ellos invocaban- y petroglifos, esas figuras enigmáticas
grabadas en la piedra, que parecen ser símbolos de un lenguaje que nunca nadie
ha podido descifrar.
Lo que más me gustaba era deslizar
las manos por los relieves de los petroglifos, como si mis dedos intentaran
leer su significado o quisieran invocarlos a que me revelaran sus misterios.
Y eso fue justo lo que un día
sucedió.
Ignoro en qué orden ni de qué modo
acaricié en aquella ocasión los dibujos tallados en la piedra. El caso es que,
de repente, se produjo una explosión, y tal parecía que el techo de la cueva
fuera a venirse abajo. Del fondo de la oscuridad subió un humo blanco y
resplandeciente como una nube, y en medio de esa blancura luminosa surgió tina
figura solemne que parecía haberse desprendido de las mismas rocas.
Yo quedé aturdido, pero me calmé en
seguida al oír que aquella aparición me decía con una voz profunda y sosegada:
-No temas. No quiero hacerte daño.
-¿Quién eres tú? -le pregunté yo,
recobrando un poco la serenidad.
-Ya has oído hablar de mí -me
dijo. Cuando vivía, me llamaban "El Brujo de Aguas Buenas, pero nadie
sabía mi verdadero nombre.
-Es verdad -le interrumpí-. Los
libros no dicen cómo te llamabas.
-Mi nombre cristiano era Juan
Rivera. Aunque tampoco ése era mi nombre. Me llamaba Guaibonex.
-Pero ése es un nombre taíno -le
repliqué admirado.
-Tienes razón. -Y al decirlo, se le
nublaron los ojos de tristeza.
-Pero ellos ya no existen -le dije,
sin acabar de comprender.
-Ahora ya no. Nunca más.
-Confieso
que me conmovió advertir que se había puesto más triste todavía.
Guaibonex prosiguió:
-Ya no existen los indios taínos. Y
ése es mi secreto. Yo fui el último de nuestra raza. No, no te admires. Después
que se consumó la conquista, todavía quedaban algunos grupos aislados de
nuestro pueblo. Nos mante-níamos en contacto y nos veíamos en los lugares más
ocultos y secretos de las montañas. Para sobrevivir nos vimos obligados a
alternar con el resto de la población, pero siempre conservando costumbres y
tradiciones. Hablábamos el castellano, mas al encontrarnos solos conversábamos
en lengua taína. En los días sagrados nos reuníamos en sitios bien escondidos
para celebrar nuestros areitos [1].
Y estas cuevas eran el punto de reunión que siempre preferíamos. El aislamiento
de la raza selló nuestro destino y nos condujo a la extinción. Poco a poco
desaparecieron todos y, al final, por mucho tiempo fui yo el último.
A pesar de su advertencia, yo no
acababa de salir de mi asombro. Pero dejé el asombro para otra ocasión, porque
estaba ansioso por hacerle un montón de preguntas.
-¿Qué fue aquello del alcalde de
Aguas Buenas?
-Lo has leído, ¡eh! El bueno de
Coll y Toste lo contó a su manera, aunque en lo fundamental dijo la verdad.
-Entonces es cierto que fuiste un
brujo.
Guaibonex pareció crecer de
estatura y, poniéndose muy serio, me replicó:
-Las cosas hay que tratarlas con
respeto. Yo fui el último bohíque, el último sacerdote-curandero de mi tribu.
Para ganarme la vida y sobrevivir curaba a los enfermos de los alrededores con
la sabiduría de las yerbas.
-Así fue como curaste al hijo del
alcalde.
-Exacto. Yo conocía la virtud
secreta de las plantas. Hacía pociones con el jugo del tibey, de la curía, de
la emajagua, del malá, del moriviví, del papayo, de la yuquilla, de la guácima,
del mamey, del camasey, de la guajana, del guaraguao y de tantas otras yerbas.
Y fue una de esas pociones la que curó al hijo del alcalde.
-Pero dicen que, además, le hiciste
unas profecías -me apresuré a interrum-pirle, porque era ésta la parte de la
historia que más me interesaba.
Yo sabía que estaba cercano mi fin
y, para dejar testimonio del poder y la sabiduría depositados en nuestra raza,
le revelé algunos acontecimientos del futuro. "Los tiempos son de
agitación y están revueltos -le dije-. Habrá levantamientos y revoluciones.
Vendrán anunciados por uno de los peores huracanes. Temblará la tierra y
temblará el trono de Isabel, la reina de España, y ella marchará al destierro.
Sólo el que lo sabe puede anunciarlo."
Y el alcalde se lo contó al
gobernador -dije yo, presumiendo estar enterado.
-Pero se olvidaron de la profecía
hasta que, el 29 de octubre de aquel año (1867, valga la aclaración), San
Narciso pasó por la isla destruyéndolo todo como uno de los huracanes más
devastadores jamás vistos. Entonces me mandaron a apresar.
-¿Por haber anunciado un huracán?
-pregunté yo, incrédulo.
-No. Por haber hablado de revueltas
y revoluciones. Temieron que yo fuera partidario de los separatistas que
estaban a punto de alzarse contra España, alentados y dirigidos por un médico
de larga barba a quien oí nombrar como Betances o Betanzos.
-Don Ramón Emeterio Betances -le
aclaré yo.
-Pero llegaron tarde para mi
arresto. Conociendo el día en que debía morir y que la muerte estaba ya a la
puerta, mandé llamar al enterrador y le dije: "Yo me voy a morir mañana.
Quiero que me entierre en ese hoyo que yo mismo excavé, pero hágalo a la usanza
de mi pueblo. Colóqueme como los niños están en el seno de la madre antes de
nacer y luego me cubre con el polvo de la cueva. Encima pone una roca grande
que me proteja".
-¿Y qué pasó con los soldados?
-Yo estaba impaciente por llegar a
esta parte de la historia.
-Antes de morir -dijo Guaibonex-
pasé algunas horas invocando a nuestros espíritus y cemíes. Les rogué que no
dejaran profanar nuestro lugar más sagrado y también les pedí que vinieran a
buscarme luego de mi entierro. De manera que cuando llegaron los soldados para
apresarme, encontraron la cueva vacía. Y estando todos dentro, Guabancex, la
diosa de las tormentas, desató en el interior de la cueva el más furioso de los
huracanes. Retumbaban los truenos desde las entrañas de la tierra y los vientos
desatados hacían temblar las paredes y desprendían las rocas. Los rayos
arrancaban chispas en los rincones más oscuros. De pronto, como si el sol
acabara de nacer dentro de la cueva, una llamarada envolvió a los soldados,
calcinándolos y convirtiéndolos en piedra. ¿Ves esas columnas que penden del
techo y brotan del piso?
-Son estalactitas y estalagmitas
-respondí yo atropelladamente, porque confieso que me estaba asustando.
-La mayor parte de esas columnas
-prosiguió Guaibonex- serán eso que tú dices, pero fíjate en aquellas de allí.
¿Ves que tienen forma de hombre? Son los cuerpos de los soldados calcinados que
ahora son de piedra. Así quedaron todos en castigo por su profanación. Mejor
dicho, todos excepto uno que quedó vivo para dar testimonio de lo acontecido. Y
a ése le vieron vagar de pueblo en pueblo, enloquecido, repitiendo frases
incoherentes: "Las cuevas están embrujadas. Huracán y fuego. Todos
muertos. Todos convertidos en piedra".
Me disponía a preguntarle a
Guaibonex cómo yo, rozando las figuras graba-das en la roca, había conseguido
llamarlo, cuando de pronto su presencia se desvaneció y se hizo de nuevo la
oscuridad.
076. anonimo (puerto rico)
Muy interesante.
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