En el principio de los tiempos vivía en la
cordillera una tribu de guerreros que los otros llamaban "el enemigo
invencible". Se trataba de un pueblo solitario, no contaban con vecinos ni
con aliados, porque si alguien, imprudente, se animaba entrar en su territorio
sin autorización era esclavizado o aniquilado.
Cuentan los que estuvieron que no hubo país donde
las piedras y las flores fueran más rojas, ya que allí la sangre de las guerras
había penetrado hasta las capas más profundas de la tierra. Los
invencibles se consideraban tan fuertes que no existía entre ellos lugar para
los débiles: los niños mamaban el valor de los pechos de sus madres y, a medida
que crecían, alimentándose con carne cruda, se convertían en hombres altos y
fuertes como montes.
Este pueblo de guerreros tuvo un jefe formidable:
Linko Nahuel, "el tigre que salta". Tan valiente como implacable, la
sangre hervía en sus palpitantes venas. Linko Nahuel, hacía aparecer el miedo a
su paso, vivía para defenderse, era incapaz de perdonar.
Su país se ubicaba bajo el amparo de enormes
montañas. Entre ellas se distinguía el pico nevado del cerro Amun‑Kar, el monte
sagrado, el trono de Dios. Su inmensidad dominaba el paisaje, con laderas
verdes y boscosas, pero a determinada altura las rocas interrumpían bruscamente
la vegetación y se podían observar extraños dibujos. Ya en lo más alto, la
cumbre cubierta de hielo brillaba con los diferentes colores que le daba el
sol. Algunas veces ‑nadie sabía muy bien cuándo‑ la montaña se transfiguraba:
la nieve se derretía rápidamente, la boca del cerro lanzaba humo y fuego hacia
el cielo, calcinaba bosques y bombardeaba a los mapuches con rocas
incandescentes. La gente del pueblo en esos momentos le tenía más miedo que a
la furia de Linko Nahuel.
Una mañana, cuando los invencibles se encontraban
acampando en el gran valle a los pies del Amun‑Kar, algo muy extraño sucedió: a
los lados de la montaña se comenzaron a observar columnas de humo que en un
principio se confundían con la niebla, por lo que no podían estar seguros de su
verdadero origen. Pero cuando la niebla desapareció de la montaña y el aire se
puso diáfano la situación fue claramente vislumbrada desde el campamento.
Entonces, inquietos, le llevaron la noticia a Linko Nahuel: algún extranjero
había puesto su imprudente pie en el territorio.
¿Cómo sucedía esto? ¿No sabían acaso los intrusos
del valor de este pueblo? ¿Cómo osaban acercarse justamente a la montaña
sagrada?
Ya se preparaba el gran jefe para impedir el
atropello, cuando los centinelas, como si se hubieran puesto de acuerdo,
bajaron corriendo las laderas para contar, agitadísimos, lo que habían visto.
Un desconocido ejército de gente, luego de abandonar
el campamento que había dado origen al humo avistado en el pueblo, se disponía
a escalar el Amun‑Kar: eran miles y miles de enanos armados que avanzaban en
formación como una gran mancha movediza por la cuesta de la montaña sagrada.
Linko Nahuel sintió una furia incontrolable que le
subía por el pecho, sus brazos ansiaban descargar un golpe contra los invasores
que ni permiso habían pedido. Él los aplastaría como a los escarabajos,
nuevamente la sangre correría por las sendas y los arroyos. Pero Linko Nahuel
también era astuto, sabía que cualquier precipitación sería contraproducente,
así que llamó a sus segundos y junios elaboraron un plan: irían a entrevistarse
con el jefe de los enanos cubiertos con cueros de guanacos y pumas, pintada la
cara del modo más horroroso, y adornado el cuerpo con las plumas de choike más
largas y oscuras que encontraran.
Así ataviados, les provocarían pánico. Aunque, no
conforme, Linko Nahuel les recordó que mantuvieran la mirada severa y que
apenas hablaran para intimidar aún más a los enanos.
La idea era atacarlos por la espalda cuando el jefe
de los enanos diera la orden de retirada. ¡Ni uno solo contaría el cuento!
Los mensajeros se fueron confiados, pero volvieron
humillados y furiosos a rendir cuentas ante Linko Nahuel:
-No logramos intimidarlos. Los enanos dijeron ser
gente de montañas y nos
informaron que planean quedarse a vivir en el Amun‑Kar. Ya estaban muy alto
cuando los alcanzamos. Nos miraron sin prestarnos casi atencion, no conocen tu
nombre y no tienen miedo de la ira de Dios. Les hablamos del terrible calor del cráter, de los rayos verdes que parten en
pedazos las rocas, del torbellino
de fuego que lame las laderas, pero se burlaron de nosotros. Son muy chiquitos,
pero hay que reconocer que se muestran valientes y tantos, que cuando nos
rodearon no veíamos nada más allá.
No, había duda alguna, la guerra debería comenzar.
Linko Nahuel ultimó detalles: impartió órdenes, revisó las armas y comenzó a
avanzar hacia la cumbre de la montaña por la ladera más próxima. Rodeo el cerro
marchando al encuentro de los enemigos. El ejército era numeroso y su gente
trepaba la cuesta mirando aquí y allá, ansiosa por escuchar la orden de atacar;
pero sorpresivamente los enanos se lanzaron desde arriba sobre ellos como una
feroz granizada, hiriéndolos con miles de flechas y lanzas diminutas.
Defenderse fue dificil, sobre todo teniendo en cuenta el sorpresivo inicio del
ataque y las condiciones del terreno: cada retroceso obligaba a nuevas y
agotadoras subidas. Linko estimulaba a los suyos para alcanzar a los enemigos,
pero de tan pequeños, les resultaba fácil protegerse detrás de las rocas
salientes y, desde allí, casi como en un juego, empujaban la nieve y las
piedras que caían en alud sobre el ejército invencible. La cantidad de enanos
era incontable, y eso les permitió rodear a los mapuches. La tierra y la nieve
se teñían de sangre, y Linko Nahuel, enfurecido, gritaba desaforadamente
pidiendo refuerzos.
Otra sorpresa los impactó: los enanos se daban
vuelta, huían con extraordinaria agilidad montaña arriba, y dejaban atrás a
Linko Nahuel que, animado e inocente, los perseguía. Pero los guerreros de
Linko eran gente de los valles y de las hondonadas, y no podían competir con
sus enemigos, que milagrosamente se perdieron de vista.
La verdad no tardó en descubrirse: les habían tendido
una nueva trampa. Los enanos salieron de sus escondites y los atraparon uno por
uno. Primero a Linko Nahuel, que trepaba con la energía de un muchacho, después
a otros jefes, compañeros de tantas guerras...
Cuando los mapuches que conformaban el ejércio invencible
fueron prisioneros, el cacique de los enanos, que resultó ser más cruel que
Linko Nahuel, dictó su sentencia: todos los prisioneros deberían subir hasta la
cumbre y desde allí serían precipitados, el último en caer sería el jefe, para
que viera la muerte muchas veces antes de dar su último salto.
Con más humillación que pena subía el tigre
derrotado, pisaba por primera vez las rocas de la cima, allí donde no existía
ya vegetación, ni caminos ni refugios, donde cada pisada quiebra ruidosamente
los cristales de hielo y los vientos silban libres su música helada. Cuando al
jefe pigmeo le pareció suficiente la altura, dio la orden de detenerse,
entonces ataron a los prisioneros de pies y manos y
comenzó el castigo.
El primer mapuche cayó al precipicio. Mudo y rígido, Linko Nahuel
miraba a su alrededor, fijamente, sin mover ni un músculo. Ese paisaje nuevo no
lo dejaba recordar, ese espacio desconocido aplacaba por primera vez su sangre
huracanada. Se oyó entonces el primer estruendo, algo sucedía en el corazón de la montaña. Los
estallidos producidos por la furia de Dios se desataron. Las rocas volaron en
mil pedazos, convertidas en proyectiles incandescentes; un vertiginoso río de
fuego arrastró al mapuche y a los enanos, que entrecruzaron gritos y lamentos,
y quedaron confundidos para siempre en la misma ceniza.
Pero Dios no quedó satisfecho, dispuso que los dos
jefes no murieran como sus pueblos sino que se sentaran frente a frente, y que
contemplaran juntos el terrible espectáculo. Dios no quería que olvidaran lo
que su osadía había provocado: ¿cómo pudieron llevar la guerra a su montaña?
El castigo debería ser eterno, entonces los
convirtió en piedra; y desde aquel horrible día fueron cubiertos muchas veces
por la lava ardiente o el hielo, condenados a escuchar el tronar intermitente
de su furia.
Es por eso que la gente del valle ya no llama al
cerro Amun‑Kar sino Tronador, y cuentan los mapuches que saben, que los dos
caciques esperan en vano el día en que Dios se duerma y puedan por fin
despertar para vengar a sus muertos.
059. anonimo (mapuche)
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