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sábado, 25 de agosto de 2012

Leyenda del astrólogo árabe

Hace siglos, Aben Habuz, rey moro, gobernaba en tierras de Granada. Era un antiguo guerrero, ya retirado, que, habiendo llevado en su juventud una vida dedicada por completo al saqueo y a la pelea, al sentirse viejo y achacoso, sólo deseaba vivir tranquilo y en paz con sus enemigos, gozando de las tierras usurpadas.
Pero sucedió que el sensato monarca vióse obligado a mantener aún la lucha con algunos príncipes jóvenes, dispuestos a pedirle cuenta de sus usurpaciones. Ciertas provincias lejanas de su reino, tratadas cruelmente en los días de su poderío, se sublevaron al verle achacoso, y se unieron para atacarle. Viéndose, pues, rodeado de descontentos y con la capital de su reino, Granada, hundida entre escabrosas montañas que ocultaban la aproximación del enemigo, Aben Habuz vivía en constante alarma, sin saber por qué lado ataca-rían.
De nada le sirvió colocar guardias en los desfiladeros, con orden de encender hogueras por la noche y levantar columnas de humo durante el día para señalar la proximidad del enemigo, ya que éste avanzaba por pasos ocultos y asolaba el país en las mismas barbas del Monarca, retirándose con los prisioneros, y cargado de botín, a la montaña.
Hallábase Aben Habuz triste por tantos desastres, cuando llegó a su corte un viejo médico árabe de larga barba blanca que, a pesar de su edad, hizo el viaje desde Egipto a Granada sin otro apoyo que su cayado cubierto de jeroglíficos. Llamábase Ibraím Eben Abu Ajib, y se le creía contemporáneo de Mahoma.
En su juventud, siguió al ejército de Omar a Egipto, y allí vivió muchos años estudiando ciencias ocultas, especialmente la magia.
Contaba que poseía el secreto de prolongar la vida. Este extra-ordinario anciano fue muy bien acogido por el Soberano, que, como la mayoría de los monarcas achacosos, concedía a los médicos su privanza. Quiso aposentarlo en su palacio; pero el astrólogo prefirió una cueva situada en la ladera de la colina que dominaba a Granada y donde más tarde se levantó la Alhambra. Ordenó ensanchar la caverna en forma de un gran salón, con un agujero circular en el techo, a modo de tragaluz, por donde observaba las estrellas. Cubrió las paredes de su aposento con jeroglíficos egipcios, símbolos cabalísticos y constelaciones de estrellas, y se proveyó de instrumentos fabricados bajó su dirección.
Pronto llegó a ser el sabio Ibrahím el consejero favorito del Rey. Una vez que Aben Habuz se lamentaba de la maldad de sus vecinos, el astrólogo escuchó en silencio, y luego le dijo:
-Sabe, ¡oh Rey!, que en Egipto vi una maravilla inventada por una sacerdotisa pagana. En un monte que domina la ciudad de Borsa y el gran valle del Nilo había una figura representando un camero con un gallo a cuestas, ambos fundidos en bronce y de forma que giraban sobre un eje. Cuando alguna invasión amenazaba el país, cantaba el gallo, y el carnero señalaba la dirección del enemigo. Así, los habitantes de la ciudad conocían el peligro y de dónde venía.
Aben Habuz dijo:
-¡Qué gran tesoro sería para mí un camero semejante y un gallo que cantase ante la proximidad del peligro!
El astrólogo continuó:
-Después que el victorioso Omar terminó la conquista de Egipto, permanecí algún tiempo entre los ancianos sacerdotes del país, instruyéndome en las ciencias ocultas que tanto renombre les dieron. Estando sentado un día a orillas del Nilo con un sacerdote, me indicó las enormes Pirámides que se levantaban en medio del desierto, y me dijo: «Todo cuanto podemos enseñarte no tiene comparación con la ciencia que se encierra en ellas. En el interior de la Pirámide central está la cámara mortuoria donde se conserva la momia del gran sacerdote que ordenó erigir esta gran mole, y con él estaba enterrado el maravilloso Libro de la Sabiduría, que contiene todos los secretos del arte de la magia. Este libro lo recibió Adán después de su caída, y ha pasado de generación en generación hasta llegar al rey Salomón, el cual, con su ayuda, construyó el templo de Jerusalén». Al oír estas palabras del sacerdote egipcio, tuve deseos de poseer el libro, y con buen número de egipcios y soldados de nuestro ejército me puse a abrir la Pirámide, hasta que después de ímprobos trabajos di con uno de sus pasillos, entré por él y, siguiendo un laberinto, llegué a la cámara sepulcral donde se guardaba la momia del gran sacerdote. Rompí la caja que la contenía, deslié sus vendajes, y al fin encontré el libro que buscaba. Me apoderé de él.
El rey Aben Habuz se maravilló al oír tales cosas, y dijo:
-Pero ¿para qué me servirá a mí el Libro de la Sabiduría?
Entonces el astrólogo le contestó:
-Estudiando aquel libro aprendí las artes mágicas, y por medio de ellas puedo realizar mis planes. Puedo hacer un talismán igual o mejor que el de Borsa.
Aben Habuz dijo que deseaba aquel talismán mejor que centinelas y atalayas.
Inmediatamente el astrólogo se puso a trabajar para cumplir los deseos del Monarca. Hizo una gran torre en el centro del palacio real, construida con piedras traídas de Egipto, procedentes de una de las Pirámides. En lo alto de la torre había una sala circular con ventanas que dominaban los cuatro puntos cardinales, y delante de ellas puso unas mesas sobre las cuales colocó tropas de infantería y caballería talladas en madera, con un rey dirigiéndolas. En cada una de las mesas había una pequeña lanza del tamaño de un punzón grabada con caracteres caldeos. Aquella sala siempre estaba cerrada por una puerta de bronce, y la llave la guardaba el Rey.
En lo más alto de la torre colocó un moro a caballo, de bronce, que giraba sobre un eje, con escudo y lanza. El jinete miraba a la ciudad; pero al aproximarse algún enemigo, la figura giraba en aquella dirección.
Cuando el talismán estuvo concluido, Aben Habuz deseaba, impaciente, una invasión. Pronto quedó satisfecho, pues una mañana el centinela que guardaba la torre dio la noticia de que el jinete de bronce señalaba hacia: Sierra Elvira, apuntando la lanza en dirección del Paso de Lope. Al oírlo, Aben Habuz mandó preparar el ejército para la defensa; pero el astrólogo le aconsejó que no hicieran tal cosa, porque no era esa la forma de librarse de sus enemigos. Y, diciendo esto, subieron los dos a la sala secreta de la torre. Una vez allí, el astrólogo mandó acercarse a una de las mesas que parecía un tablero de ajedrez con figuras de madera y observó que todas estaban en movimiento: los caballos se encabritaban, los guerreros blandían sus armas y se oía un redoble semejante al rumor de los tambores.
He aquí -dijo el astrólogo- la prueba de que tus enemigos están todavía en el campo. Si quieres que haya confusión entre ellos y se retiren sin derramar sangre, golpea estas figuras con el palo de la lanza mágica; pero si quieres que haya gran matanza, tienes que herirlos con la punta.
El Rey, lívido, temblando de emoción, hirió con la lanza encantada algunas de las figuras, y a otras las hizo caer por el suelo, y así todo aquel ejército quedó deshecho y aterrorizado. Después de esto, el astrólogó aconsejó al Rey que enviara avanzadas por el Paso de Lope. Estos regresaron con la noticia de que un ejército cristiano había entrado casi hasta Granada, pero que al surgir divergencias, habían luchado unos contra otros, hasta que se retiraron en desorden a sus fronteras.
Aben Habuz estaba loco de alegría al contemplar la maravilla de su talismán, pensando que podría disfrutar de tranquilidad y tener a todos sus enemigos bajo su poder.
Deseó premiar al astrólogo por tal maravilla. Éste contestó:
-Me daré por satisfecho si me proporcionas los medios para hacer habitable mi cueva.
Aben Habuz ordenó a su tesorero que entregara a Ibraím todo lo necesario para acondicionar su morada.
El astrólogo mandó abrir varias habitaciones en la roca viva y las decoró y amuebló lujosamente; también se hizo construir baños con perfumes y aceites aromáticos. Hizo colgar por todas las habitaciones lámparas de plata y cristal, en las que ardía un aceite preparado con una receta que encontró en los sepulcros de Egipto. Este aceite duraba siempre y daba un resplandor tan suave como la luz del día.
El tesorero real se lamentaba de las grandes cantidades que se le pedían para arreglar aquella vivienda, y dio sus quejas al Rey. Pero éste le ordenó que tuviese paciencia y entregara todo lo que se le pidiera. Cuando la vivienda quedó convertida en un suntuoso palacio subterráneo, Ibraím dijo al Rey:
-Ya estoy contento; ahora me encerraré en mi celda y me dedica-ré al estudio. Pero quisiera que se me dieran algunas bailarinas, para que, con su juventud, reanimen mi vejez.
Mientras Ibraím se entregaba, en su retiro, al estudio, el rey Aben Habuz libraba desde su torre prodigiosas batallas. Era muy cómodo para el anciano destruir ejércitos desde su palacio con tan gran facilidad.
Durante mucho tiempo dio rienda suelta a su placer, y hasta llegó a instigar a sus enemigos para obligarlos al ataque; pero los descala-bros que sufrían los hicieron prudentes y ninguno se atrevió a invadir sus territorios.
Por muchos años estuvo la figura de bronce indicando la paz, y el viejo y achacoso monarca se volvió gruñón con la monotonía de la tranquilidad.
Cierto día el guerrero mágico giró de repente, señalando hacia las montañas de Guadix. Aben Habuz subió en cuatro zancadas a la torre; pero en la mesa mágica de aquella dirección no se movía ningún guerrero. Sorprendido ante esto, envió fuerzas de caballería a registrar las montañas, y volvieron los exploradores diciendo que no habían encontrado ejército alguno; solamente una joven cristiana de gran belleza, que traían cautiva. El Rey ordenó que la condujeran a su presencia. Iba ataviada con los adornos usados por los hispano-góticos en el tiempo de la conquista árabe. Sus trenzas se adornaban con riquísimas perlas; en su frente brillaban joyas que rivalizaban con la hermosura de sus ojos, y de su cuello pendía, colgada de una cadena, una lira de plata.
El viejo Rey, al verla tan hermosa, enamoróse de ella y le pre-guntó quién era. Respondió que era hija de un príncipe cristiano reducido al cautiverio al haber sido derrotado de forma muy extraña, casi como por arte de magia.
Al verla, Ibraím le hizo saber al Rey que aquella bella muchacha podía ser el enemigo que señalaba el talismán.
El Rey, indignado, dijo que no veía nada maléfico en aquella joven, a lo que el astrólogo contestó:
-Sospecho que se trata de una hechicera; dame a esa cautiva para que me distraiga en mi soledad pulsando la lira de plata. Te he proporcionado muchas victorias con el mágico talismán y nunca he participado de tu botín; si la joven es una hechicera, desharé sus maleficios.
Agotada la paciencia del Rey, se la negó y le dijo:
-Su presencia me agrada tanto como a David, padre de Salomón, la compañía de Abisag la sulamita.
La insistencia del astrólogo agrió más aún la negativa del Rey, separándose ambos muy despechados. El sabio se retiró a su caverna, muy contrariado, y aconsejó al Rey que no se fiara de su peligrosa cautiva.
Aben Habuz no escuchó sus consejos. No pensaba más que en atraerse a la joven cristiana, rodeándola de bienestar y de lujo. Revolvió el Zacatín de Granada, comprando los productos orientales más espléndidos: sedas, alhajas, piedras preciosas y perfumes exquisitos.
También organizó en su honor fiestas y diversiones: conciertos, bailes y torneos. Granada estaba en continua diversión.
La princesa cristiana recibía todos los obsequios como homenaje a su belleza más que a su linaje. Se complacía en que el Monarca gastase sumas fabulosas, sin demostrar el menor agradecimiento, y estimaba la generosidad del Soberano como la cosa más natural del mundo. A pesar de la esplendidez de Aben Habuz, no consiguió nunca interesar a la joven cristiana; nunca le sonreía. Le correspondía solamente tocando su lira de plata. Había cierta magia en los acordes de aquella lira, pues producían en Aben Habuz una especie de letargo que le duraba horas y horas y a veces varios días.
Mientras tanto, una sublevación estalló en la capital. A punto estuvo el Rey de perder el trono; mas logró dominar la sublevación. En seguida fue a pedir consejo al astrólogo.
Éste le aconsejó que abandonara a la cristiana; pero a eso respondió el Monarca que antes abandonaría su propia vida.
Le pidió al sabio Abu Ajib que le construyera un recinto donde pudiera dedicarse a la soledad y al amor.
El astrólogo le dijo:
-¿Qué me daríais si os hiciera un palacio maravilloso?
-Tú mismo señalarás la recompensa -repuso el Rey.
Entonces el sabio le explicó que levantaría un palacio tan bello como el que describe el Corán en el capítulo «La aurora del día».
-Hazme un palacio como aquél y pídeme la mitad de mi reino - contestó Aben Habuz.
-La única recompensa que te pido es que me regales la primera bestia, con su correspondiente carga, que entre por la mágica puerta del palacio -replicó el astrológo.
Aceptó, jubiloso, el Monarca una condición tan modesta, y el mago comenzó su obra. En lo más alto de la colina y encima de su recinto subterráneo, hizo construir una gran muralla, y en medio una enorme torre. Un portal de macizas puertas daba acceso al zaguán. En la clave del portal esculpió el astrólogo una gran llave, y en la otra clave del arco exterior grabó una mano gigantesca.
Estos signos eran poderosos talismanes ante los cuales pronunció determinadas palabras en lengua desconocida.
Cuando la obra estuvo terminada, encerróse durante varios días en su salón astrológico, y después fue a comunicar la nueva al Rey.
A la madrugada, el Rey montó a caballo, acompañado de algunos criados y de la princesa, que cabalgaba sobre un blanco palafrén resplandeciente
-¿Qué me daríais si os hiciera un palacio maravilloso? de pedrería y con su lira de plata colgada del cuello. También le acompañaba el astrólogo, apoyado en su cayado cubierto de jeroglíficos.
Cuando llegaron al portalón, se detuvo el astrólogo para señalar al Rey la llave y la mano grabadas sobre el portal y el arco.
-Éstos son -dijo- los amuletos que guardan la entrada de este paraíso. Mientras la mano no coja la llave, nadie podrá dañar al señor de esta montaña.
Mientras Aben Habuz contemplaba los talismanes, el palafrén de la princesa avanzó unos pasos y penetró en el vestíbulo.
-¡He aquí -gritó el astrólogo- la recompensa que me prometiste: la primera bestia, con su carga, que entrase por la puerta mágica!
El Rey soltó la risa, creyendo que el sabio bromeaba; mas cuando comprendió que hablaba formalmente, se encendió de indignación y le prometió la mula más robusta de sus caballerizas cargada con los objetos más preciosos de su tesoro.
-Pero no intentes llevarte a esta cautiva, que es dueña de mi corazón.
El astrólogo le dijo que no deseaba ninguna riqueza, pues poseía el Libro de la Sabiduría, que ponía a su disposición todos los tesoros de la Tierra.
-Has empeñado tu palabra real y reclamo a la joven como cosa mía.
Mientras tanto, la princesa sonreía con gesto despectivo ante aquellos dos viejos.
La cólera del Monarca estalló al fin en insultos contra el sabio astrólogo.
Entonces éste replicó:
-Adiós, Aben Habuz; gobierna tus tristes dominios y disfruta de este mísero paraíso mientras yo me río de ti desde mi recinto subterráneo.
Y, diciendo esto, tomó el caballo de la princesa por la brida, golpeó la tierra con su cayado y se hundió con la bella cautiva en la tierra.
El Rey, enfurecido, mandó a mil hombres que cavaran hasta lograr encontrarla; pero nada se consiguió.
Al desaparecer Ibraím, se desvaneció el poder de su talismán. El jinete de bronce quedó fijo, con la cara vuelta a la colina, señalando el lugar por donde había desaparecido el astrólogo.
Desde entonces ya no hubo paz en el reino de Aben Habuz y continuamente le atacaron sus enemigos, hasta que murió.
Al desaparecer el sabio, desapareció el maravilloso palacio, excepto su portalón y sus barbacanas. Las gentes llamaron a aquel lugar «La locura del Rey», y pasados los años, se construyó allí mismo la Alhambra.
Rodeando la Alhambra, aún existe la encantada barbacana, protegida por la mano y la llave mágicas, y hoy aún forma parte de la puerta de la Justicia, que constituye la entrada principal de la fortaleza. Bajo esta puerta permanece el viejo astrólogo, en su salón subterráneo, dormido en su diván, arrullado por los tañidos de la lira de plata de la encantadora princesa.
Los centinelas inválidos que hacen guardia en la puerta suelen oír, en las noches de verano, el eco de la música, y bajo su influencia quedan dormidos tranquilamente en sus puestos. En aquel lugar el sueño se hace irresistible, y así, de los centinelas que suelen velar allí, ninguno se libra de caer profundamente dormido. Y todo esto seguirá ocurriendo, siglo tras siglo, y la princesa seguirá cautiva en poder del sabio astrólogo, y éste continuará durmiendo, en su mágico sueño, hasta el fin del mundo.

099. anonimo (andalucia)

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