En medio de un bosque espeso e intrincado, donde apenas
llegaba un rayo de sol, había un viejo castillo solitario. Era un paisaje
áspero y frío: ni la más pequeña flor ni el menor arroyuelo cantarín endulzaban
la abrupta majestad de aquel paraje. Sólo allá lejos, en el confín del bosque,
unas cuantas casuchas miserables, donde vivían unos pobres labriegos, rompíán
la monotonía de aquel verde sin fin.
El duelo del castillo era odiado y temido por todo el
contorno. Hombre despótico y cruel, vivía solo, sin amigos ni familiares
apenas servido por una vieja mujercilla. Muchos días se le veía pasear entre las
almenas de su torre vigilando todo lo que sucedía en sus dominios.
Cierto día, un chiquillo, hijo de uno de los
labradores que vivían en las casuchas allá en el llano, se le ocurrió encender
fuego ante su cueva para calentarse. Las llamas subían saltarinas y
chisporroteaban alegres entre la triste niebla del atardecer. Desde su atalaya
vio el fiero castellano aquel inusitado resplandor, y furioso, mandó venir al
causante de tal desmán. El pobre labriego confesó humildemente la fechoría de
su retoño y pidió clemencia al señor. Pero aquel hombre inflexible le mandó
azotar. Para su constitución débil y enfermiza el castigo fue excesivo y le
produjo la muerte. Al ver el niño el cadáver de supadre, levantó lleno de
horror su manita en gesto amenazador hacia aquel castillo, al tiempo que sus
labios pronuncia-ban:
-¡Maldito sea!
Aquella maldición del inocente huerfanito tuvo un
efecto prodigioso.
Al poco tiempo murió el señor. Tras él, la vieja que
le servia. Y el castillo, no se sabe por qué fuerza sobrenatural, fue
desmoronándose como si fuese construido de arena, hasta quedar reducido a un
montón de escombros.
Y cuentan los labradores de aquella comarca que en los
atardeceres de invierno se ve una luz muy clara que sale de entre las ruinas,
mientras que el alma en pena del señor vaga por ellas. A veces se queja como si
le azotaran.
100. anonimo (asturias)
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