Vivía en Asturias, en la localidad de Tereños, un rey
con una hija cuya mano se disputaban cuantos príncipes contemplaban su hermosura.
La princesa, que estaba enamorada de un conde, sostenía tenazmente su actitud
de rechazar las brillantes proposiciones de matrimonio,que se le brindaban. Día
tras día, su padre, el rey, trataba de hacerle comprender con cariño y suavidad
lo conveniente de un enlace que fuera digno de ella y la tranquilidad que para
él supondría el verla bien casada.
La princesa, a pesar de sus pocos años, no fue fácil
de convencer. Estaba decidida a casarse por amor; y a ninguno de cuantos
príncipes la habían solicitado por esposa consideraba digno de su afecto. Así
pasaron los meses sin que nadie lograra disuadirla en sentido contrario. El rey
se sentía envejecer por momentos y deseaba cada vez con más angustia un
heredero del trono.
Viendo que por los caminos de la buena voluntad y la
persuasión no podría nada contra la férrea tenacidad de su joven hija, se
decidió por tomar una actitud mas enérgica; la mandó llamar a su presencia y
con gesto grave le ordenó que eligiese, en el plazo de unos días, entre los
príncipes que habían solicitado su mano, si no quería exponerse a un severo
castigo. La princesa no se inmutó ante tales palabras, y con la misma
serenidad de siempre le hizo saber que su decisión era demasiado firme para
dejarse doblegar, y que persistía en su idea de casarse con el conde y que, en
caso de que no se lo permitiese, no tendría el menor inconveniente en quedar
soltera.
Comprendió el rey que las cosas estaban prácticamente
como al principio. Pero lo cierto es que tampoco se encontraba dispuesto a
permitir que aquella jovencita rebelde se saliera con la suya tan fácilmente,
por lo cual, optó por aplicarle un castigo ejemplar, seguro de que ya ninguna
buena razón podía influir en el ánimo de la testaruda princesa.
Así, pues, la invitó a dar un paseo en carroza, mas
sin comunicarle sus proyectos, y la condujo hasta el campo de la Perola donde abríase una
famosa cueva encantada de la que el pueblo refería cosas extraordinarias;
decían de ella que su interior comunicaba con el infierno, y que el demonio
cuando venía al mundo a tentar a los hombres, salía por ella. Lo cierto era que
aquella cueva exhalaba un tre, mendo olor a azufre que hacía volar la
imaginación hacia toda clase de sucesos diabólicos.
El carruaje del rey paró en la misma entrada de la
gruta y descendieron de él la princesa y el monarca. Mientras ella miraba
curiosamente a su alrededor, su padre, mirándola con fijeza, la condujo para
que, en castigo a su desobediencia, se convirtiese en culebra y viviera por
siempre en la oscuridad de aquella terrible cueva por la que se suponía
transitaba el diablo. Y añadió que sólo se desharía el hechizo en el caso de
que un hombre le diera tres besos en la lengua.
Al instante, la rubia y frágil belleza de la princesa
desapareció y en su lugar contempló el rey la ondulante y viscosa forma de
una culebra monstruosa que se deslizó hacia el interior de la gruta.
Satisfecho al ver cumplido así su castigo, volvió el monarca
a palacio; pero he aquí qüe, entretanto, un pastorcillo que apacentaba su
ganado por aquellos contornos y que había presenciado y oído lo que allí
acababa de suceder, se dirigió a la cueva y, venciendo su natural repugnancia,
cogió la culebra y sujetándole la cabeza le dio tres besos en la lengua.
El conjuro quedó deshecho y la princesita recobró su
maravillosa forma humana. Agradecida al pastor, aceptó su demanda de matrimonio,
y dicen que se quisieron mucho y vivieron felices el resto de sus días alejados
del palacio del rey.
100. anonimo (asturias)
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