Hace mucho tiempo sucedió esta historia tan triste,
que comienza con la desventura de una dulce joven mapuche. La niña fue vendida
como esposa a un espantoso brujo, viejo y sucio, que tenía una larga barba
maloliente que colgaba sobre su enorme panza. La muchacha lloraba y lloraba, no
podía dar crédito a tanta mala suerte y, entre llanto y llanto, pedía por favor
a su desalmada familia que le permitiera quedarse en la casa. Pero la paga va
estaba en los bolsillos de los negociantes y había que cumplir el trato: ese
ser repugnante era su dueño.
Comenzaron su camino hacia las montañas y ya habían
dejado atrás el poblado cuando la joven hizo un último intento por salvarse.
Como toda mujer casada, caminaba detrás del marido y como se creía ágil y
liviana, corrió y se escondió entre los matorrales de un prometedor cañadón.
Sin poder dejar de temblar, oía las furiosas amenazas del brujo, que vociferaba
buscándola infructuosamente. Tanto era el miedo que sentía que deseó hacerse
chiquita como un escarabajo y desaparecer debajo de la tierra. Entonces
se acurrucó rodeándose las piernas con las manos, apoyó la cabeza sobre sus
rodillas y se envolvió en su pobre mantón. Así la encontró uno de sus hermanos,
que en secreto la había seguido.
El querido hermano consoló a la joven y mientras le
acariciaba la cabeza le entregó dieciocho plumas blancas de piuquén. Cada una
de ellas serviría para enviar un mensaje: si lo necesitaba, él estaría allí.
Pero la muchacha no quería irse y lloraba con amargura.
El hermano insistió hasta que la convenció con la
promesa de no abandonarla, ademas le ofreció que llevara al perro que lo había
acompañado. Entonces, los tres: el brujo, la joven y el perro retomaron el
camino hacia el Oeste.
El brujo iba muy cómodo montado en una cabra y la
muchacha lo seguía como podia, por una senda que se volvía cada vez más
empinada. Agotada, preguntó hacia dónde iban.
‑A cazar un guanaco ‑contestó el brujo.
Pero en verdad, estaban subiendo por la ladera de un
volcán en cuyo cráter vivía el espantoso Cherufé, el cruel y poderoso señor de
esa montaña. Desde arriba dominaba el cielo y la tierra: amenazaba con
relámpagos y truenos, lanzaba rayos que incendiaban los bosques o enviaba
destructoras oleadas de lava. Todo el pueblo le temía y la única y atroz manera
de tenerlo conforme era entregándole periódicamente una muchacha, para que se
comiera su carne tierna. Después se entretenía con un juego macabro: incendiaba
las cabezas y las arrojaba por la pendiente. Así llegaban al pie de la montaña,
donde la gente del valle recibía espantada la confirmación terrible de su
muerte.
Cuando ya estaban muy alto, el brujo le dijo a su
esposa:
‑Descansa un poco que ya vuelvo ‑y fue a
entrevistarse con el Cherufe. Pero la muchacha lo siguió, silenciosa, y los
escuchó desesperada: el brujo recibiría enormes poderes a cambio de su joven y
hermosa mujer. Pero, al parecer, la entrevista no había terminado, era mucho lo
que ambos malvados tenían que hablar...
Entonces, la muchacha llamó a Trewul, el fiel perro
que la acompañara en su pena y le entregó una de las dieciocho plumas de
pitiquén.
‑Por favor, perrito, ve rápido que no sé si llegarás
antes de mi muerte ‑susurró temblando.
Trewul tomó con cuidado la pluma entre los dientes y
corrió montaña abajo, como si fuera una piedra más de las tantas que rodaban
por la ladera.
Más rápido de lo que puede creerse, el joven estuvo
junto a su desdichada hermana. Ella le contó precipitadamente lo que había oído
y el muchacho decidió seguir al brujo. Cuando se acercaba seguido de su perro
hacia la que supuso la cueva del Cherufe, comprobó que la custodiaba un nahuel.
Pero Trewul supo tomar al puma por sorpresa y lo dejó fuera de combate.
Ya sin peligro, pudo acercarse al lugar de la entrevista. Escondido
detrás de unos matorrales se asomó a la gruta donde negociaban los dos
monstruos, sentados entre los restos de las muchachas muertas, hablaban fuerte,
en un intento de tapar los gritos de otras tantas que esperaban encerradas, su
cruel destino. Al finalizar el encuentro, el joven se ocultó rápidamente tras
una roca alejada de la entrada para sorprender al brujo, que ya se despedía y observó cómo se montaba en su cabra. Cuando
bajó unos metros, donde había dejado a su hermana, empujó sobre su cuñado la
enorme roca sepultándolo.
No conforme con este acto heroico retrocedió para
buscar al Cherufe y lo enfrentó con su cuchillo.
Entonces, el Señor del Volcán atacó con sus armas:
los relámpagos iluminaron el cielo, la montaña tembló y se abrió en enormes
grietas. Al borde de una de ellas gesticulaba enfurecido el Cherufé, cuando, en
un instante, perdió el equilibrio y su cuerpo de gigante cayó al precipicio.
hundiéndose para siempre entre las rocas.
Buscando un camino entre las grietas, las rocas partidas
y el polvo, bajaron la montaña los dos hermanos y una corte de muchachas
liberadas. Todos los mapuches del valle los esperaban y no hubo quien no vivara
al salvador de las muchachas, al pacificador de la montaña, que llevaba en su
bincha, como una corona nevada, las dieciocho plumas blancas de piuquén.
059. anonimo (mapuche)
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