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sábado, 25 de agosto de 2012

El puente del beso

Durante la Edad Media los mares españoles estaban infestados de piratas. En el Mediterráneo, los bajeles tur­cos y argelinos capturaban cuantas naves encontraban en sus aguas apoderándose del botín, asesinaban a los tripu­lantes y hundían las embarcaciones una vez consumado el saqueo.
A veces, incluso, aquellas bandas de desalmados, de criminales sin escrú-pulos, habían tenido el atrevimiento de asaltar algunos pueblos costeros, robando doncellas y violándolas, para más tarde traficar con ellas en los mer­cados de Argel y Constantinopla donde las vendían como esclavas.
En el Cantábrico, el tristemente famoso pirata nortea­fricano Cambaral que capitaneaba un libero bajel, sembra­ra terror y pánico en sus correrías por aquellas latitudes.
Los pocos navíos que se aventuraban a surcar este mar eran presas seguras del corsario Los pescadores estaban atemorizados, sin atreverse a embarcar, con sus naves fon­deadas en los puertos y dársenas, mientras el hambre se cebaba en sus pobres familias a las que, por miedo al pira­ta, se veían imposibilitados de alimentar debidamente. Pero por mucho que trataban de encontrar soluciones, el temor de caer en manos de aquel asesino les tenía conde­nados a la impotencia.

Tomó parte en elfo ej gobierno enviando unos barcos de guerra para capturar al bandido; le persiguieron con ahínco, con la orden de cumplir la ley que condenaba al pirata hallado in fraganti a ser colgado del palo mayor de su propio navío. Mas no lograron dar alcance a la ligera goleta, que navegaba veloz a toda vela, rompiendo con su proa las impetuosas olas que barrían la cubierta y dejaba tras de sí una larguísima estela de espuma. Desalentados los persegui-dores, tenían que volver al puerto, y el temido Camaral quedaba dueño de aquellas aguas y plenas condi­ciones de seguir cometiendo fechorías.
En la hermosa y pintoresca villa de Luarca se alzaba, a la orilla del mar construido sobre la roca viva, un suntuo­so palacio señorial de espesos muros, a los que llegaban las fuertes olas cuando arreciaban las galernas del Cantá­brico. Habitaba en él un muy noble caballero que, indig­nado ante aquel estado de cosas, se propuso capturar por su cuenta y riesgo al famoso pirata que tenía aterrorizados a los habitantes y sobre todo a los pescadores que faenaban por aquellos entornos.
Preparó para ello algunos navíos de su propiedad y, embarcando a sus hombres de armas, marchó al frente de ellos en busca del maldito corsario.
Varias millas habían recorrido ya, cuando el muy noble señor divisó en lontananza un bergantín con todo el apare­jo desplegado y llevando izada la bandera negra de la pira­tería. Dio orden el señor de enfilarlo, pero el velero, cuyo capitán, sobre el puente, oteaba el horizonte con su catale­jo, ya había descubierto la flota enemiga y se dirigía veloz hacia ella pensando que fueran nuevas presas.
Con gran arrogancia había dado orden al timonel de acercarse a las naves, mientras él se reunía en proa con sus hombres y les daba instrucciones para el ataque y posterior abordaje, revisando bien los cuchillos y las armas blancas. Pronto el buque pirata llegó al suso-dicho abordaje junto al barco enemigo, y unos y otros saltaron a la embarcación contraria trabándose encarnizados combates cuerpo a cuerpo en medio de la más terrible y caótica confusión, cayendo continuamente por la borda los cuerpos ehsan­grentados de los contendientes de ambos bandos. Se buscó a Cambaral y fue, encon-trado sobre cubierta en un charco de sangre con heridas en la cabeza y en el resto de su na­turaleza, laos cuales le había privado del sentido. Herido el capitán, fue relativamente fácil someter al resto de los piratas.

El muy noble señor desde el puente de mando dio órde­nes: que el herido fuera trasladado a su nave, los cadáveres arrojados al mar y los corsarios que estaban presos, ence­rrados bajo severas medidas de seguridad en las bodegas de los navíos vencedores. Y, bien cerradas las escotillas del navío corsario, fue remolcado hasta Luarca.
Allí, el caballeroso hidalgo, decidió curar al bandido antes de entregarle a la justicia para que ésta actuase en consecuencia y le aplicase el castigo que se considerase de ley a los muchos crímenes por él. cometidos. Mandó lle­varle a su casa y que le acostaran en un blando lecho, en­cargando que se le atendiese como un ser humano y que le curaran las heridas. Llamó para ello a su bellísima hija, que ayudó con, sus delicadas manos a restañar la sangre que manaba de las heridas del atrevido corsario.
Cuando el terror de los mares recobró el conocimiento, se encontró en una suntuosa estancia y junto a su cama vio a una joven de hermosura fascinante, de rostro nacarino, que le miraba atenta y curiosamente con sus grandes ojos azabache. El pirata, al verla, extasiado primero y sorpren­dido después porque aún no tenía noción ni consciencia exacta de lo que había sucedido, pensó en una bella hurí dél paraíso y trató de preguntar si se trataba de una aparición perteneciente a otro mundo. Pero ella, llevándose un dedo a sus rojos y golosos labios que tenían el color san­grante de las fresas maduras, le obligó a guardar silencio. El bandido, entonces, sintió todo el dolor atroz de sus heri­das y tuvo la certeza interior de que se aproximaba su últi­ma hora; pero aun la muerte le parecía una auténtica ben­dición si se le presentaba encontrán-dose él a la vera de aquella hermosura de doncella.
Varios días pasó el herido entre la vida y la muerte, continuadamente atendido por la bellísima asturiana que le había llegado hasta el fondo de su alma, y con un senti­miento para él desconocido, creyó amarla más que a su propia vida y se dijo que era preferible morir mil veces que verse separado de ella. También la pura y encantadora jovencita se había enamorado profunda-mente del alta-nero y gallardo terror de los mares, por su apostura y encanta­dora buena apariencia, sintiendo su corazón prisionero de los latidos del de él; y ambos, en silencio y con solo las miradas, intensas y profundas miradas, se comunicaban la grandeza de su amor y el fuego que encendía sus senti­mientos.
Llegó la ocasión en que de manera mutua se confesaron la maravillosa realidad de lo que sus corazones se expre­saban el uno por el otro y, ya desbordada la pasión conte­nida, se sumergieron en un mar de dichas -que no de combates esta vez para el avezado y temerario pirata- y embriagadores sueños. Decidieron huir adonde nadie pudiera encontarlos para oponerse a su dicha, y una noche se dieron cita a la orilla del mara Esperó la muchacha que su padre durmiera, y con refinada cautela salió del palacio deslizándose como una sombra por la entreabierta porte­zuela de la parte trasera de la enorme edificación.
Alcanzó el embarcadero que estaba a unos metros de la señoría! residencia, y allí la esperaba ya el altivo pirata junto al navío que había de conducirles a lejanos mares e ignorados puertos. Las olas lamían las rocas de la orilla mientras un rayo de luna, rompiendo la bruma, caía sobre las dormidas aguas y dejaba sobre ellas su rostro de plata bruñida. El pirata, transido de amor, recibió entre sus brazos a la doncella y, al notar su pálpito amoroso, sintió el fuego en sus venas y sus almas se unieron en un apasio­nado beso al mismo tiempo que también lo hacían sus bocas. En aquel momento, el padre, que había sido avisa­do de la fuga de su hija, sorprendió a los enamorados en el supremo instante y, ciego de ira, levantó su recio y fuerte brazo enarbolando la pesada espada y segó de un solo tajo las cabezas de los dos amantes, que rodaron al mar, mien­tras sus cuerpos quedaron para siempre fuertemente abra­zados.
Todavía se conserva vivo el recuerdo de este hecho tan singular como romántico.
El barrio de pescadores situado en torno de la dársena luarquesa sigue llamándose el barrio de Cambaral en memoria del famoso pirata. Y sobre el mismo sitio en que cayeron los cuerpos de los dos enamorados se construyó más tarde un puente, del que todos los habitantes conocen la historia, y que conserva el nombre del Puente del Beso.

100. anonimo (asturias)

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