Durante los atardeceres rozados que se despliegan
sobre el lago Nahuel Huapi, se oyen los agudos chillidos de los macáes, que
llegan apurados como para no perderse ese hermoso regalo de la naturaleza. Danzan
sobre el agua, mueven sus alas plateadas y desaparecen por momentos en busca de
alimento para los pichones que esperan ansiosos en la orilla, bien ocultos en
sus nidos.
Dicen los mapuches que si uno hace silencio y presta
atención podrá ver siempre juntos a dos macáes, macho y hembra, que se demoran
para despedirse del lago antes de nadar con el resto de la bandada hacia su
refugio nocturno. Entonces puede reconocerse a Maitén y a Coyán.
Inevitable-mente, viene a la memoria del observador el espléndido Shompal-hué,
espíritu del lago que los salvara en otros tiempos... Cómo no recordar aquel
momento en que se amaban como hombre y mujer.
Maitén y Coyán se casarían al comenzar el verano. La
novia, ayudada por el resto de las mujeres, trabajaba mucho: tejió apretadas
mantas, consiguió del challafe los recipientes de barro que iban a hacerle
falta para preparar el muschay. Y lo que para ella era su maravilloso secreto,
había comenzado a engarzar un collar de ostras para llevar el gran día de la
fiesta.
Maitén quería deslumbrar con su gargantilla, por eso
salía a recoger los caracoles más raros, más bellos, más perfectos. En esa
búsqueda, todos los días se desplazaba hacia las playas más alejadas. Durante
muchas tardes caminaba bordeando la orilla del lago, internándose de a ratos en
las laderas cuando los acantilados le salían al encuentro. Después de cada
rodeo, accedía por fin a otra playa. No era fácil distinguir las conchillas
deseadas entre las piedras que cubren la arena, entonces Maitén se agachaba y examinaba
el terreno con sus ojos oscuros y sus dedos diestros, o se acercaba con la
ilusión de encontrar allí alguna más linda, embellecida por el agua.
En esa tarea se encontraba una tarde cuando la
descubrieron dos pehuenches: en cuanto la vieron, la quisieron para ellos. Se
acercaron, la saludaron con cortesía y luego de una larga conversación que
impactó a la muchacha, trataron de convencerla de que aceptara casarse con uno
de los dos.
Maitén, antes de volverse apurada a su ruca, les
explicó que estaba prometida, que restaban muy pocos días para ser una mujer
casada. Además, les dijo: "Esos asuntos deben tratarse entre los
padres". Y no les contó cuánto quería a Coyán porque le dio vergüenza...
Pero los pehuenches habían quedado tan prendados de
la joven que no se conformaron, y para lograr el deseo de que Maitén los
quisiera pidieron ayuda a una machi. La anciana sabia, prudente, les sugirió
que no era tarea fácil torcer las voluntades, debían elegir con seriedad, y
había que someter la decisión a un espíritu superior. Muy solemnemente les
explicó que tenían que recurrir a Shompalhué, el espíritu que arremolinaba el
Nahuel Huapi durante las tormentas o lo volvía manso, ahuyentado a Kûref, el
frío viento. Después de hablarles claramente de las posibilidades de concreción
del pedido, los despachó diciéndoles que esperaran confiados; ella haría todo
lo que estuviera a su alcance.
Mientras tanto, en el hogar de Maitén seguían los
preparativos, nadie se había enterado del encuentro casual de la niña con los
pehuenches, y ella se iba cada vez más lejos y más feliz a buscar las caracolas
que le faltaban.
Por su parte, la machi, cumplidora, comenzó con la
preparación de sus hechizos y cuando todo estuvo listo salió en canoa para
sorprender a Maitén. Pronto la encontró sentada en una saliente, en el momento
en que sacaba el collar ya casi terminado de su bolsa para admirarlo al sol.
Aseguró el remo en la costa y la saludó:
‑Cómo estás, bella muchacha. ¿Cómo van los
preparativos para tu boda?
‑Buenas tardes ‑respondió Maitén probándose el
collar‑. ¿Cómo sabe usted sobre mi casamiento?
‑Las viejas sabemos todo. También sé que desde hace
días estás armando esa hermosa gargantilla: por eso te traje una caracola
especial-mente bonita que encontré hace años en una pequeña playa poco cono-cida...
quedaría perfecta en ese collar ‑metió su huesuda mano entre sus ropas y
descubrió ante los ojos asombrados de la joven una valva torna-solada.
‑¡Qué belleza! ¿Puedo verla, por favor? ‑pidió
Maitén.
Y la machi se la ofreció.
La caracola era grande, ocupaba casi toda la mano de
la muchacha, pero era la más delgada y liviana de todas las que ella viera. En
su parte cóncava tenía un extraño dibujo rosado y gris, con un centro verdoso
que semejaba un ojo. Maitén no podía desviar su mirada: la pupila brillante
parecía dilatarse y contraerse, mientras su contorno se desdibujaba en el
tornasol. Entonces, obnubilada, no
se dio cuenta de que se adormecía, tampoco percibió cuando la vieja la empujó
con suavidad hacia la canoa y la acostó en el fondo, ni siquiera se percató de
que sola comenzaba un viaje hacia el interior del lago: la machi había saltado
de la canoa y empujaba la embarcación alejándola de la costa, camino al reino
de Shompalhué.
Coyán pescaba a un kilómetro de distancia, cerca de
su ruca. Cuando levantó la vista para arrojar su línea distinguió la barca, no
sabía qué había adentro pero solidariamente pensó que sería bueno interceptarla
porque alguien la habría perdido. El muchacho se lanzó al agua para recuperar
la canoa sin remero y no pudo creerlo: con las mejillas arrebatadas por el sol,
la boca entreabierta y un collar
de caracoles sobre el pecho, dormía su novia.
Sosteniéndose del borde de la canoa, Coyán comenzó a
llamarla:
‑¡Maitén, Maitén! ‑gritaba mientras se inclinaba
sobre ella y sin querer le mojaba la cara, el cuello, el manto...
La muchacha no respondía, dormía profundamente
mientras el sol se iba ocultando detrás de las montañas, el agua se enfriaba y
Kûref, convocado, empezaba a soplar. Su fuerza hizo que la corriente arrastrara
hacia el costado más rocoso de la montaña la canoa a la que se aferraba Coyán
con desesperación, maldiciendo la falta de un remo... Todo hacía suponer que se
estrellarían contra las rocas y tanto Coyán como la niña durmiente morirían
ahogados.
Entonces todo el lago pareció levantarse y con una
extraña fuerza resquebrajó las rocas y partió en dos la montaña para abrirse
paso, avanzó luego implacable por el nuevo cañadón inaugurando un nuevo lecho.
Si bien se habían salvado de morir despedazados, la
canoa se había perdido con los violentos movimientos del agua. Coyán tenía su
cuerpo rígido de frío, estaba agotado por el esfuerzo y sentía pánico por lo
que pudiera pasar. Pese al miedo, el valiente muchacho intentaba todavía
mantenerse a flote sosteniendo fuera del agua la cabeza de Maitén. El lago
seguía enloquecido y disponía de sus cuerpos como si fueran pequeñas ramas, los
hacía hundirse y levantarse.
Finalmente, una gran ola los sumergió por completo y
ya no emergieron. En su lugar, una vez calmada la tormenta, dos macáes se
alejaron por el agua mansa, gráciles, plateados y brillantes como la misma
espuma.
El espíritu del lago logró romper el hechizo de la
machi: Maitén y Coyán nadan juntos, comparten su amor eterno.
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