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sábado, 25 de agosto de 2012

Los amantes de nahuel huapi

Durante los atardeceres rozados que se despliegan sobre el lago Nahuel Huapi, se oyen los agudos chillidos de los macáes, que llegan apurados como para no perderse ese hermoso regalo de la naturaleza. Danzan sobre el agua, mueven sus alas plateadas y desaparecen por momentos en busca de alimento para los pichones que esperan ansiosos en la orilla, bien ocultos en sus nidos.
Dicen los mapuches que si uno hace silencio y presta atención podrá ver siempre juntos a dos macáes, macho y hembra, que se demoran para despedirse del lago antes de nadar con el resto de la bandada hacia su refugio nocturno. Entonces puede reconocerse a Maitén y a Coyán. Inevitable-mente, viene a la memoria del observador el espléndido Shompal-hué, espíritu del lago que los salvara en otros tiempos... Cómo no recordar aquel momento en que se amaban como hombre y mujer.
Maitén y Coyán se casarían al comenzar el verano. La novia, ayudada por el resto de las mujeres, trabajaba mucho: tejió apretadas mantas, consiguió del challafe los recipientes de barro que iban a hacerle falta para preparar el muschay. Y lo que para ella era su maravilloso secreto, había comenzado a engarzar un collar de ostras para llevar el gran día de la fiesta.
Maitén quería deslumbrar con su gargantilla, por eso salía a recoger los caracoles más raros, más bellos, más perfectos. En esa búsqueda, todos los días se desplazaba hacia las playas más alejadas. Durante muchas tardes caminaba bordeando la orilla del lago, internándose de a ratos en las laderas cuando los acantilados le salían al encuentro. Después de cada rodeo, accedía por fin a otra playa. No era fácil distinguir las conchillas deseadas entre las piedras que cubren la arena, entonces Maitén se agachaba y examinaba el terreno con sus ojos oscuros y sus dedos diestros, o se acercaba con la ilusión de encontrar allí alguna más linda, embellecida por el agua.
En esa tarea se encontraba una tarde cuando la descubrieron dos pehuenches: en cuanto la vieron, la quisieron para ellos. Se acercaron, la saludaron con cortesía y luego de una larga conversación que impactó a la muchacha, trataron de convencerla de que aceptara casarse con uno de los dos.
Maitén, antes de volverse apurada a su ruca, les explicó que estaba prometida, que restaban muy pocos días para ser una mujer casada. Además, les dijo: "Esos asuntos deben tratarse entre los padres". Y no les contó cuánto quería a Coyán porque le dio vergüenza...
Pero los pehuenches habían quedado tan prendados de la joven que no se conformaron, y para lograr el deseo de que Maitén los quisiera pidieron ayuda a una machi. La anciana sabia, prudente, les sugirió que no era tarea fácil torcer las voluntades, debían elegir con seriedad, y había que someter la decisión a un espíritu superior. Muy solemnemente les explicó que tenían que recurrir a Shompalhué, el espíritu que arremolinaba el Nahuel Huapi durante las tormentas o lo volvía manso, ahuyentado a Kûref, el frío viento. Después de hablarles claramente de las posibilidades de concreción del pedido, los despachó diciéndoles que esperaran confiados; ella haría todo lo que estuviera a su alcance.
Mientras tanto, en el hogar de Maitén seguían los preparativos, nadie se había enterado del encuentro casual de la niña con los pehuenches, y ella se iba cada vez más lejos y más feliz a buscar las caracolas que le faltaban.
Por su parte, la machi, cumplidora, comenzó con la preparación de sus hechizos y cuando todo estuvo listo salió en canoa para sorprender a Maitén. Pronto la encontró sentada en una saliente, en el momento en que sacaba el collar ya casi terminado de su bolsa para admirarlo al sol. Aseguró el remo en la costa y la saludó:
‑Cómo estás, bella muchacha. ¿Cómo van los preparativos para tu boda?
‑Buenas tardes ‑respondió Maitén probándose el collar‑. ¿Cómo sabe usted sobre mi casamiento?
‑Las viejas sabemos todo. También sé que desde hace días estás armando esa hermosa gargantilla: por eso te traje una caracola especial-mente bonita que encontré hace años en una pequeña playa poco cono-cida... quedaría perfecta en ese collar ‑metió su huesuda mano entre sus ropas y descubrió ante los ojos asombrados de la joven una valva torna-solada.
‑¡Qué belleza! ¿Puedo verla, por favor? ‑pidió Maitén.
Y la machi se la ofreció.
La caracola era grande, ocupaba casi toda la mano de la muchacha, pero era la más delgada y liviana de todas las que ella viera. En su parte cóncava tenía un extraño dibujo rosado y gris, con un centro verdoso que semejaba un ojo. Maitén no podía desviar su mirada: la pupila brillante parecía dilatarse y contraerse, mientras su contorno se desdibujaba en el tornasol. Entonces, obnubilada, no se dio cuenta de que se adormecía, tampoco percibió cuando la vieja la empujó con suavidad hacia la canoa y la acostó en el fondo, ni siquiera se percató de que sola comenzaba un viaje hacia el interior del lago: la machi había saltado de la canoa y empujaba la embarcación alejándola de la costa, camino al reino de Shompalhué.
Coyán pescaba a un kilómetro de distancia, cerca de su ruca. Cuando levantó la vista para arrojar su línea distinguió la barca, no sabía qué había adentro pero solidariamente pensó que sería bueno interceptarla porque alguien la habría perdido. El muchacho se lanzó al agua para recuperar la canoa sin remero y no pudo creerlo: con las mejillas arrebatadas por el sol, la boca entreabierta y un collar de caracoles sobre el pecho, dormía su novia.
Sosteniéndose del borde de la canoa, Coyán comenzó a llamarla:
‑¡Maitén, Maitén! ‑gritaba mientras se inclinaba sobre ella y sin querer le mojaba la cara, el cuello, el manto...
La muchacha no respondía, dormía profundamente mientras el sol se iba ocultando detrás de las montañas, el agua se enfriaba y Kûref, convocado, empezaba a soplar. Su fuerza hizo que la corriente arrastrara hacia el costado más rocoso de la montaña la canoa a la que se aferraba Coyán con desesperación, maldiciendo la falta de un remo... Todo hacía suponer que se estrellarían contra las rocas y tanto Coyán como la niña durmiente morirían ahogados.
Entonces todo el lago pareció levantarse y con una extraña fuerza resquebrajó las rocas y partió en dos la montaña para abrirse paso, avanzó luego implacable por el nuevo cañadón inaugurando un nuevo lecho.
Si bien se habían salvado de morir despedazados, la canoa se había perdido con los violentos movimientos del agua. Coyán tenía su cuerpo rígido de frío, estaba agotado por el esfuerzo y sentía pánico por lo que pudiera pasar. Pese al miedo, el valiente muchacho intentaba todavía mantenerse a flote sosteniendo fuera del agua la cabeza de Maitén. El lago seguía enloquecido y disponía de sus cuerpos como si fueran pequeñas ramas, los hacía hundirse y levantarse.
Finalmente, una gran ola los sumergió por completo y ya no emergieron. En su lugar, una vez calmada la tormenta, dos macáes se alejaron por el agua mansa, gráciles, plateados y brillantes como la misma espuma.
El espíritu del lago logró romper el hechizo de la machi: Maitén y Coyán nadan juntos, comparten su amor eterno.

059. anonimo (mapuche)

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