Todo empezó el día en que un pastor, buscando
guarecerse del chaparrón que estaba cayendo, se metió en una cueva, allá por
los pinares que desde Es Caló suben
hacia La Mola. Era
de noche, casi, y, tanteando por el interior del agujero, el muchacho recogió
ramas y hojarasca con las que prendió una fogata para calentarse.
Allí dentro, al menos, no se mojaba uno. El
viento helado no le alcanzaba y el fuego, poco a poco, iba secando sus ropas
empapadas. Todo su bienestar cambió, sin embargo, cuando se dio la vuelta para
secarse la espalda. El pastor se puso en pie de un brinco, mirando hacia dentro
con los ojos desorbitados. A la oscilante claridad del fuego, una gigantesca
mano, peluda y sucia de manchas de sangre reseca, parecía querer atraparle,
avanzando desde el fondo de la cueva.
Olvidándose del frío, del viento y del
aguacero, el mozo salió corriendo monte abajo, y no paró hasta llegar a su
casa, donde, recuperada el habla, contó su particular visión del suceso.
Desde entonces, nadie se atrevió a entrar en
la cueva. A lo más que llegaban era a asomarse a su boca, escrutando la
oscuridad, hasta que entre-veían la manaza -sa
mà peluda, abierta y ensangrentada, como queriendo atrapar al primero que
traspusiera la entrada. La curiosidad se convertía en pánico y, generalmente,
el camino de vuelta solía hacerse en bastante menos tiempo que el de ida.
El único que estaba en el secreto de todo
aquello era un pescador de Es Caló a
quien alguien había contado la historia de la misteriosa mano.
Fue años atrás, en uno de aquellos desembarcos
de piratas que con tanta frecuencia se sucedían, aún, en Formentera. Los
isleños repelieron a los moros como tenían por costumbre, es decir a
garrotazos, pedradas y algún que otro tiro, hasta obligarles a reembarcar. Uno
de ellos, sin embargo, malherido y renqueante, no pudo llegar a la nave y se
guareció en aquella cueva. Se suponía que alguna cabra muerta debió servirle de
alimento, ya que la piel del animal, ensangrentada y colgada de una cuerda, la
encontraron un día en el interior de la gruta. Era, talmente, una mano enorme y
cubierta de pelo.
Los moros eran incorregibles o debía ser mucha
su necesidad puesto que, sabiendo lo poco que podían llevarse de la isla y cómo
las gastaban los isleños, insistían aún en nuevas escaramuzas. En una de ellas
por poco atrapan al pescador de Es Caló,
que sólo tuvo tiempo de coger su caracola marina y salir corriendo, monte
arriba, seguido por la chusma de moros, hasta llegar a la cueva.
Prendió fuego a unos matojos, ató una cuerda a
la piel de cabra y la colgó frente a la entrada mientras, desde dentro, soplaba
la caracola a pleno pulmón y, tirando de la cuerda, imprimía a la monstruosa
«mano» unos espeluzantes movimientos.
La cueva debía parecer la antesala del
infierno. Al menos eso debieron pensar los piratas que no esperaban encontrarse
con aquella visión, ni con el fuego ni con el sonido del corn, semejante al bramido de cien condenados al fuego eterno.
El final de los moros, en las leyendas, es,
casi siempre, de lo más desairado: echar a correr y reembarcarse, los que no
caían en manos de sus soliviantados perseguidores. En esta ocasión, ocurrió
igual.
El pescador los miraba correr, muerto de risa.
Cuando, al fin, los perdió de vista, no tuvo ni que molestarse en desmontar su
decorado. El fuego se había encargado de ello y de la piel de cabra, de la
famosa má peluda, no quedaban más que
las cenizas.
Las cenizas y el recuerdo, puesto que a
aquella cueva, aunque muchos no sepan por qué, se la conoce, aún hoy, como sa cova de sa mà peluda.
Fuente: Gabriel Sabrafin
092. anonimo (
balear-formentera)
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