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sábado, 25 de agosto de 2012

La huella de sangre

Cerca de Oviedo, entre los robledales de la ribera del Nalón, se alzaba en el siglo XIV el castillo de don Rodrigo, señor de Priorio. Tenía fama éste de ser un caballero intransigente y desmedidamente orgulloso. Quiso el desti­no que su bellísima hija Irene, único ser de este mundo capaz de despertar la ternura del inaccesible don Rodrigo, llegara a ser la más desgraciada víctima de su altivez y al mismo tiempo de su falta de comprensión e incluso de caridad, hecho éste último del que aquel caballero había vivido permanentemente alejado.
Irene arriaba a Pablo, el zallardo paje del infatúe don Alfonso. Aunque muy joven, había dado ya el doncel cumplidas y sobradas muestras de su arrojo y valor y espe­raba que pronto le premiasen con la distinción de armarle caballero. El temor que los dos componentes de la enamo­rada pareja tenían al orgullo de don Rodrigo era la causa de que guardasen celosamente el secreto de sus amores.
Un día, Irene, cuando dialogaba románticamente con Pablo desde la ventana de su aposento se vio sorprendida por su padre que, sospechando algo de lo que ocurría, había entrado en la estancia con el mayor sigilo. Resultó inútil pretender disimular. Don Rodrigo escuchó de labios de su hija la confesión de los sentimientos que le inspiraba el valiente doncel del infante. A pesar de las excelentes cualidades de Pablo y de su reconocido valor, ya elogiado por el rey en más de una ocasión, el castellano de Priorio le despreciaba por su bastardía y le consideraba indigno de merecer la mano de su ilustre heredera, a quien tenía por tan noble como la misma reina.
Escuchó, pues con enojo, la confesión de su hija, aban­donando el recinto con gesto sombrío y amenazador. Sus pasos resonaron como tañidos de fúnebre campana por todo el castillo, en dirección a la puerta, e Irene compren­dió que iba en busca de Pablo.
En vano rogó la joven a su amado desde la ventana que huyera, advirtién-dolé del peligro que se cernía sobre él. Permaneció el paje en el lugar donde se encontraba, lo mismo que si unas raíces invisibles hubiesen clavado las plantas de sus pies en la tierra. ¿Cómo iba a dejar su ver­dadera vida por miedo a la muerte? Momentos más tarde el castellano de Priorio se hallaba ante él y le vociferaba palabras ofensivas e injuriosas. Pablo trató de reprimir la cólera que le producían aquellos insultos y ni siquiera sacó la espada al arrinco-narle don Rodrigo con la suya.
De pronto se abrieron las puertas del castillo y apareció Irene pálida como una difunta. Escuchó impasible las durísimas palabras que le dirigía su padre; pero al ver a Pablo cubierto de sangre, se desmayó. El desolado joven corrió rápidamente a socorrerla; pero don Rodrigo se lo impidió alzando su espada con ambas manos y exclaman­do con la ira y el odio asomando con virulencia por sus encendidos ojos:
-¡Miserable, no cometas el sacrilegio y la infamia de mancharla con tu sangre bastarda!
Aquellas crueles palabras aniquilaron la paciencia del paje y, no pudiendo contenerse ni un segundo más, se aba­lanzó sobre el castellano, ciego de furor, y le clavó la espa­da en el pecho.

Las gentes del castillo acudieron al ruido de las armas, y al ver el cuerpo de su señor tendido en tierra, se lanzaron sobre el matador deseosos de venganza. Pablo, que había permanecido durante unos momentos contem-plando fija­mente el cadáver como si el horror de su acción le hubiera conver-tido en piedra, se preparó, reaccionando a tiempo, para defenderse.
Consciente de que la superioridad numérica sería un obstáculo difícil de salvar, haciendo no obstante gala y arrojo de que aquel valor que había ganado en circunstan­cias tan difíciles como aquella o más, se plantó temeraria­mente frente a los agresores dispuesto a vender muy cara su vida.
Se cruzaban ya las espadas con, el ruido característico del acero al chocar, cuando Irene se recuperó de su des­mayo.
Haciéndose con centelleante rapidez a la realidad detu­vo con un gesto a los contendientes, y los hombres de su padre obedeciéndola, se retiraron al punto. Pero en aquel momento descubrió el ensangrentado cadáver de su padre. Entonces, dando pruebas de una serenidad y entereza que antes no había tenido, se arrodilló ante él ordenando con voz segura:
-¡Apoderaos del matador!
Pablo tiró la espada dispuesto a dejarse prender sin ofrecer la más mínima resistencia y suplicó a su amada que se le diera la muerte que merecía, pero que por el amor de Dios no le negase el supremo consuelo de su perdón.
Las tumultuosas lágrimas que brotaron caudalosamen­te de los hermosos ojos de la doncella le hicieron com­prender que todavía le amaba, y por unos momentos una expresión de paz y felicidad iluminó su rostro.
Después, al escuchar la voz de su adorada asegurando con tono inapelable que quedaban definitiva e irremediablemente separados por aquella muerte, se sintió el mál desdichado de los hombres y murmurando un triste adiós, se arrojó al río.
Nadie se atrevió a detenerle.
Sólo Irene quiso seguirle pero sus doncellas se lo impi­dieron sujetándola fuertemente al tiernpó que la obligaban a regresar al interior del castillo, mientras las aguas del Nalón arrastraban el cadáver del infortunado Pablo.
Irene pasó en Priorio el resto de su existencia llevando una vida más sombría que la muerte. La impresión que recibió por aquella doble desgracia la volvió loca.
En la orilla izquierda del Nalón, no lejos de Caldas, hay una peña musgosa salpicada de sombras rojizas. Es la peña desde donde Pablo se arrojó al agua que conserva las señales de sus pies manchados con la sangre de don Rodrigo.

100. anonimo (asturias)

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