Cerca de Oviedo, entre los robledales de la ribera del
Nalón, se alzaba en el siglo XIV el castillo de don Rodrigo, señor de Priorio.
Tenía fama éste de ser un caballero intransigente y desmedidamente orgulloso.
Quiso el destino que su bellísima hija Irene, único ser de este mundo capaz de
despertar la ternura del inaccesible don Rodrigo, llegara a ser la más
desgraciada víctima de su altivez y al mismo tiempo de su falta de comprensión
e incluso de caridad, hecho éste último del que aquel caballero había vivido
permanentemente alejado.
Irene arriaba a Pablo, el zallardo paje del infatúe
don Alfonso. Aunque muy joven, había dado ya el doncel cumplidas y sobradas
muestras de su arrojo y valor y esperaba que pronto le premiasen con la
distinción de armarle caballero. El temor que los dos componentes de la enamorada
pareja tenían al orgullo de don Rodrigo era la causa de que guardasen
celosamente el secreto de sus amores.
Un día, Irene, cuando dialogaba románticamente con
Pablo desde la ventana de su aposento se vio sorprendida por su padre que,
sospechando algo de lo que ocurría, había entrado en la estancia con el mayor
sigilo. Resultó inútil pretender disimular. Don Rodrigo escuchó de labios de
su hija la confesión de los sentimientos que le inspiraba el valiente doncel
del infante. A pesar de las excelentes cualidades de Pablo y de su reconocido
valor, ya elogiado por el rey en más de una ocasión, el castellano de Priorio
le despreciaba por su bastardía y le consideraba indigno de merecer la mano de
su ilustre heredera, a quien tenía por tan noble como la misma reina.
Escuchó, pues con enojo, la confesión de su hija, abandonando
el recinto con gesto sombrío y amenazador. Sus pasos resonaron como tañidos de
fúnebre campana por todo el castillo, en dirección a la puerta, e Irene comprendió
que iba en busca de Pablo.
En vano rogó la joven a su amado desde la ventana que
huyera, advirtién-dolé del peligro que se cernía sobre él. Permaneció el paje en
el lugar donde se encontraba, lo mismo que si unas raíces invisibles hubiesen
clavado las plantas de sus pies en la tierra. ¿Cómo iba a dejar su verdadera
vida por miedo a la muerte? Momentos más tarde el castellano de Priorio se
hallaba ante él y le vociferaba palabras ofensivas e injuriosas. Pablo trató
de reprimir la cólera que le producían aquellos insultos y ni siquiera sacó la
espada al arrinco-narle don Rodrigo con la suya.
De pronto se abrieron las puertas del castillo y
apareció Irene pálida como una difunta. Escuchó impasible las durísimas
palabras que le dirigía su padre; pero al ver a Pablo cubierto de sangre, se
desmayó. El desolado joven corrió rápidamente a socorrerla; pero don Rodrigo se
lo impidió alzando su espada con ambas manos y exclamando con la ira y el odio
asomando con virulencia por sus encendidos ojos:
-¡Miserable, no cometas el sacrilegio y la infamia de
mancharla con tu sangre bastarda!
Aquellas crueles palabras aniquilaron la paciencia del
paje y, no pudiendo contenerse ni un segundo más, se abalanzó sobre el castellano,
ciego de furor, y le clavó la espada en el pecho.
Las gentes del castillo acudieron al ruido de las
armas, y al ver el cuerpo de su señor tendido en tierra, se lanzaron sobre el
matador deseosos de venganza. Pablo, que había permanecido durante unos
momentos contem-plando fijamente el cadáver como si el horror de su acción le
hubiera conver-tido en piedra, se preparó, reaccionando a tiempo, para
defenderse.
Consciente de que la superioridad numérica sería un
obstáculo difícil de salvar, haciendo no obstante gala y arrojo de que aquel
valor que había ganado en circunstancias tan difíciles como aquella o más, se
plantó temerariamente frente a los agresores dispuesto a vender muy cara su
vida.
Se cruzaban ya las espadas con, el ruido
característico del acero al chocar, cuando Irene se recuperó de su desmayo.
Haciéndose con centelleante rapidez a la realidad detuvo
con un gesto a los contendientes, y los hombres de su padre obedeciéndola, se
retiraron al punto. Pero en aquel momento descubrió el ensangrentado cadáver
de su padre. Entonces, dando pruebas de una serenidad y entereza que antes no
había tenido, se arrodilló ante él ordenando con voz segura:
-¡Apoderaos del matador!
Pablo tiró la espada dispuesto a dejarse prender sin
ofrecer la más mínima resistencia y suplicó a su amada que se le diera la
muerte que merecía, pero que por el amor de Dios no le negase el supremo
consuelo de su perdón.
Las tumultuosas lágrimas que brotaron caudalosamente
de los hermosos ojos de la doncella le hicieron comprender que todavía le
amaba, y por unos momentos una expresión de paz y felicidad iluminó su rostro.
Después, al escuchar la voz de su adorada asegurando
con tono inapelable que quedaban definitiva e irremediablemente separados por
aquella muerte, se sintió el mál desdichado de los hombres y murmurando un
triste adiós, se arrojó al río.
Nadie se atrevió a detenerle.
Sólo Irene quiso seguirle pero sus doncellas se lo
impidieron sujetándola fuertemente al tiernpó que la obligaban a regresar al
interior del castillo, mientras las aguas del Nalón arrastraban el cadáver del
infortunado Pablo.
Irene pasó en Priorio el resto de su existencia
llevando una vida más sombría que la muerte. La impresión que recibió por
aquella doble desgracia la volvió loca.
En la orilla izquierda del Nalón, no lejos de Caldas,
hay una peña musgosa salpicada de sombras rojizas. Es la peña desde donde Pablo
se arrojó al agua que conserva las señales de sus pies manchados con la sangre
de don Rodrigo.
100. anonimo (asturias)
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