Hace muchísimos años vivía en Oviedo una joven llamada
María, la cual unía a su prodigiosa hermosura un corazón frío como la nieve.
Había rechazado con altivo desdén a los mejores caballeros del país y no se había
conmovido lo más mínimo por las desgracias que a algunos había acarreado su
hermosura: hubo un caballero que enloqueció y galán desesperado que se quitó
la vida.
En cierta ocasión fue a vivir cerca de Oviedo en una
casuca perdida en el monte, un caballero mozo, que pronto ganó por su conducta,
fama de santidad. Alternaba su vida retirada de ermitaño con frecuentes
excursiones en las que llevaba socorros a las familias más pobres de la
comarca. Desde el momento en que la desdeñosa María tuvo ocasión de tropezarse
con el, se fundió el hielo de su corazón para dejar paso a la más encendida de
las pasiones. De nada le sirvieron sus artes seductoras ni la prodigalidad de
sus exuberantes y extraordinarios encantos, porque el joven anacoreta se
mantuvo tan imperturbable como inaccesible. Entonces María conoció por vez
primera la desesperación y el dolor.
Sus hechizos no le habían servido para nada; pero, no
queriéndose dar por vencida, acudió a otra clase de recursos. Y un día visitó
a una vieja hechicera pidiéndole ayuda. La bruja se ofreció a prestársela si
a cambio le entregaba su alma al diablo. Cuenta la tradición que la desventurada
María se entrevistó con el mismísimo Satanás y que recibió de él una cuchilla
con la orden de que le cortase la cabeza a su hermano menor en una gruta
cercana a donde moraba el joven caballero; sólo así seria eficaz el maleficio
diabólico y el hombre amado y deseado acabaría cayendo, rendido e implorante, a
sus pies.
María hizo todo como se había pactado.
Cuando a la mañana siguiente cantó el primer gallo,
cogió cuidadosamente a su hermanito que dormía profunda y plácidamente en la
cuna, y se lo llevó a la gruta. Se cuenta que los gritos de una bandada de
búhos la guiaron en la oscuridad y, que al llegar a la entrada de la cueva, las
aves se posaron en los árboles vecinos graznando de un modo siniestro. María
entró en la gruta, colocó al niño todavía dormido, en una peña, y sin un
momento de vacilación, le separó la cabeza del tronco con un solo golpe de
cuchilla. La sangre salpicó la piedra, y las aves, levantando el vuelo, se
alejaron sin cesar en su estridente griterío. Entonces el terror se apoderó de
María y quiso huir, pero tropezó con la cabeza del niño que había caído al
suelo y se desplomó sin sentido.
Cuando volvió en sí ya era de día. Ante ella estaba el
joven ermi-taño que la contemplaba, no como un enamorado rendido, sino con
acusadora severidad. María le miró por primera vez con los ojos, que no eran de
pecadora: estaba profundamente arrepentida. Cayó de rodillas, y el anacoreta,
imitándola, rezó fervorosamente durante un rato. Después se levantó para
notificarle en qué habría de consistir su penitencia. Para merecer el perdón
divino pasaría el resto de su vida en el lugar del crimen; era preciso, borrar
aquella sangre. Y así hablando, tocó en la roca con su báculo y de ella brotó
un manantial.
Después dijo:
-Pero por mucho que este arroyo limpie las manchas de
sangre, no podrá hacerlas desaparecer si no mezclas tu llanto a sus águas.
Nadie volvió a ver desde entonces al virtuoso eremita.
María vivió en los lugares que él había habitado y llevó por el resto de sus
días una vida de penitencia. Las pocas personas que se acercaban por aquellos
contornos contaban que en más de una ocasión la habían visto raspar furiosamente
la roca con su cuchilla. Todavía existe la creencia de que de cuando en cuando
vuelve a la cueva para raspar de nuevo las manchas de sangre que todavía no han
desaparecido por completo.
Cerca de Oviedo se puede ver la gruta, con su techumbre
abovedada, desde donde se desprende el manantial y la roca de las manchas
rojizas. Este lugar se conoce con el nombre de Mary-Cuchilla.
100. anonimo (asturias)
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