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jueves, 10 de enero de 2013

Los siete guerreros

En una ocasión siete personas partieron a hacer la guerra: las Cenizas, el Fuego, el Globo, el Saltamon­tes, la Libélula, el Pez y la Tortuga.
Estaban charlando muy excitados, agitando los puños con gestos violentos cuando llegó una ráfaga de aire y se llevó las Cenizas. "¡Ho!" -exclamaron los otros- "¡Este no podía pelear!"
Los seis que quedaban siguieron su camino corrien­do, para llegar antes a la batalla. Emprendieron un empinado descenso hacia un valle profundo; el Fuego se puso en vanguardia hasta que llegaron a un río, y entonces el Fuego dijo: "¡Hsss-tchu!", y desapareció. "¡Ho." -dijeron los demás- "¡Este no podía pelear."
Así que los cinco restantes continuaron aún más deprisa. Llegaron a un gran bosque, y cuando lo es­taban atravesando oyeron al Globo reírse de ellos con desprecio, diciéndoles: "¡Eh! ¡Deberíais pasar por encima, hermanos!", y con estas palabras co­menzó a ascender entre las copas de los árboles; pero la espina del manzano le pinchó, y cayó entre las ra­mas, ¡quedándose en nada! "¡Ya veis!" -dijeron los otros cuatro- "Este no podía pelear".
A pesar de todo, los restantes guerreros no pensa­ron siquiera en regresar, y los cuatro siguieron ade­lante a hacer la guerra. El Saltamontes iba ahora por delante con su prima la Libélula. Llegaron a una zo­na pantanosa en que las ciénagas eran muy profundas. Comenzaron a cruzar el barro, pero al Saltamontes se le quedaron las patas pegadas; así que tiró de ellas ¡hasta que se las arrancó! Se arrastró como pudo hasta un tronco y se puso a llorar: "¡Ya me véis, hermanos! ¡No puedo continuar!"
La Libélula siguió adelante, llorando por su pri­mo. Se sentía muy mal, pues le quería mucho. Cuanto más pensaba en él, más fuerte lloraba; de modo que su cuerpo se puso a temblar con gran vio­lencia. En ese momento se sonó la roja nariz hincha­da con tal fuerza que la cabeza se le separó de su fino cuello, y cayó muerta sobre la hierba.
"¡Ya ves cómo son las cosas!" -dijo el Pez, agitan­do su cola impa-ciente- ¡Esta gente no eran guerre­ros! ¡Vamos! ¡Sigamos adelante a hacer la guerra!"
Así, el Pez y la Tortuga llegaron hasta un gran campamento indio.
Ho!" -exclamaron las gentes del poblado de tipis­"¿Quiénes son estos canijitos? ¿Qué es lo que buscan?"
Ninguno de los dos guerreros llevaba armas, y su poco imponente estatura confundía a los curiosos del poblado.
El Pez actuó de portavoz, y comiéndose las sílabas de un modo muy peculiar dijo: "¡Shu...hi pi!'
Wan! ¿Qué? ¿Qué?" -clamaron ansiosas voces de hombres y mujeres.
Otra vez el Pez dijo: "¡Shu...hi pi!"
Jóvenes y viejos escuchaban con la palma de la mano en la oreja, pero ¡nadie conseguía adivinar qué estaba diciendo!
De la confundida muchedumbre se adelantó en­tonces el pícaro y viejo Iktomi. "¡He, escuchad!" -gritó, frotándose con satisfacción las manos, pues allí donde se cocía algún problema, en medio estaría Iktomi.
"Este extraño hombrecillo dice: "¡Zuya unhipi!: ¡Venimos a haceros la guerra!"
Uun!" -respondió la ofendida gente del pobla­do, con rostros repentina-mente sombríos- "¡Mate­mos a este par de idiotas! ¡No pueden hacer nada! No conocen el verdadero significado de la frase. ¡Va­mos a hacer un fuego y a cocerles!"
"Si nos ponéis a cocer" -dijo el Pez- "habrá pro­blemas."
Ho ho!" -rieron los del poblado. "Ya veremos." Así que hicieron el fuego.
"¡Nunca he estado tan furioso!" -dijo el Pez. La Tortuga le contestó en un susurro: "¡Vamos a mo­rir!"
Un par de fuertes manos izaron al Pez sobre el pu­chero burbuje-ante, y entonces el Pez apuntó con su boca hacia abajo. "¡Whssh!" -sopló, echando el agua por encima de la gente, de forma que muchos se quemaron y quedaron cegados, y gritando de dolor huyeron despavoridos.
"Oh, ¿qué vamos a hacer con ese par de diablos?" -dijeron unos.
Otros exclamaron: "¡Vamos a llevarles al lago de aguas cenagosas y los ahogaremos allí!".
Al instante se dirigieron para allá llevándose a la Tortuga y al Pez, y los arrojaron a la ciénaga. La Tor­tuga se sumergió y nadó hacia el centro del lago, y una vez allí sacó la cabeza del agua y saludando con una mano a la gente del poblado dijo alegre, "¡Aquí es donde vivo!"
El Pez nadaba de un lado a otro con movimientos juguetones, levantando el agua con su aleta dorsal. "¡E han!" -jaleaba feliz- "¡Aquí es donde vivo!"
"¡Oh, qué hemos hecho!' -dijeron los asustados indios- "¡Esto será nuestra perdición!"
Entonces un jefe sabio dijo: "¡Que venga Iya el Devorador y se trague todo el lago!"
Así que uno, corriendo, se trajo a Iya el Devora­dor, e Iya se pasó todo el día bebiéndose el lago has­ta que la tripa se le puso tan grande como la Tierra. Entonces el Pez y la Tortuga se escondieron sumer­giéndose en el barro, e Iya dijo: "No los tengo den­tro", y toda la gente del poblado se puso a gritar.
Iktomi, que se encontraba vadeando el lago, había sido también engullido como un mosquito. En el in­terior del enorme Iya, Iktomi miró hacia arriba: las aguas tragadas eran tan profundas que la superficie del lago llegaba casi hasta el cielo.
"Subiré por ahí" -dijo Iktomi, mirando a la super­ficie cóncava que se encontraba al alcance de su mano.
Golpeó entonces con su cuchillo hacia arriba en el estómago del Devorador; y el agua que salió, ahogó a las gentes del poblado.
Cuando el agua volvió a su lugar habitual, el Pez y la Tortuga nadaron hasta la orilla, y regresaron a casa pintados como guerreros victoriosos y cantando a pleno pulmón.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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