Iktomi estaba sentado solo dentro de su tipi. Apenas
el ancho de una mano separaba ya al sol del horizonte en el oeste.
"¡Esos malvados lobos grises! ¡Se han comido todos
mis hermosos patos!" -murmuró balanceándose hacia delante y hacia atrás.
No podía dejar de recordar con rabia a aquellos lobos hambrientos. Finalmente
cesó de tambalearse y se quedó quieto y rígido como una imagen de piedra.
"¡Oh! ¡Iré a ver a Inyan, el Gran Abuelo, y le
rogaré que me dé comida!' -exclamó.
Al momento salió corriendo de su tipi y echándose la
manta al hombro se fue hasta una enorme roca situada en la ladera de una
colina. Se acercó a la roca encorvado y con pasos rápidos, y se dejó caer ante
Inyan extendiendo las manos.
"¡Gran Abuelo! ¡Ten compasión! Estoy hambriento.
Me muero de hambre. Dame comida. ¡Gran Abuelo, dame carne para comer!"
gritó, mientras acariciaba el rostro del gran dios de piedra.
El Gran Espíritu Todopoderoso, que hace los árboles y
la hierba, puede oír la voz de quienes le ruegan de una forma u otra. La
mayoría de los indios rogaba a Inyan, la Gran Roca Dura. Inyan era el Gran Abuelo, pues
llevaba sentado en la ladera de la colina durante muchas, muchas estaciones.
Había visto más de un millar de veces cómo la pradera se cubría de un blanco
manto de nieve y cómo lo cambiaba luego por otro de color verde brillante.
Impasible a las miles de lunas, descansaba sobre la
ancestral colina escuchando las oraciones de los guerreros indios, desde antes
incluso que fuese hallada la
Flecha Mágica.
Ahora, Iktomi rezaba y lloraba ante el Gran Abuelo
bajo un cielo teñido de rojo al oeste como un rostro encendido. El ocaso
arrojaba una suave luz amarilla sobre la enorme roca gris y la solitaria figura
inclinada sobre ella. Era la sonrisa que el Gran Espíritu dedicaba al Abuelo y
al niño desobediente.
La oración fue escuchada. Iktomi lo supo. "Ahora,
Abuelo, acepta mi ofrenda; esto es todo lo que tengo" -dijo Iktomi,
extendiendo su gastada manta sobre los fríos hombros de Inyan. Después, feliz
con la sonrisa del cielo del ocaso, siguió una senda que le condujo hasta un
barranco cubierto de matorrales. Apenas se había adentrado unos pasos entre
los arbustos, cuando apareció ante sus ojos un ciervo recién muerto.
"¡Esta es la respuesta del Cielo Rojo del Oeste a
mi súplica!" -exclamó con las manos alzadas.
Sacó de su cinto un largo y fino cuchillo y comenzó a
cortar grandes pedazos de la mejor carne del animal. Afiló luego varias ramas
de sauce y las clavó en torno a una pila de madera que había preparado para
hacer fuego, con la intención de asar en ellas la carne del ciervo.
Frotaba con energía dos largas varas para encender el
fuego cuando el sol cayó bajo el horizonte. El crepúsculo lo inundó todo, e
Iktomi sintió el frío aire de la noche en su cuello y hombros desnudos.
"¡Ough!" -se estremeció, mientras limpiaba
su cuchillo en la hierba. Lo guardó en una hermosa funda que colgaba de su
cinto, se puso en pie y miró a su alrededor. Volvió a temblar." ¡Ough!
¡Ah! Tengo frío. ¡Ojalá tuviese mi manta!" -murmuró, rondando sin parar en
torno a la pila de palos secos y estacas clavada a su alrededor. De pronto se
detuvo y dejó caer los brazos.
"El viejo Gran Abuelo no siente el frío como yo.
No necesita mi vieja manta tanto como yo. ¡Ojalá no se la hubiese dado! ¡Oh!
¡Me parece que voy a ir ahí corriendo y la voy a recuperar!" -dijo,
apuntando con su larga barbilla hacia la enorme piedra gris.
Bajo el calor del sol Iktomi no necesitaba su manta,
y había resultado muy fácil desprenderse de algo que no echaría entonces de
menos. Pero el frío aire de la noche apagó el ímpetu de su ardiente ofrenda,
así que Iktomi subió corriendo por la colina. Los dientes le castañeteaban sin
parar, hasta que por fin llegó donde estaba Inyan, el Símbolo Sagrado. Agarró
una esquina de la vieja manta y la arrancó de un tirón.
"¡Devuélveme mi manta, Gran Abuelo! ¡Tú no la
necesitas. Yo sí!"
Esto hizo Iktomi, aunque estaba muy mal hecho, pero
Iktomi no se distinguía precisamente por su sabiduría. Se envolvió con la
manta los hombros y descendió la colina a toda prisa.
Pronto llegó al borde del barranco. Una luna joven
como un arco brillante asomaba apenas por el cielo del suroeste. Bajo su pálida
luz, Iktomi se quedó quieto, paralizado como un fantasma entre los matorrales:
la pila de leña seguía sin encender, y las estacas afiladas seguían desnudas
como cuando las dejó. Pero, ¿dónde estaba el ciervo, la carne deliciosa que
había tenido en sus manos hacía sólo un momento? Había desaparecido. Sólo quedaban
en el suelo las costillas secas, como dedos gigantescos saliendo de una tumba
abierta. Iktomi estaba anonadado. Por fin se inclinó sobre los blancos huesos
secos, agarró uno y lo sacudió, y todo el esqueleto se agitó ruidosamente. Iktomi
soltó el hueso y saltó hacia atrás asustado, y aunque llevaba la manta sobre
los hombros, los dientes le castañeteaban más que nunca. Y ahora, pequeño
lector, te sorprenderás ante su poco seso, pues Iktomi, en lugar de lamentarse
por haber cogido la manta, se puso a gritar, "¡Hin-hin-hin! ¡Si me hubiera comido el venado antes de ir a
por mi manta!"
Pero en esta ocasión sus lágrimas no conmovieron ya al
Generoso Dador. Eran lágrimas egoístas, y el Gran Espíritu jamás hace caso de
ellas.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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