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jueves, 10 de enero de 2013

La manta de iktomi

Iktomi estaba sentado solo dentro de su tipi. Ape­nas el ancho de una mano separaba ya al sol del ho­rizonte en el oeste.
"¡Esos malvados lobos grises! ¡Se han comido to­dos mis hermosos patos!" -murmuró balanceándose hacia delante y hacia atrás. No podía dejar de recor­dar con rabia a aquellos lobos hambrientos. Final­mente cesó de tambalearse y se quedó quieto y rígido como una imagen de piedra.
"¡Oh! ¡Iré a ver a Inyan, el Gran Abuelo, y le roga­ré que me dé comida!' -exclamó.
Al momento salió corriendo de su tipi y echán­dose la manta al hombro se fue hasta una enorme roca situada en la ladera de una colina. Se acercó a la roca encorvado y con pasos rápidos, y se dejó ca­er ante Inyan extendiendo las manos.
"¡Gran Abuelo! ¡Ten compasión! Estoy hambrien­to. Me muero de hambre. Dame comida. ¡Gran Abuelo, dame carne para comer!" gritó, mientras acariciaba el rostro del gran dios de piedra.
El Gran Espíritu Todopoderoso, que hace los ár­boles y la hierba, puede oír la voz de quienes le rue­gan de una forma u otra. La mayoría de los indios rogaba a Inyan, la Gran Roca Dura. Inyan era el Gran Abuelo, pues llevaba sentado en la ladera de la colina durante muchas, muchas estaciones. Había visto más de un millar de veces cómo la pradera se cubría de un blanco manto de nieve y cómo lo cam­biaba luego por otro de color verde brillante.
Impasible a las miles de lunas, descansaba sobre la ancestral colina escuchando las oraciones de los gue­rreros indios, desde antes incluso que fuese hallada la Flecha Mágica.
Ahora, Iktomi rezaba y lloraba ante el Gran Abuelo bajo un cielo teñido de rojo al oeste como un rostro encendido. El ocaso arrojaba una suave luz amarilla sobre la enorme roca gris y la solitaria figura inclinada sobre ella. Era la sonrisa que el Gran Espíritu dedicaba al Abuelo y al niño desobe­diente.
La oración fue escuchada. Iktomi lo supo. "Aho­ra, Abuelo, acepta mi ofrenda; esto es todo lo que tengo" -dijo Iktomi, extendiendo su gastada manta sobre los fríos hombros de Inyan. Después, feliz con la sonrisa del cielo del ocaso, siguió una senda que le condujo hasta un barranco cubierto de matorra­les. Apenas se había adentrado unos pasos entre los arbustos, cuando apareció ante sus ojos un ciervo recién muerto.
"¡Esta es la respuesta del Cielo Rojo del Oeste a mi súplica!" -exclamó con las manos alzadas.
Sacó de su cinto un largo y fino cuchillo y comen­zó a cortar grandes pedazos de la mejor carne del animal. Afiló luego varias ramas de sauce y las clavó en torno a una pila de madera que había preparado para hacer fuego, con la intención de asar en ellas la carne del ciervo.
Frotaba con energía dos largas varas para encender el fuego cuando el sol cayó bajo el horizonte. El cre­púsculo lo inundó todo, e Iktomi sintió el frío aire de la noche en su cuello y hombros desnudos.
"¡Ough!" -se estremeció, mientras limpiaba su cu­chillo en la hierba. Lo guardó en una hermosa funda que colgaba de su cinto, se puso en pie y miró a su alrededor. Volvió a temblar." ¡Ough! ¡Ah! Tengo frío. ¡Ojalá tuviese mi manta!" -murmuró, rondando sin parar en torno a la pila de palos secos y estacas clava­da a su alrededor. De pronto se detuvo y dejó caer los brazos.
"El viejo Gran Abuelo no siente el frío como yo. No necesita mi vieja manta tanto como yo. ¡Ojalá no se la hubiese dado! ¡Oh! ¡Me parece que voy a ir ahí corriendo y la voy a recuperar!" -dijo, apuntan­do con su larga barbilla hacia la enorme piedra gris.
Bajo el calor del sol Iktomi no necesitaba su man­ta, y había resultado muy fácil desprenderse de algo que no echaría entonces de menos. Pero el frío aire de la noche apagó el ímpetu de su ardiente ofrenda, así que Iktomi subió corriendo por la colina. Los dientes le castañeteaban sin parar, hasta que por fin llegó donde estaba Inyan, el Símbolo Sagrado. Aga­rró una esquina de la vieja manta y la arrancó de un tirón.
"¡Devuélveme mi manta, Gran Abuelo! ¡Tú no la necesitas. Yo sí!"
Esto hizo Iktomi, aunque estaba muy mal hecho, pero Iktomi no se distinguía precisamente por su sa­biduría. Se envolvió con la manta los hombros y descendió la colina a toda prisa.
Pronto llegó al borde del barranco. Una luna jo­ven como un arco brillante asomaba apenas por el cielo del suroeste. Bajo su pálida luz, Iktomi se que­dó quieto, paralizado como un fantasma entre los ma­torrales: la pila de leña seguía sin encender, y las esta­cas afiladas seguían desnudas como cuando las dejó. Pero, ¿dónde estaba el ciervo, la carne deliciosa que había tenido en sus manos hacía sólo un momento? Había desaparecido. Sólo quedaban en el suelo las costillas secas, como dedos gigantescos saliendo de una tumba abierta. Iktomi estaba anonadado. Por fin se inclinó sobre los blancos huesos secos, agarró uno y lo sacudió, y todo el esqueleto se agitó ruido­samente. Iktomi soltó el hueso y saltó hacia atrás asustado, y aunque llevaba la manta sobre los hom­bros, los dientes le castañeteaban más que nunca. Y ahora, pequeño lector, te sorprenderás ante su poco seso, pues Iktomi, en lugar de lamentarse por haber cogido la manta, se puso a gritar, "¡Hin-hin-hin! ¡Si me hubiera comido el venado antes de ir a por mi manta!"
Pero en esta ocasión sus lágrimas no conmovieron ya al Generoso Dador. Eran lágrimas egoístas, y el Gran Espíritu jamás hace caso de ellas.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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