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jueves, 10 de enero de 2013

Iktomi y el cervatillo

En uno de sus vagabundeos por los bosques, Ikto­mi vio un extraño pájaro posado en la alta rama de un árbol. Las largas plumas de su cola, dispuestas en abanico, habían tomado todos los bellos colores del arco iris. Sí, era realmente hermoso el pájaro de plu­maje arco iris bajo el resplandeciente sol del verano. Iktomi corrió hacia allí sin apartar los ojos del ave.
Se paró bajo el árbol, mirando larga y atentamen­te las brillantes plumas del pavo real. Por fin emitió un suspiro y empezó: "¡Oh, cómo me gustaría tener unas plumas tan hermosas! ¡Cómo me gustaría no ser yo mismo! ¡Qué feliz me sentiría si fuese una bo­nita criatura con plumas! ¡Me gustaría posarme en un árbol muy alto y gozar del sol de verano como tú!" -dijo, apuntando con su huesudo dedo hacia el pavo, que le contemplaba desde arriba moviendo la cabeza de un lado a otro.
"¡Por favor, conviérteme en un pájaro con plumas verde y púrpura como las tuyas!" -le imploró Ikto­mi, cansado ya de hacer de bravo guerrero vestido con pieles de ante adornadas con cuentas de colores. Entonces el pavo respondió a Iktomi: "Tengo cierto poder mágico. De un sólo toque te convertiré en el pavo real más hermoso del mundo si puedes cumplir una condición".
"¡Sí, sí!" -gritó Iktomi, saltando y dándose palma­das en la boca, lo que hacía vibrar su voz de un mo­do muy especial. "¡Sí, sí! ¡Sería capaz de cumplir diez condiciones si me transformas en un pájaro con plu­mas largas y brillantes en la cola! ¡Oh, soy tan feo! ¡Estoy tan cansado de ser yo mismo! ¡Conviérteme en pájaro! ¡Hazlo!"
Entonces el pavo extendió sus alas y sin apenas moverlas se dejó caer suavemente hasta el suelo, jus­to al lado de Iktomi, y susurró estas palabras a su oído: "¿Estás dispuesto a cumplir una condición, por dura que sea?'
"¡Sí, sí! ¡Ya te he dicho que soy capaz de cumplir diez si hace falta!" -exclamó Iktomi, impaciente.
"Entonces te declaro un pájaro de hermoso plu­maje. Ya no eres Iktomi, el pícaro", y diciendo esto tocó a Iktomi con las puntas de sus alas.
Iktomi se desvaneció. Junto al árbol había ahora dos hermosos pavos reales. Uno de ellos caminaba altivo, con la cabeza vuelta de lado como si estuviese deslumbrado por las plumas brillantemente colorea­das de su cola, mientras el otro se elevó lentamente hacia el cielo, posándose sobre el árbol en silencio e indiferente a su vivo plumaje. Parecía feliz de poder estar sobre la larga rama, disfrutando de la cálida luz del sol.
Pasado un rato el pavo vanidoso, que parecía em­bobado por sus brillantes colores, desplegó sus alas y subió hasta la rama en que descansaba el pavo más viejo.
¡Oh!" -exclamó- "¡Qué difícil es volar! Mis plu­mas de vivos colores son hermosas, pero ojalá fuesen lo bastante ligeras para poder volar". En ese momen­to el pájaro más viejo le interrumpió: "Esa es la úni­ca condición. Nunca intentes volar como los otros pájaros. El día que intentes volar, volverás a tu forma primitiva".
"¡Oh, qué pena que estas plumas tan brillantes no sirvan para volar por el cielo!" -gritó el otro pavo. Empezó a mostrarse más y más inquieto. Ansiaba lanzarse al espacio, volar sobre los árboles hacia el sol.
"¡Oh, ahí veo una bandada de pájaros volando! ¡Oh, oh!" -dijo, sacudiendo las alas. "¡Tengo que probar mis alas! ¡Estoy cansado de tener brillantes plumas en la cola. Quiero probar mis alas!"
"¡No, no!" -cloqueó el pájaro más viejo. Oyóse el zumbido de las alas de la bandada de aves parlanchi­nas, que pasaban volando a su lado, llamándose unas a otras "¡Oop! ¡Oop!"
Presa de un impulso irresistible el pavo Iktomi ex­clamó, "¡Eh! ¡Quiero ir con vosotros! ¡Esperadme!" y dio un salto en el aire. La bandada de pájaros giró revoloteando y descendió sobre el árbol de donde procedían las voces del pavo. Posado en sus ramas había sólo un extraño ave, y debajo, en el suelo vie­ron a un guerrero vestido con pieles pardas de ante.
"¡Soy yo otra vez!" -gimió Iktomi con voz triste. "¡Vuelve a trans-formarme, hermoso pájaro! ¡Dame otra oportunidad!" -rogó en vano.
"¡El viejo Iktomi quiere volar! ¡Ah! ¡No podemos quedarnos a esperarle!" -cantaron las aves mientras se alejaban volando.
Iktomi se marchó, lamentándose en voz baja de sus desgracias; mas no se había alejado mucho cuan­do se encontró con un montón de flechas largas y delgadas. Una a una subían hacia el cielo, dibujando una línea recta sobre la pradera. Otras ascendieron aún más, y pronto se perdieron de vista. Sólo una quedó en tierra, y se preparaba ya para el vuelo cuando Iktomi corrió hacia ella y le imploró lloroso: "¡Quiero ser una flecha! ¡Conviérteme en una flecha! ¡Quiero cruzar el Azul sobre nuestras cabezas! ¡Quie­ro llegar hasta el sol del verano y golpear en su mis­mo centro! ¡Conviérteme en una flecha!"
" Puedes cumplir una condición?" -le contestó la flecha, volviéndose hacia él. "¿Una única condición, por difícil que te resulte?"
"¡Sí, sí!" -gritó Iktomi, encantado. Entonces la flecha le rozó suavemente con su afilada punta de piedra: no había ya ningún Iktomi, y dos flechas se preparaban para el vuelo. "Ahora, joven flecha, esta es la condición. Deberás volar siempre en línea recta. Nunca hagas curvas ni saltes como un joven cervati­llo", dijo el Brujo Flecha, hablando lenta y severa­mente.
Se dispuso luego a enseñar a la nueva flecha cómo volar siguiendo una larga línea recta.
"Esta es la forma de atravesar el Azul sobre nues­tras cabezas", le dijo, y salió volando hacia el cielo.
Habíase marchado la flecha vieja, cuando llegó trotando una manada de ciervos, y tras ellos los jóve­nes cervatillos jugando juntos, saltando de un lado a otro cual gatitos, y brincando sobre las cuatro patas como pelotas. Luego se lanzaron hacia adelante, sa­cudiendo sus patas traseras en el aire. La flecha Ikto­mi les observaba jugar felices en el suelo. Echó una rápida mirada hacia el cielo y pensó: "El brujo se ha perdido de vista. Voy a ponerme a retozar y juguetear con estos cervatillos hasta que vuelva. ¡Eh, cervati­llos! -les llamó- "Amigos, no tengáis miedo. Quiero saltar y corretear con vosotros. Quiero ser tan feliz como vosotros". Los jóvenes cervatillos se quedaron inmóviles, contemplando con sus ojos castaños abiertos de par en par a la extraña flecha parlante.
"¡Mirad, puedo saltar tan bien como vosotros!" -siguió Iktomi, y dio un saltito como un cervartillo. De pronto los cervatillos comenza-ron a resoplar con las narices muy abiertas, sorpendidos ante lo que veían sus ojos. Allí, en medio de ellos estaba Iktomi con sus pieles marrones, y la extraña flecha parlante ha­bía desaparecido.
"¡Oh! ¡Otra vez soy yo mismo! ¡Vuelvo a ser el vie­o Iktomi otra vez!" -gimió Iktomi, pellizcándose y tirándose de su chaqueta de piel. "¡Hin-hin-hin! ¡Yo quería volar!"
Entonces la verdadera flecha volvió a tierra, aterri­zando muy cerca de Iktomi. Había visto desde el ai­re a los cervatillos jugando, y cómo Iktomi saltaba rompiendo el hechizo. Iktomi volvía a ser él mismo.
"¡Flecha, amiga mía, transfórmame una vez más!" -imploró Iktomi.
"No, no más" -replicó la flecha, y salió disparada por el aire en la dirección en que se habían marcha­do sus compañeras.
Los cervatillos en tanto se habían acercado hasta Iktomi, rozándole con sus narices para intentar ave­riguar quién era. Las lágrimas de Iktomi parecían la lluvia de primavera, pero un nuevo capricho las secó rápidamente. Iktomi se acercó atrevidamente al cer­vatillo más grande y se puso a observar las pequeñas manchas marrones que cubrían su rostro peludo.
"¡Oh, cervatillo! ¡Qué manchas tan hermosas tie­nes en la cara! ¡Cervatillo, querido cervatillo, ¿puedes contarme cómo te salieron esas manchas en la cara?"
"Sí", dijo el cervatillo. "Cuando yo era muy, muy pequeño mi madre me las marcó con una brasa al rojo vivo. Cavó un profundo hoyo en el suelo, cu­brió el fondo con un blando lecho de hierbas y ra­mitas y me depositó allí con mucho tiento. Después me cubrió completamente con hierba seca y encima dispuso una pila de ramas de cedro. De un fuego cercano trajo un ascua al rojo vivo, y con cuidado la colocó sobre mi cabeza. Así es cómo me hizo estos lunares marrones en la cara".
"Bueno, cervatillo, amigo mío, ¿harás tú lo mismo conmigo? ¿Querrás marcar mi cara con manchitas marrones iguales que las tuyas?" -pidió Iktomi, siempre ansioso de ser como los otros.
"Sí. Puedo cavar el hoyo y llenarlo de palitos y hierbas. Luego, si quieres, salta adentro y te cubriré con hierbas de dulce olor y madera de cedro", res­pondióle el cervatillo.
"Oye!" -le interrumpió Iktomi- "¿Me taparás muy bien con un montón de hierbas secas y ramas? Asegúrate de que me queden unas manchas tan ma­rrones como las tuyas".
"Oh, sí. Haré una pila de hierba y ramas de sauce mayor aún que la que hizo mi madre".
"Bueno, pues vamos a cavar el hoyo, arrancar las hierbas y recoger la madera" -exclamó Iktomi entu­siasmado.
Así que con sus propias manos Iktomi se dispuso a preparar su propia tumba. Una vez cavado el hoyo y cubierto su fondo con hierbas, Iktomi, murmuran­do algo sobre manchitas castañas, saltó a su interior, y se tumbó sobre la espalda cuan largo era. Mientras el cervatillo le cubría con las ramas de cedro llegó a sus oídos una voz lejana, que decía: "¡Manchas, manchitas marrones para siempre!" El cervatillo pu­so el ascua al rojo bajo la hierba seca, y él y los otros salieron corriendo a buscar a sus madres; sólo cuan­do estaban ya muy lejos miraron hacia atrás. Del ho­yo salía un humo azul, que subió zigzagueando hasta perderse en el éter azul.
“¿Es ese el espíritu de Iktomi?" -preguntó un cer­vatillo a otro.
"¡No! Supongo que saltó fuera del hoyo antes de quemarse y convertirse en humo y cenizas", le res­pondió su amigo.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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