En uno de sus vagabundeos por los bosques, Iktomi vio
un extraño pájaro posado en la alta rama de un árbol. Las largas plumas de su
cola, dispuestas en abanico, habían tomado todos los bellos colores del arco
iris. Sí, era realmente hermoso el pájaro de plumaje arco iris bajo el
resplandeciente sol del verano. Iktomi corrió hacia allí sin apartar los ojos
del ave.
Se paró bajo el árbol, mirando larga y atentamente
las brillantes plumas del pavo real. Por fin emitió un suspiro y empezó:
"¡Oh, cómo me gustaría tener unas plumas tan hermosas! ¡Cómo me gustaría
no ser yo mismo! ¡Qué feliz me sentiría si fuese una bonita criatura con
plumas! ¡Me gustaría posarme en un árbol muy alto y gozar del sol de verano
como tú!" -dijo, apuntando con su huesudo dedo hacia el pavo, que le
contemplaba desde arriba moviendo la cabeza de un lado a otro.
"¡Por favor, conviérteme en un pájaro con plumas
verde y púrpura como las tuyas!" -le imploró Iktomi, cansado ya de hacer
de bravo guerrero vestido con pieles de ante adornadas con cuentas de colores.
Entonces el pavo respondió a Iktomi: "Tengo cierto poder mágico. De un
sólo toque te convertiré en el pavo real más hermoso del mundo si puedes
cumplir una condición".
"¡Sí, sí!" -gritó Iktomi, saltando y dándose
palmadas en la boca, lo que hacía vibrar su voz de un modo muy especial.
"¡Sí, sí! ¡Sería capaz de cumplir diez condiciones si me transformas en un
pájaro con plumas largas y brillantes en la cola! ¡Oh, soy tan feo! ¡Estoy tan
cansado de ser yo mismo! ¡Conviérteme en pájaro! ¡Hazlo!"
Entonces el pavo extendió sus alas y sin apenas
moverlas se dejó caer suavemente hasta el suelo, justo al lado de Iktomi, y
susurró estas palabras a su oído: "¿Estás dispuesto a cumplir una condición,
por dura que sea?'
"¡Sí, sí! ¡Ya te he dicho que soy capaz de
cumplir diez si hace falta!" -exclamó Iktomi, impaciente.
"Entonces te declaro un pájaro de hermoso plumaje.
Ya no eres Iktomi, el pícaro", y diciendo esto tocó a Iktomi con las
puntas de sus alas.
Iktomi se desvaneció. Junto al árbol había ahora dos
hermosos pavos reales. Uno de ellos caminaba altivo, con la cabeza vuelta de
lado como si estuviese deslumbrado por las plumas brillantemente coloreadas de
su cola, mientras el otro se elevó lentamente hacia el cielo, posándose sobre
el árbol en silencio e indiferente a su vivo plumaje. Parecía feliz de poder
estar sobre la larga rama, disfrutando de la cálida luz del sol.
Pasado un rato el pavo vanidoso, que parecía embobado
por sus brillantes colores, desplegó sus alas y subió hasta la rama en que
descansaba el pavo más viejo.
¡Oh!" -exclamó- "¡Qué difícil es volar! Mis
plumas de vivos colores son hermosas, pero ojalá fuesen lo bastante ligeras
para poder volar". En ese momento el pájaro más viejo le interrumpió:
"Esa es la única condición. Nunca intentes volar como los otros pájaros.
El día que intentes volar, volverás a tu forma primitiva".
"¡Oh, qué pena que estas plumas tan brillantes no
sirvan para volar por el cielo!" -gritó el otro pavo. Empezó a mostrarse
más y más inquieto. Ansiaba lanzarse al espacio, volar sobre los árboles hacia
el sol.
"¡Oh, ahí veo una bandada de pájaros volando!
¡Oh, oh!" -dijo, sacudiendo las alas. "¡Tengo que probar mis alas!
¡Estoy cansado de tener brillantes plumas en la cola. Quiero probar mis
alas!"
"¡No, no!" -cloqueó el pájaro más viejo.
Oyóse el zumbido de las alas de la bandada de aves parlanchinas, que pasaban
volando a su lado, llamándose unas a otras "¡Oop! ¡Oop!"
Presa de un impulso irresistible el pavo Iktomi exclamó,
"¡Eh! ¡Quiero ir con vosotros! ¡Esperadme!" y dio un salto en el
aire. La bandada de pájaros giró revoloteando y descendió sobre el árbol de
donde procedían las voces del pavo. Posado en sus ramas había sólo un extraño
ave, y debajo, en el suelo vieron a un guerrero vestido con pieles pardas de
ante.
"¡Soy yo otra vez!" -gimió Iktomi con voz
triste. "¡Vuelve a trans-formarme, hermoso pájaro! ¡Dame otra
oportunidad!" -rogó en vano.
"¡El viejo Iktomi quiere volar! ¡Ah! ¡No podemos
quedarnos a esperarle!" -cantaron las aves mientras se alejaban volando.
Iktomi se marchó, lamentándose en voz baja de sus
desgracias; mas no se había alejado mucho cuando se encontró con un montón de
flechas largas y delgadas. Una a una subían hacia el cielo, dibujando una línea
recta sobre la pradera. Otras ascendieron aún más, y pronto se perdieron de
vista. Sólo una quedó en tierra, y se preparaba ya para el vuelo cuando Iktomi
corrió hacia ella y le imploró lloroso: "¡Quiero ser una flecha!
¡Conviérteme en una flecha! ¡Quiero cruzar el Azul sobre nuestras cabezas!
¡Quiero llegar hasta el sol del verano y golpear en su mismo centro!
¡Conviérteme en una flecha!"
" Puedes cumplir una condición?" -le
contestó la flecha, volviéndose hacia él. "¿Una única condición, por
difícil que te resulte?"
"¡Sí, sí!" -gritó Iktomi, encantado.
Entonces la flecha le rozó suavemente con su afilada punta de piedra: no había
ya ningún Iktomi, y dos flechas se preparaban para el vuelo. "Ahora, joven
flecha, esta es la condición. Deberás volar siempre en línea recta. Nunca hagas
curvas ni saltes como un joven cervatillo", dijo el Brujo Flecha,
hablando lenta y severamente.
Se dispuso luego a enseñar a la nueva flecha cómo
volar siguiendo una larga línea recta.
"Esta es la forma de atravesar el Azul sobre nuestras
cabezas", le dijo, y salió volando hacia el cielo.
Habíase marchado la flecha vieja, cuando llegó
trotando una manada de ciervos, y tras ellos los jóvenes cervatillos jugando
juntos, saltando de un lado a otro cual gatitos, y brincando sobre las cuatro
patas como pelotas. Luego se lanzaron hacia adelante, sacudiendo sus patas
traseras en el aire. La flecha Iktomi les observaba jugar felices en el suelo.
Echó una rápida mirada hacia el cielo y pensó: "El brujo se ha perdido de
vista. Voy a ponerme a retozar y juguetear con estos cervatillos hasta que
vuelva. ¡Eh, cervatillos! -les llamó- "Amigos, no tengáis miedo. Quiero
saltar y corretear con vosotros. Quiero ser tan feliz como vosotros". Los
jóvenes cervatillos se quedaron inmóviles, contemplando con sus ojos castaños
abiertos de par en par a la extraña flecha parlante.
"¡Mirad, puedo saltar tan bien como
vosotros!" -siguió Iktomi, y dio un saltito como un cervartillo. De pronto
los cervatillos comenza-ron a resoplar con las narices muy abiertas,
sorpendidos ante lo que veían sus ojos. Allí, en medio de ellos estaba Iktomi
con sus pieles marrones, y la extraña flecha parlante había desaparecido.
"¡Oh! ¡Otra vez soy yo mismo! ¡Vuelvo a ser el
vieo Iktomi otra vez!" -gimió Iktomi, pellizcándose y tirándose de su
chaqueta de piel. "¡Hin-hin-hin!
¡Yo quería volar!"
Entonces la verdadera flecha volvió a tierra, aterrizando
muy cerca de Iktomi. Había visto desde el aire a los cervatillos jugando, y
cómo Iktomi saltaba rompiendo el hechizo. Iktomi volvía a ser él mismo.
"¡Flecha, amiga mía, transfórmame una vez
más!" -imploró Iktomi.
"No, no más" -replicó la flecha, y salió
disparada por el aire en la dirección en que se habían marchado sus
compañeras.
Los cervatillos en tanto se habían acercado hasta
Iktomi, rozándole con sus narices para intentar averiguar quién era. Las
lágrimas de Iktomi parecían la lluvia de primavera, pero un nuevo capricho las
secó rápidamente. Iktomi se acercó atrevidamente al cervatillo más grande y se
puso a observar las pequeñas manchas marrones que cubrían su rostro peludo.
"¡Oh, cervatillo! ¡Qué manchas tan hermosas tienes
en la cara! ¡Cervatillo, querido cervatillo, ¿puedes contarme cómo te salieron
esas manchas en la cara?"
"Sí", dijo el cervatillo. "Cuando yo
era muy, muy pequeño mi madre me las marcó con una brasa al rojo vivo. Cavó un
profundo hoyo en el suelo, cubrió el fondo con un blando lecho de hierbas y ramitas
y me depositó allí con mucho tiento. Después me cubrió completamente con hierba
seca y encima dispuso una pila de ramas de cedro. De un fuego cercano trajo un
ascua al rojo vivo, y con cuidado la colocó sobre mi cabeza. Así es cómo me
hizo estos lunares marrones en la cara".
"Bueno, cervatillo, amigo mío, ¿harás tú lo mismo
conmigo? ¿Querrás marcar mi cara con manchitas marrones iguales que las
tuyas?" -pidió Iktomi, siempre ansioso de ser como los otros.
"Sí. Puedo cavar el hoyo y llenarlo de palitos y
hierbas. Luego, si quieres, salta adentro y te cubriré con hierbas de dulce
olor y madera de cedro", respondióle el cervatillo.
"Oye!" -le interrumpió Iktomi- "¿Me
taparás muy bien con un montón de hierbas secas y ramas? Asegúrate de que me
queden unas manchas tan marrones como las tuyas".
"Oh, sí. Haré una pila de hierba y ramas de sauce
mayor aún que la que hizo mi madre".
"Bueno, pues vamos a cavar el hoyo, arrancar las
hierbas y recoger la madera" -exclamó Iktomi entusiasmado.
Así que con sus propias manos Iktomi se dispuso a
preparar su propia tumba. Una vez cavado el hoyo y cubierto su fondo con
hierbas, Iktomi, murmurando algo sobre manchitas castañas, saltó a su
interior, y se tumbó sobre la espalda cuan largo era. Mientras el cervatillo le
cubría con las ramas de cedro llegó a sus oídos una voz lejana, que decía:
"¡Manchas, manchitas marrones para siempre!" El cervatillo puso el
ascua al rojo bajo la hierba seca, y él y los otros salieron corriendo a buscar
a sus madres; sólo cuando estaban ya muy lejos miraron hacia atrás. Del hoyo
salía un humo azul, que subió zigzagueando hasta perderse en el éter azul.
“¿Es ese el espíritu de Iktomi?" -preguntó un cervatillo
a otro.
"¡No! Supongo que saltó fuera del hoyo antes de
quemarse y convertirse en humo y cenizas", le respondió su amigo.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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