Iktomi es un Hombre-Araña. Viste pantalones marrones
de piel de ciervo, con flecos largos y suaves a ambos lados, y calza finos
mocasines adornados con cuentas. Lleva su largo pelo negro peinado con la raya
en medio y sujeto mediante cintas de un rojo intenso. Las trenzas le caen sobre
los hombros cubriendo sus pequeñas orejas morenas.
A veces se pinta su cómico rostro de rojo y amarillo,
se dibuja grandes anillos negros alrededor de los ojos y se pone una chaqueta
de piel de ciervo adornada con brillantes cuentas de colores bien cosidas a la
piel. Iktomi viste como un verdadero guerrero Dakota. Ciertamente sus ropas y
pinturas son lo mejor de él, si es que puede decirse que la ropa es parte de
un hombre o de un espíritu.
Iktomi es un pícaro. Siempre está haciendo alguna
travesura. Prefiere poner lazos, a intentar cobrar la más pequeña pieza cazando
honestamente. ¡Se ríe a carcajadas cuando algún incauto cae en sus trampas!
Ninguna otra vida le parece tan espléndida como la suya, y a menudo su propia
vanidad le lleva a chocar con el sentido común de la gente sencilla.
El pobre Iktomi no puede evitar ser un diablillo, y
como es un malandrín no tiene un solo amigo. Nadie le ayuda cuando tiene
problemas. Nadie le quiere realmente. Los que se acercan a admirar su hermosa
chaqueta y sus largos pantalones de flecos, pronto se marchan hartos de su
palabrería vanidosa y risa sin corazón.
Así que Iktomi vive solo en una tienda situada sobre
la llanura.
Un día estaba sentado dentro de su tipi, hambriento.
De pronto salió afuera arrastrando una manta. La extendió sobre el suelo y la
llenó de altas hierbas secas que arrancó con las manos. Ató después con un
nudo los cuatro extremos de la manta y se echó el bulto al hombro.
Con la mano izquierda desgajó una delgada vara de
sauce y emprendió la marcha brincando y saltando. El hatillo de hierba se le
balanceaba a un lado y otro de la espalda mientras corría con pies ligeros
sobre el abrupto terreno. Pronto llegó hasta el borde de la gran planicie, y en
a lo alto de una colina se detuvo para recuperar el aliento. Chasqueando sus
resecos labios, como si estuviera probando una carne tierna, miró directamente
hacia el fondo pantanoso del río. Protegióse los ojos con la delgada palma de
la mano y contempló con atención las tierras bajas: "¡Ajá!" murmuró,
satisfecho de lo que veía.
Un grupo de patos salvajes bailaba y se divertía en
los pantanos. Formaban un gran círculo tocándose con las puntas de las alas
extendidas. Dentro del corro se sentaban los cantores en torno a un pequeño
tambor, moviendo las cabezas y guiñando los ojos. Cantaban al unísono una
animada canción de baile, tocando alegre-mente el tambor.
Por el zigzagueante sendero cercano se aproximó hacia
ellos la figura encorvada de un guerrero Dakota. Llevaba a la espalda un gran
bulto, y avanzaba a trompicones ayudándose con una vara de sauce.
"¡Ho!
¿Quién está ahí?" -dijo un viejo pato curioso sin dejar de moverse en la
danza circular. Los patos tamborileros estiraron el cuello hasta estrangular
su canto, intentando echar una ojeada al extraño.
"¡Ho,
Iktomi! Viejo amigo, dinos por favor lo que llevas en la manta. ¡No corras!
¡Alto! ¡Detente!" -le urió uno de los cantores.
“¡Para! ¡Quieto! ¡Muéstranos lo que llevas en la manta!"
-gritaron otras voces.
"Amigos míos, no quiero echar a perder vuestra
danza. Si supiérais lo que llevo en la manta ni siquiera os molestaríais en
echarle un vistazo. ¡Seguid cantando! ¡Seguid bailando! No debo mostraros lo
que llevo a la espalda" -respondió Iktomi. Su respuesta terminó de
deshacer por completo el corro de patos, y todos se apiñaron a su alrededor.
"¡Tenemos que ver lo que llevas! ¡Tenemos que saber
lo que hay en tu manta!" -le gritaron en sus mismas orejas. Algunos de
ellos empezaron incluso a frotar sus alas contra el misterioso bulto. Iktomi
respondió astutamente: "Amigos míos, lo que llevo en mi manta no es más
que un montón de canciones".
"¡Oh, entonces déjanos oír tus canciones!"
-chillaron los patos curiosos.
Por fin Iktomi accedió a cantar sus canciones. Todos
los patos empezaron a agitar sus alas encantados, gritando "¡Hoye! ¡Hoye!"
Iktomi dejó el bulto en el suelo con mucho cuidado.
"Primero voy a levantar una choza de paja, porque
nunca canto mis canciones al aire libre", dijo.
Rápidamente dobló unas varas verdes de sauce, clavando
las dos puntas de cada vara en el suelo. Las cubrió luego con una gruesa capa
de paja y hierbas. Pronto la cabaña estuvo lista. Uno por uno los gordos patos
entraron contoneándose por una pequeña abertura que era la única entrada de la
cabaña. Junto a la puerta Iktomi les sonreía mientras entraban a la cabaña, sin
quitar ojo a su hatillo de canciones.
Iktomi comenzó a cantar en voz baja sus extrañas y
viejas melodías. Los patos se sentaron con los ojos muy abiertos, formando un
círculo en torno al misterioso cantante. La cabaña estaba oscura, pues Iktomi
se había cuidado de cubrir la pequeña entrada. De pronto elevó la voz. Los
sorprendidos patos se agitaron mientras Iktomi cambiaba su canto a un tono
menor. Éstas eran sus palabras:
"Istokmus
wacipo, tuwayatunwanpi kinhan ista nisasapi kta," que es,
"Con los ojos cerrados deberéis bailar. Quien se atreva a abrirlos, rojos
por siempre los tendrá".
Los patos se levantaron y comenzaron a bailar con las
alas muy pegadas al cuerpo al ritmo de la voz y el tambor de Iktomi. ¡Y
bailaban con los ojos cerrados! De pronto Iktomi dejó de golpear su tambor.
Empezó a cantar más alto y más deprisa, mientras parecía moverse por el centro
del círculo. Ningún pato se atrevía siquiera a pestañear. Tenían todos los ojos
muy cerrados y bailaban más y más rápido.
¡Arriba y abajo, de izquierda a derecha saltaban los
patos, dando vueltas sin parar en aquella danza ciega! Era una danza difícil
para aquellos patos curiosos.
Por fin uno de ellos no aguantó más y abrió los ojos.
Fue un Skiska quien se atrevió a entreabrir ligeramente sus ojillos y echar
una mirada a Iktomi, que seguía en el centro del círculo. "¡Oh! ¡Oh!"
-graznó aterrorizado. "¡Corred! ¡Volad! ¡Iktomi está retorciéndonos la
cabeza y rompiéndonos el cuello! ¡Salid corriendo y volad! ¡Volad! -gritó.
Entonces los patos abrieron los ojos. Allí, junto al hatillo de canciones de
Iktomi yacía sobre sus espaldas la mitad de la bandada.
Los demás salieron volando por la abertura que Skiska
había efectuado en su huida mientras avisaba a sus compañeros, pero al elevarse
en el cielo azul los patos se miraron los unos a los otros y empezaron a
gritarse: "¡Oh! ¡Tienes los ojos rojos! ¡Y tú también!" Las palabras
de advertencia del canto mágico de Iktomi habían resultado ciertas.
"¡Já, já!" -rió Iktomi, desatando las puntas
de la manta, "Ya no tendré que volver a sentarme en mi tienda a pasar
hambre". Volvió entonces a su casa caminando despacio con la manta llena de
hermosos patos, y dejó que las lluvias y los vientos dieran cuenta de la
pequeña cabaña de paja.
Llegó por fin a su tipi en las tierras altas e hizo un
gran fuego junto a la entrada. En torno a las llamas plantó varias estacas
afiladas, y en cada una ensartó un pato para que se asara, y enterró unos pocos
para que se hicieran bajo las cenizas. Entró al tipi y volvió a salir con
varias conchas muy grandes, que eran sus latos. Colocó una bajo cada pato,
murmurando, “La deliciosa grasa que rezume sabrá muy bien con las pechugas bien
hechas".
Avivó el fuego con más varas de sauce y se sentó en el
suelo con las piernas cruzadas. Su larga barbilla apuntaba hacia las rojas
llamas apoyaca en sus rodillas, mientras los ojos descansaban en los patos que
se tostaban. Iktomi cruzaba una y otra vez sus largas y huesudas manos por
encima de los tobillos, olfateando impaciente tan delicioso aroma.
El fuerte viento que avivaba el fuego hacía al tiempo
crujir a un viejo árbol situado junto a la tienda. El árbol se balanceaba de un
lado a otro, gimiendo con voz de viejo, "¡Ayuda! ¡Me voy a romper! ¡Me voy
a caer!" Iktomi se encogió de hombros sin apartar ni un instante la vista
de los patos. El goteo de la grasa ambarina sobre los platos nacarados regalaba
sus ojos hambrientos. El viejo Árbol-Hombre continuaba pidiendo ayuda.
"¿Eh? ¿Qué ruido es ese que hiere mis
oídos?" -exclamó Iktomi llevándosela mano a la oreja. Se levantó y miró a
su alrededor. El quejido procedía del árbol. Iktomi empezó a trepar por el
tronco para averiguar la causa del desagradable sonido. Sin darse cuenta apoyó
el pie derecho sobre una rama resquebrajada, y en ese mismo instante una ráfaga
de viento cerró la hendidura de la rama, quedando el pie de Iktomi atrapado por
una fuerte garra de madera.
"¡Oh! ¡Me ha aplastado el pie!" -aulló como
un cobarde, y en vano tiró y se retorció tratando de liberarse.
Sentado allí, prisionero del árbol, vio a través de
las lágrimas que bañaban sus ojos una manada de lobos grises que vagaban por
las praderas. Iktomi agitó sus manos hacia ellos gritándoles con todas sus fuerzas:
"¡Eh! ¡Lobos árbol ¡No vengáis aquí! Estoy atrapado en este árbol y los
patos se me están enfriando. ¡No vengáis aquí a comeros mi comida!"
Al oír estas palabras, el jefe de la manada se volvió
hacia sus compañeros y dijo:
"¡Ah! ¡Escuchad a ese idiota! ¡Dice que tiene
unos patos para comer! ¡Vamos allí corriendo a co er nuestra parte!", y
los lobos partieron a toda prisa zacia el hogar de Iktomi.
Desde lo alto del árbol Iktomi tuvo que contemplar
cómo los lobos devoraban sus hermosos patos asados. El pie le dolía cada vez
más. Los lobos rompían los pequeños huesos de los patos con sus largos
dientes, y se comían los tuétanos grasientos. El dolor del pie comenzó a
subirle por todo el cuerpo. "¡Hin-hin-hin!"
-sollozaba Iktomi, mientras las lágrimas surcaban la pintura roja de sus
mejillas.
Los lobos comenzaban ya a marcharse cuando Iktomi
gritó llorando, "¡Al menos me habéis dejado los patos bajo las
cenizas!"
"¡Ho!¡Po!"
-exclamaron los malvados lobos- "¡Dice que hay más patos debajo de las
cenizas! ¡Venid! ¡Vamos a dar buena cuenta de ellos!"
Volvieron entonces corriendo a la hoguera apagada y
con sus garras sacaron a los patos con tal ansia que se levantó una nube de
cenizas como humo gris.
"¡Hin-hin-hin!"
-gimió Iktomi cuando los lobos se marcharon.
Demasiado tarde ya, volvió la fuerte brisa y al pasar
separó otra vez la hendidura del árbol, dejando libre a Iktomi. Pero ¡ay! Su
festín de patos había desaparecido.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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