La noche había caído sobre la pradera. Las estrellas
parpadeaban brillantes con sus luces rojas y amarillas. La luna era todavía
joven, apenas un hilo plateado entre las estrellas que pronto desapareció tras
el horizonte.
Debajo, la tierra parecía negra como el carbón. Hay en
la llanura gentes nocturnas que aman la oscuridad, y bajo su manto se reúnen
para retozar bajo las estrellas. Entonces, cuando sus agudos oídos perciben
alguna pisada extraña en las cercanías, se dispersan y corren a ocultarse en
las profundas sombras de la noche. Allí están -piensan- a salvo de todos los
peligros.
Ocurrió, pues, que en una de esas noches negras, en
plena planicie, un par de bolas de fuego salieron deslizándose del fondo del
río. Se fueron adentrando más y más en la llanura, haciéndose cada vez más
grandes y brillantes. La oscuridad ocultaba el cuerpo de aquella criatura de
ojos tan fieros, que avanzaban apenas sobresaliendo de las hierbas de la
pradera. Bien podría tratarse de un gato salvaje merodeando con pasos suaves y
sigilosos. Lenta pero inexorablemente, los terribles ojos fueron
aproximándose más y más al corazón de la pradera.
Allí, en el interior de un enorme cráneo de búfalo ¡se
celebraba una alegre fiesta! Los pequeños ratoncitos de campo cantaban y
bailaban en círculo al son de un tambor diminuto. Reían y charlaban mientras
los cantores selectos cantaban una alegre canción.
Habían encendido una pequeña hoguera en el centro
mismo de su extraño salón de baile, y la luz se desparramaba desde el interior
del cráneo del búfalo a través de todas sus curiosas cuencas y cavidades.
Una luz en la llanura en medio de la noche era algo
poco corriente, pero tan felices estaban los ratones que no escuchaban
siquiera los "kin, kin" de los pájaros soñolientos turbados por el
inusual fuego. Una manada de lobos, temerosos de acercarse a aquel fuego
nocturno, se detuvo a cierta distancia y, apuntando muy juntitos con sus morros
afilados hacia las estrellas, se pusieron a aullar y gruñir lastimeramente.
Ni siquiera a esto prestaron atención alguna los ratoncillos, felices en el
cráneo del búfalo.
Los ratones -estos diminutos seres peludos- festejaban
y bailaban, cantaban y reían. Mientras tanto, el par de ojos fieros continuaba
avanzando por la oscuridad desde el fondo del río.
Cada vez más cerca, más ágiles, más fieros y resplandecientes,
los ojos comenzaron a moverse hacia el cráneo del búfalo. Sin sospechar nada,
los felices ratoncillos roían y mordisqueaban pedazos de carne y raíces secas.
Los cantores empezaron otra canción. Los tamborileros llevaban el ritmo,
moviendo acompasadamente sus cabezas de un lado a otro. Los ratones saltaban
en su corro en torno al fuego, botando con fuerza sobre las patitas traseras.
Algunos llevaban la cola entre los brazos, mientras que otros la dejaban
arrastrar orgullosamente.
¡Ah! ¡Muy cerca están ya esos redondos ojos amarillos!
Parecen arrastrarse pegados al suelo, aproximándose al cráneo del búfalo. De
pronto, ¡se colocan en las mismísimas cuencas de los ojos del iejo cráneo!
“¡El espíritu del búfalo!" -chilló un ratón
asustado, y saltó fuera por un agujerito de la parte posterior del cráneo.
"¡Un gato! ¡Un gato!" gritaron los demás,
pugnando por salir corriendo de allí a través de agujeros grandes y pequeños.
Luego, en silencio, huyeron y se perdieron en la oscuridad.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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