El sol del verano brillaba con fuerza sobre la llanura.
Aquí y allá toscas matas de maleza salpicaban los ondulantes prados. Vestido
con sus pantalones de flecos de piel de ante, Iktomi caminaba solo por la
pradera, y su desnuda cabellera negra brillaba a la luz del sol. Avanzaba entre
la hierba sin seguir ningún sendero definido.
Sus pasos le llevaban de una mata a otra de tupida
maleza, levantando los pies con ligereza y posándolos suavemente, como un gato
salvaje que se arrastra en silencio entre la espesa hierba. Al llegar a unos
pasos de un brote de salvia silvestre se detuvo. Movió la cabeza de un hombro
al otro, y siguió la marcha. Un poco más adelante inclinó todo el cuerpo desde
las caderas, a ambos lados. Luego se detuvo y estiró su largo y fino cuello
como un pato, para ver qué había bajo lo que parecía un abrigo de piel tirado
más allá de un grueso matorral.
¡Era un lustroso lobo de las praderas de rostro gris!
Su afilado morro negro descansaba hundido entre las cuatro patas cómodamente
estiradas; su hermosa cola peluda se enroscaba sobre la nariz y las patas; ¡un
coyote durmiendo a pierna suelta a la sombra de un arbusto! Cuidadosamente,
Iktomi levantó un pie y comenzó a acercarse apoyado sobre las manos. Suavemente
alzó el otro pie y dio un paso, y así fue aproximándose más y más a la bola de
piel que yacía inmóvil bajo la mata de salvia.
Ahora Iktomi estaba ya junto al coyote, observando
atentamente sus párpados cerrados, que no mostraban ni el más ligero
estremecimiento. Apretó los labios hasta convertirlos en una línea y se inclinó
lentamente sobre el lobo. Bajó la cabeza y puso la oreja junto a la nariz del
animal, mas no pudo percibir el menor aliento.
"¡Muerto!" -dijo al fin. "Muerto, pero
¡hará bien poco que corría por estas praderas! ¡Vaya! Tiene una pluma fresca
todavía en su garra. ¡Buena carne!" Agarró la pata con la pluma de pájaro
y exclamó,"¡Vaya, si todavía está caliente! Me lo llevaré a mi tienda y
haré un asado para la cena. ¡Já, já!" -rió Iktomi, y agarró al coyote por
las patas y se lo colgó atravesado sobre los hombros.
El lobo era grande y el tipi estaba lejos, así que Iktomi
avanzó con dificultad con su carga a la espalda y los hambrientos labios
apretados. De vez en cuando parpadeaba con fuerza para sacudirse de los ojos
el sudor salado que le chorreaba por el rostro.
Mientras tanto, el coyote a su espalda contemplaba el
cielo con los ojos totalmente abiertos, y su sonrisa dejaba ver el brillo de
sus largos dientes blancos.
"¡Andar sobre tus propias patas es cansado, pero
que te lleven como a un guerrero tras una valiente batalla es
fantástico!", se dijo el coyote para sus adentros.
Jamás había sido transportado a espaldas de nadie, y
la nueva experiencia le encantaba, así que se dejó llevar tranquilamente en los
hombros de Iktomi, y de vez en cuando sus ojos parpadeaban con guiños azules.
¿Nunca habéis visto a los pájaros cuando hacen guiños azules? Tal es el origen
de esta expresión de la gente de las praderas. Cuando un páaro te observa
desde lo alto de una rama, un fino tejido blanco azulado cae rápidamente sobre
sus ojos y de igual modo vuelve a levantarse; lo hacen tan rápidamente que
piensas que se trata sólo de un misterioso guiño azul. A veces, cuando los
niños están soñolientos parpadean con guiños azules, y también las personas que
son demasiado orgullosas para mirar a los otros con ojos amables muestran este
frío parpadeo como el de los pájaros.
El coyote estaba adormilado y era orgulloso, y sus
guiños eran casi tan azules como el cielo. De pronto el agradable balanceo
cesó, interrumpiendo su nuevo placer. Iktomi había llegado a su hogar. El
coyote tuvo que despejarse inmediatamente, pues un instante después caía de
los brazos de Iktomi. Vióse a sí mismo cayendo, cayendo por el espacio hasta
que golpeó el suelo con tal fuerza que durante unos instantes no pudo ni
respirar. Sentía curiosidad por saber qué se proponía hacer Iktomi, así que se
quedó tumbado ahí donde había caído. Iktomi empezó a saltar y bailar a su alrededor
en una fiesta y danza imaginarias, murmurando una de sus misteriosas canciones.
Apiló un montón de ramas de sauce secas y las partió por la mitad con la
rodilla. Encendió entonces una gran hoguera junto a la entrada de su tienda.
Las llamas subían a los cielos en vetas rojas y amarillas.
Por fin Iktomi se volvió hacia el coyote, que le había
estado observando a través de sus pestañas. Tomó al animal por las cuatro
patas, lo balanceó de un lado a otro y lo soltó hacia las llamas. Otra vez el
coyote se vio cayendo por el espacio. El aire caliente golpeó sus narices, las
rojas llamas bailaron ante sus ojos y finalmente cayó contra un lecho de ascuas
crujientes. Con un rápido giro salió de las llamas de un salto, expulsando con
sus patas una lluvia de brasas que fueron a caer sobre los desnudos brazos y
hombros de Iktomi. Pasmado, Iktomi pensó que había visto un espíritu saliendo
de su hoguera. ¡Las mandíbulas se le abrieron de golpe, y se llevó una mano a
la boca, pues apenas podía evitar ponerse a gritar de terror!
El coyote se revolcó sobre la hierba, frotándose los
dos lados de la cabeza contra el suelo, y muy pronto apagó el fuego de su piel.
Mientras tanto Iktomi, con los ojos casi fuera de sus órbitas, soplaba con
fuerza sobre una quemadura en su brazo moreno.
El coyote se sentó sobre sus patas traseras, al otro
lado de la hoguera, y empezó a reírse de Iktomi.
"Otra vez, amigo mío, no des tanto por supuesto.
¡Asegúrate de que el enemigo está bien muerto antes de encender tu
hoguera!"
Y tras esto salió corriendo tan rápido que su espesa
cola se levantó hasta situarse en línea recta con el lomo.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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