Las aves acuáticas volaban sobre los lagos pantanosos.
Era, pues, la temporada de caza. Los hombres, armados con arcos y flechas,
vadeaban los ríos y lagos, moviéndose por los arrozales silvestres con el agua
hasta la cintura. Cerca, en las tiendas, las mujeres asaban patos salvajes y
confeccionaban almohadas con las plumas.
En el tipi más grande estaba sentada una joven madre,
recubriendo con púas de puercoespín los largos flecos de un almohadón de piel
de ciervo. A su lado un recién nacido de ojos negros reía y hacía gorgoritos
con la garganta. Alzaba sus manitas y piececitos, jugando con los cordeles de
su gorrito lleno de adornos que colgaba vacío de un palo de la tienda.
Al poco, la madre dejó a un lado las púas rojas y los
hilos blancos hechos de nervios de animal. El pequeñín se había quedado profun-damente
dormido. La mujer se inclinó sobre él apoyándose sobre un brazo y le cubrió con
una manta ligera mientras le arrullaba cantando una nana. Era ya casi hora de
que su marido regresase.
Recordó de que no quedaban ramitas de sauce para el
fuego, así que rápidamente se ciñó la manta a la cintura y con un hacha de
mango corto en el cinturón se dirigió a toda prisa al barranco del bosque. Era
fuerte, y manejaba el hacha como cualquier hombre. Su amplio vestido de piel le
permitía moverse con soltura. Pronto emprendió el camino de vuelta, cargando a
la espalda una pila de largas ramas de sauce sujetas mediante un lazo a los
hombros.
Cerca ya de la entrada de la tienda se agachó, ladeó
el montón de leña y con ambas manos deshizo el lazo por encima de la cabeza.
Dejó así la madera en el suelo y desapareció en el interior del tipi. Un
instante después salía corriendo y gritando: "¡Mi hijo! ¡Mi pequeño ha
desaparecido!" Su vista penetrante barrió el horizonte de este a oeste y
de norte a sur. Por ningún lado se advertían signos del niño.
Corrió con los puños apretados a los tipis cercanos,
diciendo: "¿Alguien ha visto a mi niño? ¡Ha desaparecido! ¡Mi pequeño ha
desaparecido!"
"¡Hinnú!¡Hinnú!"
-exclamaron las mujeres, levantándose y precipitándose fuera de sus tiendas.
"¡No hemos visto a tu niño! ¿Qué ha pasado?"
-interrogaron.
La madre les relató lo ocurrido con lágrimas en los
ojos.
"Buscaremos contigo" -le dijeron, cuando se
disponía a partir en busca de su bebé.
Se encontraron con los maridos que volvían de la caza,
quienes dando la vuelta, se unieron a la búsqueda del niño perdido.
Recorrieron en vano las orillas de los lagos y se adentraron en los altos
juncos. El niño había desaparecido. Tras muchos días y noches se abandonó la
búsqueda. Era verdaderamente triste escuchar los lamentos de la madre llamando
a su hijito.
El otoño pasó. Los pájaros volaban ya muy alto hacia
el sur, y pronto desaparecieron todos los tipis de las orillas de los lagos, a
excepción de uno.
Después la nieve del invierno cubrió el suelo y el
hielo los lagos, pero todavía seguía escuchándose el lamento
de la madre desde el interior de la tienda solitaria. También podía
oírse a cierta distancia la voz del padre cantando una triste canción.
Pasaron diez veranos y otros tantos inviernos desde
la extraña desaparición, y cada otoño llegaban con los cazadores los desgracia-dos
padres para tratar una vez más de encontrar a su pequeño.
La décima temporada de caza llegaba a su fin, y uno
por uno los tipis fueron plegados y las familias comenzaron a marcharse de la
región de los lagos. La madre caminaba una vez más por la orilla de la marisma,
llorando. Una tarde estaba parada junto al agua cuando desde el otro lado del
lago un par de negros ojos brillantes se pusieron a espiarla tras los altos
juncos y el arroz silvestre: un muchachito salvaje había interrumpido sus
juegos entre la alta hierba. Apartó descuidadamente de su cara redonda la larga
cabellera que le caía suelta por sus hombros y su espalda morena. Llevaba por
toda vestimenta un taparrabos hecho de hierba dulce tejida, y agazapado junto
al suelo pantanoso escuchaba el lamento de la india. A medida que fue
haciéndose más y más ronco, hasta convertirse en sollozos que sacudían la esbelta
figura de la mujer, los ojos del muchacho se oscurecieron y quedaron
humedecidos por las lágrimas.
Cuando por fin los gemidos cesaron, el muchacho se
levantó de un salto y se alejó corriendo como una ninfa, con los pies ligeros y
amplia zancada. Llegó así a una pequeña cabaña hecha de juncos y hierbas.
"¡Madre! ¡Madre!" -dijo el muchacho, casi
sin aliento- "¡Dime qué voz era esa que he oído, que sonando tan dulce a
mis oídos, me ha hecho saltar lágrimas!
"Han,
hijo mío" -gruñó una enorme y horrible sapo hembra- "Era la voz de
una mujer que lloraba. Hijo mío, no digas que te gusta. No me digas que hizo
brotar lágrimas en tus ojos. Nunca me has escuchado a mí llorar. Puedo agradar
a tu oído y romperte el corazón. ¡Escucha! -le dijo la vieja sapo.
Acto seguido salió de la cabaña y se quedó parada
junto a la entrada. Era muy anciana, y el esfuerzo le hizo resoplar con fuerza.
Había criado una gran familia de sapitos, pero por ninguno de ellos había conseguido
sentir amor, ni siquiera lástima. También ella había oído el lamento de la voz
humana, maravillándose de la garganta que era capaz de producir aquel extraño
sonido. Ahora, ansiosa por conservar a su niño robado, se aventuró a llorar
como lo hace la mujer Dakota, y rompió con una voz grosera y ronca:
"¡Hin-hin,
piel de coneja! ¡Hin-hin, Armiño, Armiño!
¡Hin-hin, manta roja con borde
blanco!"
La fea Madre Sapo trataba de agradar los oídos del
niño pronun-ciando nombres de útiles valiosos, pues ignoraba que las palabras
del llanto Dakota son los nombres de los seres amados que se han ido. Una vez
acabó de chillar todas aquellas cosas absurdas con su voz torturante, la vieja
sapo movió complacida sus ojos secos, y de un salto volvió a la cabaña y le preguntó
al niño:
"Hijo mío, ¿ha hecho mi voz brotar lágrimas de
tus ojos? ¿Lleva-ron mis palabras placer a tus oídos? ¿No te gusta más mi
lamento que el de la mujer?
"¡No, no!" -dijo el niño poniendo mala cara
y haciendo pucheros impaciente- "¡Quiero escuchar la voz de la mujer!
Dime, madre, ¿por qué la voz humana desata todos mis sentimientos?"
"Madre" -continuó la voz del muchacho-
"dime una cosa. Dime por qué todos mis hermanitos y hermanitas son
distintos a mí".
El enorme sapo feo, mirando a su prole de sapitos rechonchos,
respondió: "El hijo mayor es siempre el mejor.
Su respuesta acalló al niño durante un tiempo. A
partir de entonces, la vieja Mamá Sapo empezó a vigilar a su hijo estrechamente.
Cuando al muchacho se le ocurría salir solo, Mamá Sapo sacaba a empujones a
uno de sus propios hijos obligándole a ir tras el niño, diciéndole: "No se
te ocurra volver sin tu hermano mayor".
Así, el muchacho salvaje de pelo largo y suelto se
sentaba cada día en una isleta del pantano, oculto tras los juncos. Pero nunca
solo. A sus pies podía verse siempre un pequeño Hermanito Sapo dando brincos a
su alrededor.
Un día, un cazador indio se internó en las aguas del
pantano y advirtió la presencia del muchacho. Había oído hablar del niño robado
hacía mucho, mucho tiempo.
"¡Tiene que ser él!" -murmuró, mientras
corría hacia su tienda. "¡He visto a un muchacho de pelo negro jugando
entre los juncos!" -gritó a los demás al llegar al poblado indio.
Al momento acudieron los desgraciados padres,
exclamando: "¡Es él, nuestro hijo!" El cazador les condujo sin perder
un momento hacia el lago, y oculto entre los arrozales silvestres señaló con
dedo tembloroso al muchacho que jugaba ajeno a cuanto pasaba.
"¡Es él, es él!" -gritó la madre, pues le
había reconocido.
El cazador se apartó en silencio, mientras los felices
padres se deshacían en caricias hacia su bebé ahora convertido en un alto
muchachito.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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