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jueves, 10 de enero de 2013

El prisionero del árbol

Era un claro día de verano. El cielo azul intenso caía hasta el borde de la gran llanura, y un enorme sol amarillo colgaba en lo alto.
El canto de los pájaros llenaba el espacio entre cie­lo y tierra con una dulce música. Un pájaro de pe­cho amarillo cantaba una y otra vez, "¡Koda Ni Dakota!", "¡Koda Ni Dakota!", que quiere decir: "¡Amigo, tú eres un Dakota!" Quizá el pájaro se esta­ba refiriendo al Vengador de la Flecha Mágica, pues éste se acercaba caminando por la pradera. Espléndi­do con sus pinturas y sus plumas, caminaba orgullo­so con su gran carcaj de piel de ante colgado a la espalda y un largo arco en la mano. Se dirigía a un lejano campamento de tipis situado hacia el este.
Todos los días, un enorme águila roja sobrevolaba aquella aldea india amenazando a sus pobladores. Todas las mañanas este pájaro terrible surgía de un alto farallón de caliza, y desplegando sus alas gigan­tescas se dejaba caer planeando lentamente sobre el campamento indio. Entonces la gente, aterrorizada, corría a esconderse en las tiendas. Allí se cubrían la cabeza con las mantas y quedábanse sentados tem­blando de miedo. Nadie se atrevía a salir hasta que el Águila Roja no había desaparecido por el oeste, allí donde se juntan el azul y el verde.
En vano trató el jefe de la tribu de encontrar entre sus guerreros un buen tirador que pudiese lanzar una flecha mortífera al pájaro hambriento de carne hu­mana. Por fin, para atizar el valor de sus guerreros, hizo anunciar a su portavoz una nueva recompensa por abatir al Águila Roja.
Aquel que acabase con la temida águila roja de un flechazo, podría escoger como esposa a cualquiera de las dos hermosas hijas del jefe.
Al oír estas palabras, los hombres del poblado -jó­venes y viejos, héroes y cobardes- se pusieron a fa­bricar flechas nuevas para participar en la prueba. Al llegar el amanecer gris, muchas figuras humanas po­dían verse a la sombra del promontorio; silenciosos como fantasmas, envueltos en sus mantas bien ajus­tadas a la cintura, esperaban el nuevo día con sus ar­cos y flechas escogidos para la ocasión.
Algunos de los viejos guerreros, más astutos, per­manecían separados del grupo, sentados en cuclillas sobre el suelo desnudo; pero todos los ojos de la tribu miraban fijamente a la cima del peñasco, y contenien­do el aliento esperaban la aparición del Águila Roja.
Desde el interior de las tiendas otros muchos pa­res de ojos espiaban a través de los pequeños aguje­ros de las cortinas de entrada. Con las rocillas temblorosas y los dientes apretados, las mujeres ob­servaban a los hombres Dakota merodeando con sus arcos y flechas.
Por fin, cuando el sol de la mañana se asomó tam­bién por el horizonte para ver a los guerreros Dako­tas, el Águila Roja apareció caminando al borde del precipicio. Arreglóse su espléndido plumaje, agitó el cuello, sacudió sus alas poderosas, y sólo entonces se lanzó al aire. Descendió lentamente hasta el campa­mento indio, ¡donde le esperaban los hombres con sus fuertes arcos y flechas! En un instante todos los arcos se tensaron, y una lluvia de flechas salió dispa­rada hacia el cielo azul. Pero, ¡ah!, las alas indiferen­tes del águila se movieron, sin dejar que ni una de aquellas flechas las tocase siquiera, y el águila se alejó hacia el oeste, más allá del alcance de las flechas, más allá del alcance del ojo mismo.
La mortífera quietud del alba se rompió con el clamor de los lamentos de los indios. Las mujeres hablaban excitadas de las invul-nerables alas rojas del águila, y los héroes fallidos se ocultaron en las tien­das malhumorados. "¡He-he-he!"-gruñó el jefe.
Al atardecer de ese mismo día, un grupo de caza­dores descansaba sentado en torno a una brillante hoguera. Estaban hablando de un extraño joven a quien habían estado espiando mientras cazaban cier­vos más allá de los despeñaderos. Vieron cómo el ex­traño apuntaba con su arco: siguiendo con la vista la dirección de la punta de su flecha divisaron una ma­nada de búfalos. ¡La flecha salió disparada del arco, y alcanzó el cráneo del búfalo más próximo! Sin em­bargo, a diferencia de otras flechas, atravesó la cabe­za del animal y girando en el aire alcanzó la del siguiente búfalo. Así, uno a uno, los búfalos fueron cayendo sobre la dulce hierba en que pastaban, y quedaron tumbados sobre sus costados, con las patas rígidas y temblorosas. El extraño joven, muy tran­quilo, iba contando con los dedos los búfalos según iban cayendo muertos al suelo. Cuando por fin aba­tió al último, corrió hasta él, recuperó su Flecha Má­gica, la limpió cuida-dosamente sobre la suave hierba y la guardó en su largo carcaj de flecos.
"¡Sin duda va a preparar algún festín para alguna tribu hambrienta de hombres o bestias!" -comenta­ron los cazadores mientras se alejaban corriendo.
Tenían miedo del extraño guerrero de la flecha sa­grada. Sin embargo, cuando la historia de la flecha llegó a oídos del jefe, su cara se iluminó con una sonrisa, y mandó una partida de hombres a caballo para que averiguasen el nombre del cazador, cuándo nació y cuáles habían sido sus hazañas.
"Si se trata del Vengador de la Flecha Mágica, que salió de la tierra de un coágulo de sangre de búfalo, decidle que venga aquí. Que sea él quien mate al Águila Roja con su flecha mágica. Que sea él quien consiga a una de mis bonitas hijas" -dijo el jefe a sus mensajeros, pues la vieja historia del hijo-hombre del tejón era bien conocida en toda la llanura.
Pasaron cuatro días y cuatro noches, y los guerre­ros regresaron. "Viene para acá" -dijeron- "Le he­mos visto. Es alto y camina bien erguido; su rostro es hermoso, con grandes ojos negros. Se pinta las mejillas con rojo brillante, y exhibe sobre las sienes las líneas rojas que distinguen a nuestros hombres de mayor rango. Lleva colgado a la espalda un largo carcaj de flecos en el que guarda su Flecha Mágica, y tiene un arco grande y fuerte. Viene para acá, dis­uesto a matar al Gran Águila Roja". Las palabras de os mensajeros corrieron de boca en boca por todo el campamento.
Ocurrió que el inmortal Iktomi, recuperado ya de sus quemaduras marrones, oyó lo que la gente habla­ba, y al momento tuvo un nuevo deseo. "Si yo tuviese la Flecha Mágica mataría al Águila Roja y conseguiría para mí a la hija del jefe", se dijo.
Rápidamente volvió a su tienda solitaria. Se sentó en el suelo, bajo el árbol que crecía junto a la entra­da de su tipi, con la barbilla metida entre las rodillas dobladas. Sus ojos astutos escrutaban la llanura, en busca del Vengador.
¡Ya viene para acá!, dice la gente del poblado" -murmuró Iktomi. De pronto se llevó la palma de la mano a las cejas y miró con atención hacia el oeste. El sol del verano brillaba en medio de un cielo des­pe) ado. Allí, en la verde pradera un hombre con la cabeza descubierta caminaba hacia el este.
"¡Ja, ja! ¡Es él! ¡El hombre de la Flecha Mágica!" -rió Iktomi. El pájaro de pecho amarillo volvió a cantar, "¡Koda Ni Dakota! ¡Amigo, tú eres un Dako­ta!", e Iktomi se puso la mano en la boca y echó la cabeza hacia atrás, riéndose tanto del pájaro como del hombre.
"¡Él es tu amigo, pero su flecha matará a uno de tu especie! ¡Es un Dakota, pero pronto será parte de la corteza de este árbol! ¡Ja, ja, ja!" -rió de nuevo Iktomi.
El joven Vengador avanzaba a grandes pasos, acer­cándose cada vez más a la tienda y al árbol solitarios. Iktomi podía ya oír el ¡swish! ¡swish! de los pies del extraño avanzando por las altas hierbas. Acababa de pasar junto al árbol, cuando Iktomi, poniéndose en pie de un salto, le llamó: "¡How, how, amigo mío! Veo que estás vestido con hermosas pieles de ciervo y que llevas pintura roja sobre tus mejillas. ¿Es que vas a alguna fiesta o un baile, si puedo preguntarte?" Como vio que el joven se limitó a sonreírle, Iktomi continuó: "No he probado un solo bocado de comi­da en todo el día. ¡Apiádate de mí, joven guerrero, y caza a ese pájaro para mí!" -dijo, señalando a la copa del árbol, donde un pájaro descansaba sobre la rama más alta. El joven Vengador, siempre dispuesto a ayudar a quienes tuvieran problemas, lanzó una fle­cha, el pájaro cayó, y quedó colgando de la rama si­tuada más abajo.
"Amigo mío, súbete al árbol y coge el pájaro. Yo no puedo subir tan alto. Me marearía y caería" -le rogó Iktomi. El Vengador empezó a subir al árbol, pero Iktomi le gritó: "Amigo, tus hermosas pieles adornadas pueden rasgarse con las ramas. Déjalas a salvo aquí, sobre la hierba, hasta que bajes".
"Tienes razón" -replicó el joven, quitándose rápi­damente el largo carcaj de flecos de la espalda, y de­jándolo en el suelo J'unto con las bolsitas que llevaba colgando y todos los adornos tintineantes. Ahora podía ya subir al árbol sin estorbos. Pronto llegó a la punta y cogió el pájaro. "Amigo mío, tírame tu fle­cha para que pueda tener el honor de limpiarla con una suave piel de ciervo! "-exclamó Iktomi.
How!" -dijo el guerrero, arrojando la flecha y el pájaro al suelo.
Inmediatamente Iktomi agarró la flecha. La frotó primero contra la hierba y luego con una suave piel de ciervo, murmurando al tiempo cosas ininteligi­bles. El joven guerrero, que descendía de rama en ra­ma, oyó el murmullo y dijo: "¡Iktomi, no oigo lo que estás diciendo!"
"¡Oh, amigo mío! Sólo hablaba de tu gran cora­zon .
De nuevo, inclinado sobre la flecha Iktomi si­guió repitiendo los conjuros mágicos. "Quédate pe­gado, bien pegado a la corteza del árbol" -susurró en voz muy baja. El joven guerrero seguía bajando lentamente, y de pronto, Iktomi se incorporó, dejó caer la flecha al suelo y exclamó: "¡Quédate pegado a la corteza del árbol!", y así, antes de que pudiese saltar del árbol, el joven guerrero quedó unido a la corteza.
"¡Ja, ja!" -rió el malvado Iktomi, gritando y sal­j tando bajo el árbol."¡Tengo la Flecha Mágica! ¡Tengo las pieles y abalorios del Gran Vengador! ¡Mataré al Águila Roja! ¡Me casaré con la preciosa hija del jefe!"
"¡Oh, Iktomi, libérame!" -le imploró el guerrero Dakota prisionero en el árbol; pero las orejas de Ik­tomi eran como el moho de un árbol, pues parecía no oír nada.
Vistióse con las hermosas pieles, y sujetando orgu­lloso la Flecha Mágica en la mano derecha, Iktomi partió hacia el este. Imitando los largos pasos del Vengador, se alejó con la cara ligeramente vuelta ha­cia el cielo.
"¡Oh, libérame! ¡Estoy pegado al árbol como su propia corteza! ¡Sepárame del árbol!" -gemía el pri­sionero.
Pasó entonces junto al solitario tipi cierta joven que cargaba sobre su fuerte espalda una pila de ra­mas de sauce. Escuchó los lamentos del hombre, y se detuvo. Miraba a su alrededor, pero por ningún lado acertaba a ver ninguna criatura humana. "Quizá sea un espíritu", pensó.
"¡Oh, suéltame de aquí, libérame! ¡Iktomi me ha engañado! ¡Me ha convertido en corteza de este ár­bol!" -gritó la voz de nuevo.
La joven dejó en el suelo la pila de leña, y con su hacha de piedra en la mano corrió hacia el árbol. Allí, ante sus ojos atónitos, un joven guerrero estaba pegado al árbol.
Aunque era demasiado tímida para hablar, su co­razón era generoso, y no podía dejar a aquel joven prisionero del árbol. Así que valiéndose del hacha peló toda la corteza del árbol, y, abriéndola en dos como una chaqueta la dejó caer al suelo. Con ella cayó también el joven guerrero. Libre otra vez, em­prendió al momento la marcha, y tras alejarse unos pasos, volvióse a mirar a la joven y agitó la mano ha­cia arriba y hacia abajo. Este era el gesto de gratitud que se empleaba cuando las palabras parecían inca­paces de expresar sentimientos muy fuertes.
La todavía sorprendida muchacha llegó a su tien­da, montó en un pony, cabalgó a toda prisa por la llanura, y llevó su historia al campamento del este: a oídos del jefe preocupado por el Aguila Roja.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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