El cazador PatkaSa (Tortuga) estaba inclinado sobre
un ciervo recién muerto.
La flecha de punta roja que extrajo del animal era
distinta a las demás flechas de su carcaj. El disparo perdido de algún otro
cazador había matado al ciervo.
Patkasa llevaba toda la mañana de caza sin conseguir
más que un simple mirlo. Volvía ya a casa; cansado y con el corazón triste por
no haber encontrado carne para las bocas hambrientas que le esperaban en su
tienda, caminando lentamente con la mirada hacia el suelo. Pero espiritus
amables se compadecieron del desgraciado cazador y le guiaron hasta el ciervo
recién abatido, para que sus hijitos no llorasen de hambre.
Cuando Patkasa se encontró con el ciervo, exclamó:
"¡Los buenos espíritus me han traído hasta aquí!" y se inclinó
durante un buen rato sobre el regalo de los piadosos invisibles.
"¡How,
amigo mío!" -dijo de pronto una voz a su espalda, al tiempo que una mano
se posaba sobre su hombro. Esta vez no se trataba de un espíritu, sino del
viejo Iktomi.
"¡How,
Iktomi!" -respondió Patkasa, todavía inclinado sobre el ciervo.
"Amigo mío, eres un cazador hábil" -comenzó
a hablar Iktomi, con una fina sonrisa que se extendía de oreja a oreja.
Patkasa levantó bruscamente la cabeza, y dijo pestañeando:
"¡Oh! ¿De verdad lo crees?"
"Sí, amigo mío, eres un estupendo cazador. Ahora
quiero retarte a un pequeño duelo. Veamos quién es capaz de saltar por encima
del ciervo sin tocar un soo pelo de su piel" -propuso Iktomi.
“Oh! ¡Me temo que no puedo hacerlo!" -exclamó
Padasa, frotándose sus graciosas manitas gordas.
"¡Vamos, Patkasa; no tengas las dudas del
cobarde! Te digo que eres un tipo hábil para quien nada resulta difícil".
Con estas palabras Iktomi se llevó a Patkasa a unos pasos del ciervo. Patkasa,
intran-quilo, reía dando pequeños resoplidos.
"Ahora, salta tú primero" -dijo Iktomi.
Patkasa, con los puños cerrados, empezó a balancear
sus brazos gorditos hacia adelante y hacia atrás, sin dejar de morderse el
labio inferior ni un instante. Justo antes de que iniciase la carrera para el
salto, Iktomi añadió: "¡Que el ganador sea quien se coma el ciervo!"
Era ya demasiado tarde para negarse. Patkasa temía
más que le llamasen cobarde que perder el ciervo. "Ho-wo" -replicó, sin dejar de mover los brazos. Por fin inició
la carrera. Sus pasos eran tan rápidos y cortos que más parecía que estuviese
dando patadas al suelo. Después, ¡el salto!, pero Patkasa tropezó con una
ramita y fue a caer de lleno sobre el costado del ciervo.
"¡He-he-he!"
-exclamó Iktomi, fingiendo estar disgustado por la caída de su amigo.
Le ayudó a ponerse otra vez en pie y le dijo:
"¡Ahora me toca a mí intentar dar el gran salto!", y apenas había
acabado de hablar, pegó un tremendo bote volando muy por encima del animal.
"¡La pieza es mía!" -rió, dando palmaditas
en la espalda al malhu-morado Patkasa. "Ahora, amigo mío, vigílame al
ciervo mientras voy a buscar a mis niños", dijo Iktomi, y salió corriendo
a toda velocidad por las altas hierbas.
Patkasa se mostraba siempre dispuesto a creerse las
patrañas de los intrigantes y a hacer pequeños favores a cualquiera que se los
pidiese. Sin embargo, en esta ocasión no respondió Sí, amigo mío", pues se
dio cuenta que la aduladora lengua de Iktomi le había tomado el pelo. Así que
volvió la nariz hacia Iktomi -que casi se había perdido de vista- lo justito
para decir: "¡Oh, no, Ikto, no he oído lo que me decías!"
Al poco rato se escuchó un murmullo de voces. Las
risas se oían cada vez más fuertes, cuando de pronto todo quedó en silencio. El
viejo Iktomi traía a su prole al lugar donde había dejado a la tortuga con el
ciervo, pero ¡allí no había nada! Ni el más leve indicio de Patkasa o del
ciervo, y los hijitos de Iktomi se pusieron a aullar y gimotear.
"¡Callaos!" -dijo Iktomi a su prole-
"Sé dónde vive Patkasa. Seguidme. Os llevaré a la casa de la tortuga",
y comenzó a correr por un estrecho sendero que conducía hasta un riachuelo
cercano. Pegados a sus talones iban sus hijitos, con los rostros bañados en
lágrimas.
"¡Allí!" -dijo Iktomi en un suave susurro,
mientras agrupaba a su prole junto a la orilla. "¡Ahí está el asado que
prepara Patkasa! ¡Ahí está su tienda, y el sabroso asado está ahí, en su patio
delantero!"
Los jóvenes Iktomis estiraron el cuello y abrieron sus
ojitos como polluelos recién salidos del cascarón, mirando hacia el agua.
"Ahora voy a apagar la hoguera de Patkasa, y os
traeré el ciervo asado. Observad atentamente. Cuando veáis las brasas apagadas
flotar en el agua, poneos a aplaudir y a gritar, pues poco después de eso volveré
con carne tierna”.
Y tras decirlo Iktomi se sumergió en el riachuelo.
¡Splash! ¡Splash!, saltaba el agua convertida en espuma. Apenas había vuelto la
calma a la superficie del riachuelo, cuando comenzaron a ascender burbujeando
unas manchas negras. El riachuelo parecía hervir con el baile de aquellas bolas
negras.
"¡La hoguera apagada! ¡Las brasas!" -rieron
los pequeños Iktomis, y dando palmadas se pusieron a jugar persiguiéndose
unos a otros por el borde del riachuelo, gritando llenos de alegría.
“¡Ahas!"
-dijo entonces una voz ronca procedente del otro lado del riachuelo. Era Patkasa,
subido en la rama más larga de un enorme sauce situado lejos del agua. Sobre la
rama misma ardía, un fuego brillante en el que Patkasa asaba su ciervo. El agua
del riachuelo volvía a estar en calma, y ninguna mancha negra bailaba en su
superficie, pues las que habían visto antes no eran sino los dedos gordos del
viejo Iktomi, que se había ahogado.
Los niños de Iktomi huyeron corriendo del riachuelo,
llorando y llamando a su padre muerto en el agua.
0.175.3 anonimo (sioux) - 014
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