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jueves, 10 de enero de 2013

Iktomi y la tortuga

El cazador PatkaSa (Tortuga) estaba inclinado so­bre un ciervo recién muerto.
La flecha de punta roja que extrajo del animal era distinta a las demás flechas de su carcaj. El disparo perdido de algún otro cazador había matado al ciervo.
Patkasa llevaba toda la mañana de caza sin conse­guir más que un simple mirlo. Volvía ya a casa; can­sado y con el corazón triste por no haber encontrado carne para las bocas hambrientas que le esperaban en su tienda, caminando lentamente con la mirada ha­cia el suelo. Pero espiritus amables se compadecieron del desgraciado cazador y le guiaron hasta el ciervo recién abatido, para que sus hijitos no llorasen de hambre.
Cuando Patkasa se encontró con el ciervo, excla­mó: "¡Los buenos espíritus me han traído hasta aquí!" y se inclinó durante un buen rato sobre el re­galo de los piadosos invisibles.
How, amigo mío!" -dijo de pronto una voz a su espalda, al tiempo que una mano se posaba sobre su hombro. Esta vez no se trataba de un espíritu, sino del viejo Iktomi.
How, Iktomi!" -respondió Patkasa, todavía incli­nado sobre el ciervo.
"Amigo mío, eres un cazador hábil" -comenzó a hablar Iktomi, con una fina sonrisa que se extendía de oreja a oreja.
Patkasa levantó bruscamente la cabeza, y dijo pes­tañeando: "¡Oh! ¿De verdad lo crees?"
"Sí, amigo mío, eres un estupendo cazador. Ahora quiero retarte a un pequeño duelo. Veamos quién es capaz de saltar por encima del ciervo sin tocar un so­o pelo de su piel" -propuso Iktomi.
“Oh! ¡Me temo que no puedo hacerlo!" -exclamó Padasa, frotándose sus graciosas manitas gordas.
"¡Vamos, Patkasa; no tengas las dudas del cobarde! Te digo que eres un tipo hábil para quien nada resul­ta difícil". Con estas palabras Iktomi se llevó a Pat­kasa a unos pasos del ciervo. Patkasa, intran-quilo, reía dando pequeños resoplidos.
"Ahora, salta tú primero" -dijo Iktomi.
Patkasa, con los puños cerrados, empezó a balan­cear sus brazos gorditos hacia adelante y hacia atrás, sin dejar de morderse el labio inferior ni un instante. Justo antes de que iniciase la carrera para el salto, Ik­tomi añadió: "¡Que el ganador sea quien se coma el ciervo!"
Era ya demasiado tarde para negarse. Patkasa te­mía más que le llamasen cobarde que perder el cier­vo. "Ho-wo" -replicó, sin dejar de mover los brazos. Por fin inició la carrera. Sus pasos eran tan rápidos y cortos que más parecía que estuviese dando patadas al suelo. Después, ¡el salto!, pero Patkasa tropezó con una ramita y fue a caer de lleno sobre el costado del ciervo.
He-he-he!" -exclamó Iktomi, fingiendo estar disgustado por la caída de su amigo.
Le ayudó a ponerse otra vez en pie y le dijo: "¡Ahora me toca a mí intentar dar el gran salto!", y apenas había acabado de hablar, pegó un tremendo bote volando muy por encima del animal.
"¡La pieza es mía!" -rió, dando palmaditas en la espalda al malhu-morado Patkasa. "Ahora, amigo mío, vigílame al ciervo mientras voy a buscar a mis niños", dijo Iktomi, y salió corriendo a toda veloci­dad por las altas hierbas.
Patkasa se mostraba siempre dispuesto a creerse las patrañas de los intrigantes y a hacer pequeños favo­res a cualquiera que se los pidiese. Sin embargo, en esta ocasión no respondió Sí, amigo mío", pues se dio cuenta que la aduladora lengua de Iktomi le ha­bía tomado el pelo. Así que volvió la nariz hacia Ik­tomi -que casi se había perdido de vista- lo justito para decir: "¡Oh, no, Ikto, no he oído lo que me de­cías!"
Al poco rato se escuchó un murmullo de voces. Las risas se oían cada vez más fuertes, cuando de pronto todo quedó en silencio. El viejo Iktomi traía a su prole al lugar donde había dejado a la tortuga con el ciervo, pero ¡allí no había nada! Ni el más leve indicio de Patkasa o del ciervo, y los hijitos de Ikto­mi se pusieron a aullar y gimotear.
"¡Callaos!" -dijo Iktomi a su prole- "Sé dónde vive Patkasa. Seguidme. Os llevaré a la casa de la tor­tuga", y comenzó a correr por un estrecho sendero que conducía hasta un riachuelo cercano. Pegados a sus talones iban sus hijitos, con los rostros bañados en lágrimas.
"¡Allí!" -dijo Iktomi en un suave susurro, mientras agrupaba a su prole junto a la orilla. "¡Ahí está el asa­do que prepara Patkasa! ¡Ahí está su tienda, y el sa­broso asado está ahí, en su patio delantero!"
Los jóvenes Iktomis estiraron el cuello y abrieron sus ojitos como polluelos recién salidos del cascarón, mirando hacia el agua.
"Ahora voy a apagar la hoguera de Patkasa, y os traeré el ciervo asado. Observad atentamente. Cuan­do veáis las brasas apagadas flotar en el agua, poneos a aplaudir y a gritar, pues poco después de eso volve­ré con carne tierna”.
Y tras decirlo Iktomi se sumergió en el riachuelo. ¡Splash! ¡Splash!, saltaba el agua convertida en espuma. Apenas había vuelto la calma a la superficie del ria­chuelo, cuando comenzaron a ascender burbujeando unas manchas negras. El riachuelo parecía hervir con el baile de aquellas bolas negras.
"¡La hoguera apagada! ¡Las brasas!" -rieron los pe­queños Iktomis, y dando palmadas se pusieron a ju­gar persiguiéndose unos a otros por el borde del riachuelo, gritando llenos de alegría.
“¡Ahas!" -dijo entonces una voz ronca procedente del otro lado del riachuelo. Era Patkasa, subido en la rama más larga de un enorme sauce situado lejos del agua. Sobre la rama misma ardía, un fuego brillante en el que Patkasa asaba su ciervo. El agua del ria­chuelo volvía a estar en calma, y ninguna mancha negra bailaba en su superficie, pues las que habían visto antes no eran sino los dedos gordos del viejo Iktomi, que se había ahogado.
Los niños de Iktomi huyeron corriendo del ria­chuelo, llorando y llamando a su padre muerto en el agua.

0.175.3 anonimo (sioux) - 014

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