Un día, Nasreddín fue a la mansión del alcalde,
que ofrecía un banquete a todos los habitantes del poblado. Cuando el
anfitrión vio sus andrajosos harapos, le ordenó que se sentara en el sitio más
alejado de la gran mesa, que era el lugar reservado a las personas menos
distinguidas. Sin decir nada, Nasreddín
degustó aquellos manjares y regresó a su casa. Tiempo después, el
alcalde volvió a celebrar otro banquete popular. Esta vez, Nasreddín se vistió con una espléndida túnica y se presentó a la
fiesta.
El anfitrión, al ver su
atavío, le condujo al lugar reservado para la gente importante.
Cuando sirvieron las
delicias, Nasreddín, ni corto ni
perezoso, empezó a introducir la comida en la manga de su túnica.
-¡Señor! -exclamó el
alcalde. Me íntrigan sus maneras de mesa, pues son realmente novedosas.
-No hay ningún misterio
-contestó Nasreddín. La verdad es que
esta túnica tiene su mérito; si no fuera por ella, yo no podría sentarme a su
lado. Por eso merece su ración.
0.084.3 anonimo (persia) - 013
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