En una cartera de
dibujo, que conservo aún llena de ligeros apuntes, hechos durante algunas de
mis excursiones semi-artísticas a la ciudad de Toledo, hay escritas tres fechas.
Los sucesos de que
guardan la memoria estos números son hasta cierto punto insignificantes. Sin
embargo, con su recuerdo me he entretenido en formar, algunas noches de
insomnio, una novela más o menos sentimental o sombría, según que mi
imaginación se hallaba más o menos exaltada y propensa a ideas risueñas o
terribles.
Si a la mañana
siguiente de uno de estos nocturnos y extrava-gantes delirios hubiera podido
escribir los extraños episodios de las historias imposibles que forjo antes de
que se cierren del todo mis párpados, esas historias, cuyo vago desenlace
flota, por último, indeciso en ese punto que separa la vigilia del sueño,
seguramente formarían un libro disparatado, pero original y acaso interesante.
No es eso lo que
pretendo hacer ahora. Esas fantasías ligeras y, por decirlo así, impalpables,
son en cierto modo como las mariposas, que no pueden cogerse en las manos sin
que se quede entre los dedos el polvo de oro de sus alas.
Voy, pues, a limitarme
a narrar brevemente los tres sucesos que suelen servir de epígrafe a los
capítulos de mis soñadas novelas; los tres puntos aislados que yo suelo reunir
en mi mente por medio de una serie de ideas como un hilo de luz; los tres
temas, en fin, sobre que yo hago mil y mil variaciones, las que pudiéramos
llamar absurdas sinfonías de la imaginación.
I
Hay en Toledo una calle
estrecha, torcida y oscura, que guarda tan fielmente la huella de las cien
generaciones que en ella han habitado, que habla con tanta elocuencia a los
ojos del artista y le revela tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas
y las costumbres de cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en
sus obras más insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y
pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
«En nombre de los
poetas y de los artistas; en nombre de los que sueñan y de los que estudian, se
prohíbe a la civilización que toque a uno solo de estos ladrillos con su mano
demoledora y prosaica».
Da entrada a esta calle
por uno de sus extremos un arco macizo, es achatado y oscuro, que sostiene un
pasadizo cubierto.
En su clave hay un
escudo, roto ya y carcomido por la acción de los años, el en cual crece la
hiedra, que, agitada con el aire, flota sobre el casco que lo corona, como un
penacho de plumas.
Debajo de la bóveda, y
enclavado en el muro, se ve un retablo con su lienzo ennegrecido e imposible de
descifrar, su marco dorado y churrigueresco, su farolillo pendiente de un
cordel y sus votos de cera.
Más allá de este arco
que baña con su sombra aquel lugar, dándole un tinte de misterio y tristeza
indescriptible, se prolongan a ambos lados dos hileras de casas oscuras,
desiguales y extrañas, cada cual de su forma, sus dimensiones y su color. Unas
están construidas de piedras toscas y desiguales, sin más adornos que algunos
blasones groseramente esculpidos sobre la portada; otras son de ladrillo, y
tienen un arco árabe que les sirve de ingreso, dos o tres ajimeces abiertos a
capricho en un paredón grieteado y un mirador que termina en una alta veleta.
Las hay con traza que no pertenecen a ningún orden de arquitectura, y que
tienen, sin embargo, un remiendo de todas; que son un modelo acabado de un
género especial desconocido o una muestra curiosa de las extravagancias de un
período del arte.
Éstas tienen un balcón
de madera con un cobertizo disparatado; aquéllas una ventana gótica
recientemente enlucida y con algunos tiestos de flores; la de más allá unos
pintorescos azulejos en el marco de la puerta, clavos enormes en los tableros y
dos fustes de columnas, tal vez procedentes de un alcázar morisco, empotrados
en el muro.
El palacio de un
magnate convertido en corral de vecindad; la casa de un alfaquí habitada por un
canónigo; una sinagoga judía transformada en oratorio cristiano; un convento
levantado sobre las ruinas de una mezquita árabe, de la que aún queda en pie la
torre; mil extraños y pintorescos contrastes, mil y mil curiosas muestras de
distintas razas, civilizaciones y epopeyas, compendiadas, por decirlo así, en
cien varas de terreno. He aquí todo lo que se encuentra en esta calle: calle
construida en muchos siglos, calle estrecha, deforme, oscura y con infinidad de
revueltas, donde cada cual, al levantar su habitación, tomaba un saliente,
dejaba un rincón o hacía un ángulo con arreglo a su gusto, sin consultar el
nivel, la altura ni la regularidad; calle rica en no calculadas combinaciones
de líneas, con un verdadero lujo de detalles caprichosos, con tantos y tantos
accidentes que cada vez ofrece algo nuevo al que la estudia.
Cuando por primera vez
fui a Toledo, mientras me ocupé en sacar algunos apuntes de San Juan de los
Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al
convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la
atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella una sola persona, sin
que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos, sin que
detrás de las celosías de un balcón, del cancel de una puerta o la rejilla de
una ventana, viese, ni aun por casualidad, el arrugado rostro de una vieja curiosa
o los ojos negros y rasgados de una muchacha toledana. Algunas veces me parecía
cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde
una época remota.
Una tarde, sin embargo,
al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, en cuyos altos paredones se
veían tres o cuatro ventanas de formas desiguales, repartidas sin orden ni
concierto, me fijé casualmente en una de ellas. La formaba un gran arco ojival,
rodeado de un festón de hojas picadas y agudas. El arco estaba cerrado por un
ligero tabique, recientemente construido y blanco como la nieve, en medio del
cual se veía, como contenida en la primera, una pequeña ventana con un marco y
sus hierros verdes, una maceta de campanillas azules, cuyos tallos subían a
enredarse por entre las labores de granito, y unas vidrieras con sus cristales
emplomados y su cortinilla de una tela blanca, ligera y transparente.
Ya la ventana de por sí
era digna de llamar la atención por su carácter; pero lo que más poderosamente
contribuyó a que me fijase en ella fue al notar que cuando volví la cabeza para
mirarla las cortinillas se habían levantado un momento para volver a caer,
ocultando a mis ojos la persona que, sin duda, me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino
preocupado con la idea de la ventana, o mejor dicho, de la cortinilla, o, más
claro todavía, de la mujer que la había levantado; porque indudablemente a
aquella ventana tan poética, tan blanca, tan verde, tan llena de flores, sólo
una mujer podía asomarse, y cuando digo una mujer, entiéndase que se supone
joven y bonita.
Pasé otra tarde; pasé
con el mismo cuidado; apreté los tacones, aturdiendo la silenciosa calle con el
ruido de mis pasos, que repetían, respondiéndose, dos o tres ecos; miré a la
ventana, y la cortina se volvió a levantar.
La verdad es que
realmente detrás de ella no vi nada; pero con la imaginación me pareció
descubrir un bulto, el bulto de una mujer, en efecto.
Aquel día me distraje
dos o tres veces dibujando. Y pasé otros días, y siempre que pasaba, la
cortinilla se levantaba de nuevo, permaneciendo así hasta que se perdía el
ruido de mis pasos, y yo desde lejos volvía a ella por última vez los ojos.
Mis dibujos adelantaban
poca cosa. En aquel claustro de San Juan de los Reyes; en aquel claustro tan
misterioso y bañado en triste melancolía, sentado sobre el roto capitel de una
columna, la cartera sobre las manos, el rumor del agua que corre allí con un
murmullo incesante, al ruido de las hojas del agreste y abandonado jardín, que
agitaba la brisa del crepúsculo, ¡cuánto no soñaría yo con aquella ventana y
aquella mujer! Yo la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cuál era el
color de sus ojos.
La miraba cruzar por
los extensos y solitarios patios de la antiquísima casa, alegrándolos con su
presencia como el rayo del sol que dora unas ruinas. Otras veces me parecía
verla en un jardín con unas tapias muy altas y muy obscuras, con unos árboles
muy corpulentos y añosos que debía de haber allá en el fondo de aquella especie
de palacio gótico donde vivía, coger flores y sentarse sola en un banco de
piedra, y allí suspirar mientras las deshojaba pensando en... ¿quién sabe?...
Acaso en mí; ¿qué digo acaso?, en mí, segura-mente. ¡Oh! ¡Cuántos sueños,
cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras
permanecí en Toledo!...
Pero transcurrió el
tiempo que había de permanecer en la ciudad. Un día, pesaroso y cabizbajo,
guardé todos mis papeles en la cartera; me despedí del mundo de las quimeras y
tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera
perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo saqué la cabeza por
la portezuela para verla otra vez y me acordé de la calle.
Tenía aún la cartera
bajo el brazo, y al volverme a mi asiento, mientras doblábamos la colina que
ocultó de repente la ciudad a mis ojos, saqué el lápiz y apunté una fecha. Es
la primera de las tres, a la que yo llamo la fecha de la ventana.
II
Al cabo de algunos
meses volví a encontrar ocasión de marcharme de la corte por tres o cuatro
días. Limpié el polvo a mi cartera de dibujo, me la puse bajo el brazo y,
provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos
napoleones, deplorando que aún no estuviese concluida la línea férrea, me
encajoné en un vehículo para recorrer en sentido inverso los puntos en que
tiene lugar la célebre comedia de Tirso Desde Toledo a Madrid.
Ya instalado en la
histórica ciudad, me dediqué a visitar de nuevo los sitios que más me llamaron
la atención en mi primer viaje y algunos otros que aún no conocía sino de
nombre.
Así dejé transcurrir,
en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos, la mayor parte
del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística,
encontrando un verdadero placer en perderme en aquel confuso laberinto de
callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas
e impracticables.
Una tarde, la última
que por entonces debía permanecer en Toledo, después de una de estas largas
excursiones a través de lo desconocido, no sabré decir siquiera por qué calles
llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada, al parecer, aun de los
mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados
rincones.
La basura y los
escombros arrojados en ella de tiempo inmemorial se habían identificado, por
decirlo así, con el terreno de tal modo que éste ofrecía el aspecto quebrado y
montuoso de una Suiza en miniatura. En las lomas y los barrancos formados por
sus ondulaciones crecían a su sabor malvas de unas proporciones colosales,
cerros de gigantescas ortigas, matas rastreras de campanillas blancas, prados
de esa hierba sin nombre, menuda, fina y de un verde obscuro, y meciéndose
suavemente al leve soplo del aire, descollando como reyes entre todas las otras
plantas parásitas, los poéticos al par que vulgares jaramagos, la verdadera flor
de los yermos y las ruinas.
Diseminados por el
suelo, medio enterrados unos, casi ocultos por las altas hierbas los otros,
veíanse allí una infinidad de fragmentos de mil y mil cosas distintas, rotas y
arrojadas en diferentes épocas a aquel lugar, donde iban formando capas en las
cuales hubiera sido fácil seguir un curso de geología histórica.
Azulejos moriscos
esmaltados de colores, trozos de columnas de mármol y de jaspe, pedazos de
ladrillos de cien clases diversas, grandes sillares cubiertos de verdín y de
musgo, astillas de madera ya casi hechas polvo, restos de antiguos artesonados,
jirones de tela, tiras de cuero y otros cien y cien objetos sin forma ni nombre
eran los que aparecían a primera vista a la superficie, llamando asimismo la
atención y deslumbrando los ojos una mirada de chispas de luz derramadas sobre
la verdura como un puñado de diamantes arrojados a granel, y que, examinados de
cerca, no eran otra cosa que pequeños fragmentos de vidrio, de pucheros, platos
y vasijas, que, reflejando los rayos del sol, fingían todo un cielo de
estrellas microscópicas y deslumbrantes.
Tal era el pavimento de
aquella plaza, empedrada a trechos con pequeñas piedrecitas de varios matices
formando labores, a trechos cubierta de grandes losas de pizarra, y en su mayor
parte, según dejamos dicho, semejante a un jardín de plantas parásitas o a un
prado yermo e inculto.
Los edificios, que
dibujaban su forma irregular, no eran tampoco menos extraños y dignos de
estudio.
Por un lado le cerraba
una hilera de casucas obscuras y pequeñas, con sus tejados dentellados de
chimeneas, veletas y cobertizos, sus guardacantones de mármol sujetos a las
esquinas con una anilla de hierro, sus balcones achatados o estrechos, sus
ventanillas con tiestos de flores y su farol rodeado de una red de alambre que
defiende los ahumados vidrios de las pedradas de los muchachos.
Otro frente lo
constituían un paredón negruzco, lleno de grietas y hendiduras, en donde
algunos reptiles asomaban su cabeza, de ojos pequeños y brillantes, por entre
las hojas de musgo; un paredón altísimo, formado de gruesos sillares, sembrado
de huecos de puertas y balcones, tapiados con piedra y argamasa, y a uno de
cuyos extremos se unía, formando ángulo con él, una tapia de ladrillos,
desconchada y llena de mechinales, manchada a trechos de tintas rojas, verdes o
amarillentas, y coronada de un bardal de heno seco, entre el cual corrían algunos
tallos de enredaderas.
Esto no era más, por
decirlo así, que los bastidores de la extraña decoración que, al penetrar en la
plaza, se presentó de improviso a mis ojos cautivando mi ánimo y suspendiéndolo
durante algún tiempo, pues el verdadero punto culminante del programa, el
edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza
más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden
que todos los que se levantaban a su alrededor.
-¡He aquí lo que yo
deseaba encontrar! -exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la
cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar,
aunque ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por
siempre su recuerdo.
Si yo pudiera pegar
aquí con obleas el ligerísimo y mal trazado apunte que conservo de aquel sitio,
imperfecto y todo como es, me ahorraría un cúmulo de palabras, dando a mis
lectores una idea más aproximada de él que todas las descripciones imaginables.
Ya que no puede ser
así, trataré de pintarlo del mejor modo posible, a fin de que, leyendo estos
renglones, puedan formarse una idea remota, si no de sus infinitos detalles, al
menos de la totalidad de su conjunto.
Figuraos un palacio
árabe con sus puertas en forma de herraduras; sus muros engalanados con largas
hileras de arcos que se cruzan cien y cien veces entre sí y corren sobre una
franja de azulejos brillantes: aquí se ve el hueco de un ajimez partido en dos
por un grupo de esbeltas columnas y encuadrado en un marco de labores menudas y
caprichosas; allá se eleva una atalaya con su mirador ligero y airoso, su
cubierta de tejas vidriadas, verdes y amarillas; y su aguda flecha de oro que
se pierde en el vacío; más lejos se divisa la cúpula que cubre un gabinete
pintado de oro y azul o las altas galerías cerradas con persianas verdes que,
al descorrerse, dejan ver los jardines con calles de arrayán, bosques de
laureles y surtidores altísimos. Todo es original, todo armónico, aunque
desordenado; todo deja entrever el lujo y las maravillas de su interior; todo
deja adivinar el carácter y las costumbres de sus habitantes.
El opulento árabe que
poseía ese edificio lo abandona al fin; la acción de los años comienza a
desmoronar sus paredes, a deslustrar los colores y a corroer hasta los
mármoles. Un monarca castellano escoge entonces para su residencia aquel
alcázar que se derrumba y en este punto rompe un lienzo y abre un arco ojival y
lo adorna con una cenefa de escudos por entre los cuales se enrosca una
guirnalda de hojas de cardo y de trébol; en aquél levanta un macizo torreón de
sillería con sus saeteras estrechas y sus almenas puntiagudas; en el de más
allá construye un ala de habitaciones altas y sombrías, en las cuales se ven
por una parte trozos de alicatado reluciente; por otra, artesones obscurecidos,
o un ajimez solo, o un arco de herradura ligero y puro que da entrada a un salón
gótico, severo e imponente.
Pero llega el día en
que el monarca abandona también aquel recinto, cediéndole a una comunidad de
religiosas, y éstas a su vez fabrican de nuevo, añadiendo otros rasgos a la ya
extraña fisonomía del alcázar morisco. Cierran las ventanas con celosías; entre
dos arcos árabes colocan el escudo de su religión, esculpido en berroqueña;
donde antes crecían tamarindos y laureles plantan cipreses melancólicos y
obscuros, y aprovechando unos restos y levantando sobre otros forman las
combinaciones más pintorescas y extravagantes que pueden concebirse.
Sobre la portada de la
iglesia, en donde se ven como envueltos en el crepúsculo misterioso en que los
bañan las sombras de sus doseles, una andanada de santos, ángeles y vírgenes, a
cuyos pies se retuercen entre las hojas de acanto, sierpes, vestigios y
endriagos de piedra, se mira elevarse un minarete esbelto y afiligranado con
labores moriscas; junto a las saeteras del murallón, cuyas almenas están ya
rotas, ponen un retablo y tapian los grandes huecos con tabiques cuajados de
pequeños agujeritos y semejantes a una tablero de ajedrez; colocan cruces sobre
todos los picos y fabrican, por último, un campanario de espadaña con sus
campanas, que tañen melancólicamente noche y día llamando a la oración,
campanas que voltean al impulso de una mano invisible, campanas cuyos sonidos
lejanos arrancan a veces lágrimas de involuntaria tristeza.
Después pasan los años
y bañan con una veladura de un medio color obscuro todo el edificio, armonizan
sus tintas y hacen brotar la hiedra en sus hendiduras.
Las cigüeñas cuelgan su
nido en la veleta de la torre; los vencejos, en el alero de los tejados; las
golondrinas, en los doseles de granito, y el búho y la lechuza escogen para su
guarida los altos mechinales, desde donde, en las noches tenebrosas, asustan a
las viejas crédulas y a los atemorizados chiquillos con el resplandor fosfórico
de sus ojos redondos y sus silbos extraños y agudos.
Todas estas
revoluciones, todas estas circunstancias especiales hubieran podido únicamente
dar por resultado un edificio tan original, tan lleno de contrastes, de poesía
y de recuerdos como el que aquella tarde se ofreció a mi vista y hoy he
ensayado, aunque en vano, describir con palabras.
Yo lo había trazado en
parte en una de las hojas de mi cartera. El sol doraba apenas las más altas
agujas de la ciudad, la brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente
cuando, absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado al contemplar
aquellos silenciosos restos de otras edades más poéticas que la material en que
vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé de mis manos el lápiz y abandoné el
dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por
completo a los sueños de la imaginación. ¿Qué pensaba? No sé si sabré decirlo.
Veía claramente sucederse las épocas, derrumbarse unos muros y levantarse
otros. Veía a unos hombres, o mejor dicho, veía a unas mujeres dejar lugar a
otras mujeres, y las primeras y las que venían después convertirse en polvo y
volar deshechas, llevando un soplo del viento la hermosura, hermosura que
arrancaba suspiros secretos, que engendró pasiones y fue manantial de placeres;
luego..., qué sé yo..., todo confuso; veía muchas cosas revueltas y tocadores
de encaje y de estuco con nubes de aroma y lechos de flores; celdas estrechas y
sombrías con un reclinatorio y un crucifijo; al pie del crucifijo un libro
abierto y sobre el libro una calavera; salones severos y grandiosos cubiertos
de tapices y adornados con trofeos de guerra, y muchas mujeres que cruzaban y
volvían a cruzar ante mis ojos; monjas altas, pálidas y delgadas; odaliscas
morenas con labios muy encarnados y ojos muy negros; damas de perfil puro, de
continente altivo y andar majestuoso.
Todas estas cosas veía
yo, y muchas más de esas que después de pensadas no pueden recordarse; de esas
tan inmateriales que es imposible encerrar en el círculo estrecho de la
palabra, cuando de pronto di un salto sobre mi asiento, y pasándome la mano por
los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido
de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del
convento. Había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente,
una mano blanquísima, que, saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores
de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces
como saludándome con un signo mudo y cariñoso. Y me saludaba a mí; no era
posible que me equivocase... Estaba solo, completamente solo, en la plaza.
En balde esperé la
noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador;
inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de
asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis
ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más...
Y llegó al fin la hora
en que debía marcharme de Toledo dejando allí, como una carga inútil y
ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente.
Torné a guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de
guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la que yo conozco por la fecha de la
mano. Al escribirla miré un momento la anterior, la de la ventana, y no pude
menos de sonreírme de mi locura.
III
Desde que tuvo lugar la
extraña aventura que he referido hasta que volví a Toledo transcurrió cerca de
un año, durante el cual no dejó de presentarse a la imaginación su recuerdo; al
principio, a todas horas y con todos sus detalles; después, con menos
frecuencia, y, por último, con tanta vaguedad que yo mismo llegué a creer
algunas veces que había sido juguete de una ilusión o de un sueño.
No obstante, apenas
llegué a la ciudad, que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente,
y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles, sin camino
cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.
El día estaba triste,
con esa tristeza que alcanza a todo lo que se oye, se ve y se siente. El cielo era
de color de plomo y a su reflejo melancólico los edificios parecían más
antiguos, más extraños y más oscuros. El aire gemía a lo largo de las revueltas
y angostas calles, trayendo en sus ráfagas, como notas perdidas de una sinfonía
misteriosa, ya palabras ininteligibles, ya clamor de campanas o ecos de golpes
profundos y lejanos. La atmósfera húmeda y fría helaba el alma con su soplo
glacial.
Anduve durante algunas
horas por los barrios más apartados y desiertos, absorto en mil confusas
imaginaciones y, contra mi costumbre, con la mirada vaga y perdida en el
espacio, sin que lograse llamar mi atención ni un detalle caprichoso de
arquitectura, ni un monumento de orden desconocido, ni una obra de arte
maravillosa y oculta, ninguna cosa, en fin, de aquellas en cuyo examen
minucioso me detenía a cada paso, cuando sólo ocupaban mi mente ideas de arte y
recuerdos históricos.
El cielo se cerraba
cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido y había
comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y
penetrante, cuando, sin saber por dónde, pues ignoraba aún el camino, y como
llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me
arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en
la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Al encontrarme en aquel
lugar salí de la especie de letargo en que me hallaba sumido, como si me
hubiesen despertado de un sueño profundo con una violenta sacudida.
Tendí una mirada a mi
alrededor. Todo estaba como yo lo dejé. Digo mal: estaba más triste. Ignoro si
la oscuridad del cielo, la falta de verdura o el estado de mi espíritu era la
causa de esta tristeza; pero la verdad es que desde el sentimiento que
experimenté al contemplar aquellos lugares por la vez primera hasta el que me
impresionó entonces había toda la distancia que existe desde la melancolía a la
amargura.
Contemplé por algunos
instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis
ojos, y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una
campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras
le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que
comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado
que parecía como acometido de un vértigo.
Nada más extraño que
aquel edificio, cuya negra silueta se dibujaba sobre el cielo como la de una
roca erizada de mil y mil picos caprichosos, hablando con sus lenguas de bronce
por medio de las campanas, que parecían agitarse al impulso de seres
invisibles, una como llorando con sollozos ahogados, la otra como riendo con
carcajadas estridentes, semejantes a la risa de una mujer loca.
A intervalos, y
confundidos con el atolondrador ruido de las campanas, creía percibir también
notas confusas de un órgano y palabras de un cántico religioso y solemne.
Varié de idea, y, en
vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno
de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito -me
contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes para
continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que
puse en su mano al dirigirle mi pregunta.
Jamás había presenciado
esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del
convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La iglesia era alta y
oscura; formaban sus naves dos filas de pilares compuestos de columnas delgadas
reunidas en un haz, que descansaban en una base ancha y octógona y de cuya rica
coronación de capiteles partían los arranques de las robustas ojivas. El altar
mayor estaba colocado en el fondo, bajo una cúpula de estilo del Renacimiento,
cuajada de angelones con escudos, grifos, cuyos remates fingían profusas
hojarascas; cornisas con molduras y florones dorados y dibujos caprichosos y
elegantes. En torno a las naves se veía una multitud de capillas oscuras, en el
fondo de las cuales ardían algunas lámparas, semejantes a estrellas perdidas en
el cielo de una noche oscura. Capillas de una arquitectura árabe, gótica o
churrigueresca: unas, cerradas con magníficas verjas de hierro; otras, con
humildes barandales de madera; éstas, sumidas en las tinieblas con una antigua
tumba de mármol delante del altar; aquéllas, profusamente alumbradas con una
imagen vestida de relumbrones y rodeada de votos de plata y cera con lacitos de
cinta de colorines.
Contribuía a dar un
carácter más misterioso a toda la iglesia, completa-mente armónica en su
confusión y su desorden artístico con el resto del convento, la fantástica
claridad que la iluminaba. De las lámparas de plata y cobre pendientes de las
bóvedas, de las velas de los altares y de las estrechas ojivas y los ajimeces
del muro partían rayos de luz de mil colores diversos: blancos, los que
penetraban de la calle por algunas pequeñas claraboyas de la cúpula; rojos, los
que se desprendían de los cirios de los retablos; verdes, azules y de otros
cien matices diferentes, los que se abrían paso a través de los pintados
vidrios de las rosetas. Todos estos reflejos, insuficientes a inundar con la
bastante claridad aquel sagrado recinto, parecían como que luchaban
confundiéndose entre sí en algunos puntos, mientras que otros los hacían
destacar con una mancha luminosa y brillante sobre los fondos velados y oscuros
de las capillas. A pesar de la fiesta religiosa que allí tenía lugar, los
fieles reunidos eran pocos. La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo
y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor
bajaban en aquel momento las gradas cubiertas de alfombras, envueltos en una
nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire para dirigirse al
coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé
hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban
del templo. No sé; me pareció que había de conocer en la cara a la mujer de
quien sólo había visto un instante la mano, y abriendo desmesuradamente los
ojos y dilatando la pupila, como queriendo prestarle mayor fuerza y lucidez, la
clavé en el fondo del coro. Afán inútil: a través de los cruzados hierros muy
poco o nada podía verse. Como unos fantasmas blancos y negros que se movían
entre las tinieblas, contra las que luchaba en vano el escaso resplandor de
algunos cirios encendidos; una prolongada fila de sitiales altos y puntiagudos,
coronados de doseles, bajo los que se adivinaban, veladas por la oscuridad, las
confusas formas de las religiosas, vestidas de luengas ropas talares; un
crucifijo alumbrado por cuatro velas, que se destacaba sobre el sombrío fondo
del cuadro como esos puntos de luz que en los lienzos de Rembrandt hacen más
palpables las sombras: he aquí cuanto pude distinguir desde el lugar que
ocupaba.
Los sacerdotes,
cubiertos de sus capas pluviales bordadas de oro, precedidos de unos acólitos
que conducían una cruz de plata y los ciriales, y seguidos de otros que
agitaban los incensarios, perfumando el ambiente, atravesando por el medio de
los fieles, que besaban sus manos y las orlas de sus vestiduras, llegaron al
fin a la reja del coro.
Hasta aquel momento no
pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cuál era la de la virgen que
iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda sima de una montaña un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío y alternativamente ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido a la cabellera de alguna sílfide invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como destacándose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca, alta y ligerísima.
El rostro no se lo
podía ver. Vino a colocarse perfectamente delante de las velas que alumbraban
el crucifijo, y en su resplandor, formando como un nimbo de luz alrededor de su
cabeza, la hacía resaltar por oscuro bañándola en una dudosa sombra.
Reinó un profundo
silencio; todos los ojos se fijaron en ella y comenzó la última parte de la
ceremonia.
La abadesa, murmurando
algunas palabras ininteligibles, palabras que a su vez repetían los sacerdotes
con voz sorda y profunda, le arrancó de las sienes la corona de flores que las
ceñía y la arrojó lejos de sí... ¡Pobres flores! Eran las últimas que había de
ponerse aquella mujer, hermana de las flores como todas las mujeres.
Después la despojó del
velo y su rubia cabellera se derramó como una cascada de oro sobre sus espaldas
y sus hombros, que sólo pudo cubrir un instante porque en seguida comenzó a
percibirse en mitad del profundo silencio que reinaba entre los fieles un
chirrido metálico y agudo que crispaba los nervios, y la magnífica cabellera se
desprendió de la frente que sombreaba y rodaron por su seno y cayeron al suelo
después aquellos rizos que el aire perfumado habría besado tantas veces...
La abadesa tornó a
murmurar las ininteligibles palabras; los sacerdotes la repitieron y todo quedó
de nuevo en silencio en la iglesia. Sólo de cuando en cuando se oían a lo lejos
como unos quejidos largos y temerosos. Era el viento que zumbaba estrellán-dose
en los ángulos de las almenas y los torreones, y estremecía al pasar los vidrios
de color de las ojivas.
Ella estaba inmóvil,
inmóvil y pálida, como una virgen de piedra arrancada del nicho de un claustro
gótico.
Ya la despojaron de las
joyas que le cubrían los brazos y la garganta, y la desnudaron, por último, de
su traje nupcial, aquel traje que parecía hecho para que un amante rompiera sus
broches con mano trémula de emoción y cariño...
El esposo místico
aguardaba a la esposa. ¿Dónde? Más allá de la muerte, abriendo sin duda la losa
del sepulcro y llamándola a traspasarlo como traspasa la esposa tímida el
umbral del santuario de los amores nupciales, porque cayó al suelo desplomada
como un cadáver. Las religiosas arrojaron sobre su cuerpo, como si fuera
tierra, puñados de flores, entonando una salmodia tristísima; se alzó un
murmullo de entre la multitud, y los sacerdotes, con sus voces profundas y huecas,
comenzaron el oficio de difuntos, acompañados de esos instrumentos que parece
que lloran, aumentando el hondo temor que inspiran de por sí las terribles
palabras que pronuncian.
De profundis clamavi ad
te! decían las religiosas desde el fondo del coro con voces plañideras y
dolientes.
¡Dies iræ, dies illa!,
le contestaban los sacerdotes con eco atronador y profundo, y en tanto las
campanas tañían lentamente tocando a muerto, y de campanada a campanada se oía
vibrar el bronce con un zumbido extraño y lúgubre.
Yo estaba conmovido;
no, conmovido, no: aterrado. Creía presenciar una cosa sobrenatural, sentir
como que me arrancaban algo preciso para mi vida y que a mi alrededor se
formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre
o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por
donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar y que sólo pueden
concebir los que lo han sentido...
Aún estaba clavado en
aquel lugar con los ojos extraviados, tembloroso y fuera de mí, cuando la nueva
religiosa se incorporó del suelo. La abadesa la vistió el hábito, las monjas
tomaron en sus manos velas encendidas y, formando dos largas hileras, la
condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí, entre las sombras,
vi brillar un rayo de luz; era la puerta claustral que se había abierto. Al
poner el pie en su dintel la religiosa se volvió por la vez última hacia el
altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto y pude verle el
rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer: no la
había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de
esos seres que adivina el alma o los recuerda acaso de otro mundo mejor, del
que, al descender a éste, algunos no pierden del todo la memoria.
Di dos pasos adelante;
quise llamarla, quise gritar, no sé; me acometió como un vértigo, pero en aquel
instante la puerta claustral se cerró... para siempre. Se agitaron las
campanillas; los sacerdotes alzaron un Hosanna!, subieron por el aire nubes de
incienso; el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de
metal y las campanas de la torre comenzaron a repicar, volteando con una furia
espantosa.
Aquella alegría loca y
ruidosa me erizaba los cabellos. Volví los ojos a mi alrededor buscando a los
padres, a la familia, huérfanos de aquella mujer. No encontré a nadie.
-Tal vez era sola en el
mundo -dije, y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el
claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! -exclamó al mismo tiempo
una vieja que estaba a mi lado y sollozaba y gemía agarrada a la reja.
-¿La conoce usted? -le pregunté.
-¿Pobrecita! Sí, la
conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
-¿Y por qué profesa?
-Porque se vio sola en
el mundo. Su padre y su madre murieron en el mismo día, del cólera, hace poco
más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio el dote para
que profesase, y ya veis... ¿que había de hacer? Hija del administrador del
conde de C..., al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de
la calle no pude contener una exclamación de sorpresa.
Un hilo de luz, ese
hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la obscuridad y la
confusión de la mente y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí
de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos y todo lo comprendí o creí
comprenderlo.
Esta fecha, que no
tiene nombre, no la escribí en ninguna parte... Digo mal: la llevo escrita en
un sitio en que nadie más que yo la puede leer y de donde no se borrará nunca.
Algunas veces,
recordando estos sucesos, hoy mismo, al consignarlos aquí, me he preguntado:
-Algún día, en esa hora
misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y
cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros,
llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo, sola, perdida en la
penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el
alféizar de una ojiva, ¿habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su
imaginación la memoria de estas fechas?
¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado,
¿dónde estará ese suspiro?
1.020.3 Becquer (Gustavo Adolfo) - 029
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