En México es popularísima esta
frase: ¡Sépase quién es Calleja!
En la guerra de la
Independencia, hubo en el ejército realista un general, don Félix María
Calleja, al cual dieron un día aviso de que los guachinangos o patriotas habían
fusilado con poca o mucha ceremonia, que para el caso da lo mismo, cuatro o
cinco docenas de prisioneros.
El general español montó a
caballo y se puso a la cabeza de sus tropas, diciendo: "¡Ahora van a saber
esos pipiolos quién es Calleja!"
Veremos de los dos cuál es más bruto:
si Roldán eres tú, soy Ferraguto.
Y sorprendiendo a los
insurgentes, cogió algunos centenares de ellos, los enterró vivos en una pampa,
dejándoles en descubierto la cabeza, y mandó que un regimiento de caballería
evolucionase al galope. Cuando ya no quédó bajo los cascos de los caballos
cráneos por destrozar, aquel bárbaro se dio en el pecho una palmada de
satisfacción, exclamando: "¡Sépase quién es Calleja! Y en seguida, para
quedar más fresco, se bebió un cangilón de horchata con nieve.
A los hombres de la generación
que empezó con el siglo les oíamos frecuentemente decir, para ponderar la
perversidad de alguno: ¡Es más malo que
Calleja! Y por mucho tiempo me tuve creído que el Atila de México era el
Calleja del estribillo limeño; mas cuando, por males de mis pecados, me eché a
desempolvar vejeces, descubrí que en mi tierra hubo también un Calleja que,
como el de allá, fue un Calleja de encargo y del décimo no codiciar. Presumo
que hay apellidos de mala cepa, y que para tratar con quienes los llevan hay
que persignarse, como hacen las monjitas cuando mienten al Patudo.
Y esto sentáño, vamos al canto
llano; que para preludío basta.
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Que trata de unos soldados que, según autores contempo-ráneos, tenían rabo
como el diablo
El 24 de abril de 1814 y en
momentos en que se conspiraba en Lima largo y menudo contra la dominación
española, nos llegó de Cádiz en el navío Asia
el batallón Talavera, compuesto de ochocientos angelitos escogidos entre lo
más granado de los presidios de Ceuta, Melilla, la Carraca y otras academias de
igual lustre. Eran los suso-dichos mocetones fuertes como toros, con chirlos,
remiendos y costurones en la cara, y capaces, por lo feo de la estampa, de para-lizarle
el resuello al más pintado.
Así como los soldados del Real de Lima llamaban la atención por el
morrión de pelo de oso y por el bigotazo postizo que lucían en las paradas
militares, así el día de la entrada de los talaverinos, la gente se iba tras
ellos, no porque cautivase a nadie la marcialidad o aspecto de los soldados,
sino porque fue el primer batallón que trajo cornetas. Hasta entonces en las
bandas de los cuerpos de infantería española no habían los limeños conocido
más que pífanos y parches o tambores.
Años más tarde los numantinos fueron también motivo de
novele-ría popular.
Los soldados del batallón Numancia
usaban gorra con visera de plata, y muchos de sus instrumentos de música,
principalmente los tambores, eran del mismo precioso metal.
A poco de su llegada a Lima
eran los talaveras, como general-mente
se les llamaba, la pesadilla universal. Ellos no se paraban en barras para
limpiarle el bolsillo al prójimo, robarse a una muchacha del pueblo, o
plantarle con toda limpieza una puñalada al lucero de la mañana. Para los
talaveras nada había de respetable y sagrado; y no parece sino que su majestad
don Fernando el Deseado nos los mandó
en lugar de la viruela, tifo u otra plaga, dándoles carta blanca para que nos
tratasen como a moro sin señor.
El ilustre poeta don Andrés
Bello hace la fotografía del talaverino con esta magistral octava:
Devoto campeón de un rey devoto,
vedle del templo hacer taberna obscena,
do la blasfemia, el desalmado voto
su habitual interjección resuena,
do roba y pilla, y todo freno roto,
con los sagrados vasos bebe y cena,
y ni a la madre de su Dios perdona,
arrancando a sus sienes la corona.
Dice un autorizado historiador
que fue un talaverino quien encon-trando en la calle a la aristocrática viuda
de un general, señora de exquisita belleza, se cuadró militarmente ante ella y
la dirigió esta galantería de cuartel:
-¡Abur, brigadíera! ¡Que no te
comierá un lobo y te vomitara en mi tarina!
La señora se quejó de la
insolencia del soldado a Maroto, que era el coronel del cuerpo; pero Maroto, a
quien estaba reservada la triste celebridad del abrazo de Vergara, contestó a
la noble dama:
-No sea gazmoña, señora; que
el requiebro es de lo lindo, y prueba que mis muchachos son decidores a su
manera y no bañan con almizcle las palabras; agradezca la intención y perdone
la rudeza.
El pueblo tomó profunda tirria
a los talaverinos, les armó celadas y frecuentemente se hallaba el cadáver de
alguno en la Barranca y otras calles extremas de la ciudad.
Entonces Maroto ordenó que no
saliesen del cuartel sino por grupos de a cinco y armados de bayoneta.
La vida de esos bandidos, en
Lima, era vagar mirando desvergonzada-mente a los criollos y escupiendo palabrotas
capaces de escandalizar a un pilanchón. Por las tardes se dirigían a las
alamedas y arrables, y jugaban a las cascaritas, juego de presidio con el que
desplumban a los bobos, cría que en todos los tiempos ha sido numerosa.
Consistía este juego en hacer evolucionar tres cáscaras de nuez, y al apunte
tocaba adivinar bajo cuál de ellas se encontraba una pelotilla de mi de pan.
Aquello era lo que un jugador de cubiletes llamaría levantar la
moscada. Por supuesto, que de aquí surgían pendencias diarias, a
las que los talaveras daban remate abriendo ojales en el cuerpo de los
limeños, y retirándose muy orgullosos al cuartel a celebrar la hazaña apurando
enormes cacharros de anisete.
Afortunadamente para el Perú,
los talaveras permanecieron poco tiempo entre nosotros y marcharon a Chile,
donde Osorio, que salió de Lima para relevar al brigadier Gainza, les toleró
mayores excesos y crímenes que los que por acá cometieran. En Santiago se
habla aún con horror tradicional de los malditos talaveras y del capitán San
Bruno, que mandaba una de las compañías.
Verdad es que los patriotas de
Chile supieron dar buena cuenta de ellos, matándolos sin misericordia en las
batallas, y aun en las calles de la capital, que tenían aterrorizada.
Tanto en el pueblo de Lima
cuanto en el santiagués estaba' arraigada la creencia de que los talaveras
tenían el apéndice aquel con que pintan al diablo; y así los patriotas, para
convencerse de que era pura fábula lo del rabo, principiaban por cortarles el
pescuezo, siempre que para ello se les presentaba ocasión propicia.
Con los talaveras no había
disciplina posible. Eran fieras que los caudillos españoles lanzaban en los campos
de batalla y a las que después de la victoria no cuidaban de encadenar,
dejándolas sueltas para que saciasen sus feroces instintos en las inermes
poblaciones sojuzgadas.
El heroe del refran
Don Martín Calleja era en 1815
capitán de la quinta compañía del batallón Talavera, y fama disfrutaba de ser
más guapo que el que se casó con viuda, y vieja, y pobre, y fea y con hijos.
Era el don Martín hombre de
treinta y cinco años, de pequeña estatura, cargado de espalda y de vulgarísimo
rostro, escondido entre un par de pobladas patillas, como el tigre en la
espesura de un bosque. El sobrescrito no podía ser más antipático, y hablando
del sujeto decía el poeta limeño Larriva:
Martín, vende patillas
o compra cuerpo;
si te falta persona,
te sobran pelos.
Iba el domingo el capitán
Calleja hecho un jcrífalte por la calle de la Sacristía de Santa Ana, que es
calle ancha como conciencia de diputado ministerial. Vestía casaquilla azul
ajustada, sombrero de puntas y pantalón blanco, y para la prosopopeya con que
andaba veníale la acera estrecha.
Al doblar la esquina, un pobre
negro, caballero en un burro, no acertó a desviar oportunamente al animal; y el
talaverino, para esquivar el atropello, dio un salto fuera de la vereda, pero
con tan mala suerte que metió el pie en un charco, y el lodo le puso el
pantalón en condiciones de inmediato reemplazo.
Apenas se vio Calleja tan mal
ataviado, se acordó de que por algo era capitán de talaveras, y desenvainando
la espada se fue sobre el burro y lo atravesó. En seguida acometió al infeliz
jinete, que se puso de rodillas, juntando las manos en suplicatoria actitud, y
exclaman-do:
-¡Mi amo, por María Santísima,
no me mate su merced!
Pero el capitán de la quinta
no entendía de plegarias, y echando por esa boca sapos y culebras, clavó el
arma en el pecho del inde-fenso negro.
Los transeúntes que
presenciaron esta crueldad sin nombre, se indignaron hasta el punto de acometer
a pedradas al asesino. A la sazón venía por la calle de San Bartolomé un grupo
de talaveras, que, viendo a su capitán en atrenzo, desenvainaron las bayonetas
y se lanzaron sobre el paisanaje, hiriendo a roso y velloso.
La sociedad limeña, que hartos
motivos tenía para aborrecer a los talaveras, acabó de exaltarse con este
suceso, y personas respetables fueron donde el virrey con la querella. Su
excelencia ofreció que el pueblo sería desagraviado, y que un Consejo de guerra
haría justicia en el matador y sus camaradas. Pero Maroto tomó cartas en el
negocio, y el fiscal opinó que la vida de un esclavo no valía un pepinillo ni
merecía tanta alharaca, y que a lo más que podía obligarse a don Martín era á
pagar al amo del negro cuatrocientos pesos por el muerto y veinte por el
burro.
Abascal, viendo el giro que
tomaba el proceso, y para quitarse de engorros y compromisos, resolvió desprenderse
de un batallón que tan general odiosidad se había conquistado, y entre gallos y
medianoche embarcó a esos pichoncitos sin hiel y se los mandó de regalo a los
insurgentes de Chile, que harta sarna tuvieron que rascar con ellos.
No sabemos el fin de Calleja;
pero es seguro que en Rancagua u otro campo sacaría de curiosidad a los
chilenos, que harían de su cadáver el competente examen para ver si el capitán
de la quinta era o no de la familia de los orangutanes por aquello de la cola.
Lo único que de él quedó en
Lima fue la memoria de su crimen, en el refrán que ya ha caído en desuso: Más malo que Calleja.
0.072.3 anonimo (peru) - 056
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