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martes, 30 de diciembre de 2014

Mas malo que calleja (1815)

En México es popularísima esta frase: ¡Sépase quién es Calleja!
En la guerra de la Independencia, hubo en el ejér­cito realista un general, don Félix María Calleja, al cual dieron un día aviso de que los guachinangos o patriotas habían fusilado con poca o mucha ceremonia, que para el caso da lo mismo, cuatro o cinco docenas de prisioneros.
El general español montó a caballo y se puso a la cabeza de sus tropas, diciendo: "¡Ahora van a saber esos pipiolos quién es Calleja!"

Veremos de los dos cuál es más bruto:
si Roldán eres tú, soy Ferraguto.

Y sorprendiendo a los insurgentes, cogió algunos centenares de ellos, los enterró vivos en una pampa, dejándoles en descubierto la cabeza, y mandó que un regimiento de caballería evolucionase al galope. Cuan­do ya no quédó bajo los cascos de los caballos cráneos por destrozar, aquel bárbaro se dio en el pecho una palmada de satisfacción, exclamando: "¡Sépase quién es Calleja! Y en seguida, para quedar más fresco, se bebió un cangilón de horchata con nieve.
A los hombres de la generación que empezó con el siglo les oíamos frecuentemente decir, para ponde­rar la perversidad de alguno: ¡Es más malo que Calleja! Y por mucho tiempo me tuve creído que el Atila de México era el Calleja del estribillo limeño; mas cuan­do, por males de mis pecados, me eché a desempolvar vejeces, descubrí que en mi tierra hubo también un Calleja que, como el de allá, fue un Calleja de encargo y del décimo no codiciar. Presumo que hay apellidos de mala cepa, y que para tratar con quienes los llevan hay que persignarse, como hacen las monjitas cuando mienten al Patudo.
Y esto sentáño, vamos al canto llano; que para pre­ludío basta.

 1

Que trata de unos soldados que, según autores contempo-ráneos, tenían rabo como el diablo

El 24 de abril de 1814 y en momentos en que se conspiraba en Lima largo y menudo contra la domi­nación española, nos llegó de Cádiz en el navío Asia el batallón Talavera, compuesto de ochocientos ange­litos escogidos entre lo más granado de los presidios de Ceuta, Melilla, la Carraca y otras academias de igual lustre. Eran los suso-dichos mocetones fuertes como toros, con chirlos, remiendos y costurones en la cara, y capaces, por lo feo de la estampa, de para-lizarle el resuello al más pintado.
Así como los soldados del Real de Lima llamaban la atención por el morrión de pelo de oso y por el bigo­tazo postizo que lucían en las paradas militares, así el día de la entrada de los talaverinos, la gente se iba tras ellos, no porque cautivase a nadie la marcialidad o aspecto de los soldados, sino porque fue el primer batallón que trajo cornetas. Hasta entonces en las ban­das de los cuerpos de infantería española no habían los limeños conocido más que pífanos y parches o tambores.
Años más tarde los numantinos fueron también mo­tivo de novele-ría popular.
Los soldados del batallón Numancia usaban gorra con visera de plata, y muchos de sus instrumentos de música, principalmente los tambores, eran del mismo precioso metal.
A poco de su llegada a Lima eran los talaveras, como general-mente se les llamaba, la pesadilla universal. Ellos no se paraban en barras para limpiarle el bolsillo al prójimo, robarse a una muchacha del pueblo, o plantarle con toda limpieza una puñalada al lucero de la mañana. Para los talaveras nada había de respe­table y sagrado; y no parece sino que su majestad don Fernando el Deseado nos los mandó en lugar de la viruela, tifo u otra plaga, dándoles carta blanca para que nos tratasen como a moro sin señor.
El ilustre poeta don Andrés Bello hace la fotografía del talaverino con esta magistral octava:

Devoto campeón de un rey devoto,
vedle del templo hacer taberna obscena,
do la blasfemia, el desalmado voto
su habitual interjección resuena,
do roba y pilla, y todo freno roto,
con los sagrados vasos bebe y cena,
y ni a la madre de su Dios perdona,
arrancando a sus sienes la corona.

Dice un autorizado historiador que fue un talave­rino quien encon-trando en la calle a la aristocrática viuda de un general, señora de exquisita belleza, se cuadró militarmente ante ella y la dirigió esta galan­tería de cuartel:
-¡Abur, brigadíera! ¡Que no te comierá un lobo y te vomitara en mi tarina!
La señora se quejó de la insolencia del soldado a Maroto, que era el coronel del cuerpo; pero Maroto, a quien estaba reservada la triste celebridad del abrazo de Vergara, contestó a la noble dama:
-No sea gazmoña, señora; que el requiebro es de lo lindo, y prueba que mis muchachos son decidores a su manera y no bañan con almizcle las palabras; agradezca la intención y perdone la rudeza.
El pueblo tomó profunda tirria a los talaverinos, les armó celadas y frecuentemente se hallaba el cadáver de alguno en la Barranca y otras calles extremas de la ciudad.
Entonces Maroto ordenó que no saliesen del cuartel sino por grupos de a cinco y armados de bayoneta.
La vida de esos bandidos, en Lima, era vagar miran­do desvergonzada-mente a los criollos y escupiendo pa­labrotas capaces de escandalizar a un pilanchón. Por las tardes se dirigían a las alamedas y arrables, y juga­ban a las cascaritas, juego de presidio con el que des­plumban a los bobos, cría que en todos los tiempos ha sido numerosa. Consistía este juego en hacer evolucio­nar tres cáscaras de nuez, y al apunte tocaba adivinar bajo cuál de ellas se encontraba una pelotilla de mi­ de pan. Aquello era lo que un jugador de cubi­letes llamaría levantar la moscada. Por supuesto, que de aquí surgían pendencias diarias, a las que los tala­veras daban remate abriendo ojales en el cuerpo de los limeños, y retirándose muy orgullosos al cuartel a ce­lebrar la hazaña apurando enormes cacharros de anisete.
Afortunadamente para el Perú, los talaveras perma­necieron poco tiempo entre nosotros y marcharon a Chile, donde Osorio, que salió de Lima para relevar al brigadier Gainza, les toleró mayores excesos y crí­menes que los que por acá cometieran. En Santiago se habla aún con horror tradicional de los malditos talaveras y del capitán San Bruno, que mandaba una de las compañías.
Verdad es que los patriotas de Chile supieron dar buena cuenta de ellos, matándolos sin misericordia en las batallas, y aun en las calles de la capital, que tenían aterrorizada.
Tanto en el pueblo de Lima cuanto en el santiagués estaba' arraigada la creencia de que los talaveras tenían el apéndice aquel con que pintan al diablo; y así los patriotas, para convencerse de que era pura fábula lo del rabo, principiaban por cortarles el pescuezo, siem­pre que para ello se les presentaba ocasión propicia.
Con los talaveras no había disciplina posible. Eran fieras que los caudillos españoles lanzaban en los cam­pos de batalla y a las que después de la victoria no cui­daban de encadenar, dejándolas sueltas para que sa­ciasen sus feroces instintos en las inermes poblaciones sojuzgadas.

 2

El heroe del refran

Don Martín Calleja era en 1815 capitán de la quinta compañía del batallón Talavera, y fama disfrutaba de ser más guapo que el que se casó con viuda, y vieja, y pobre, y fea y con hijos.
Era el don Martín hombre de treinta y cinco años, de pequeña estatura, cargado de espalda y de vul­garísimo rostro, escondido entre un par de pobladas patillas, como el tigre en la espesura de un bosque. El sobrescrito no podía ser más antipático, y hablando del sujeto decía el poeta limeño Larriva:

Martín, vende patillas
o compra cuerpo;
si te falta persona,
te sobran pelos.

Iba el domingo el capitán Calleja hecho un jcrífalte por la calle de la Sacristía de Santa Ana, que es calle ancha como conciencia de diputado ministerial. Vestía casaquilla azul ajustada, sombrero de puntas y panta­lón blanco, y para la prosopopeya con que andaba ve­níale la acera estrecha.
Al doblar la esquina, un pobre negro, caballero en un burro, no acertó a desviar oportunamente al animal; y el talaverino, para esquivar el atropello, dio un salto fuera de la vereda, pero con tan mala suerte que me­tió el pie en un charco, y el lodo le puso el pantalón en condiciones de inmediato reemplazo.
Apenas se vio Calleja tan mal ataviado, se acordó de que por algo era capitán de talaveras, y desenvai­nando la espada se fue sobre el burro y lo atravesó. En seguida acometió al infeliz jinete, que se puso de rodillas, juntando las manos en suplicatoria actitud, y exclaman-do:
-¡Mi amo, por María Santísima, no me mate su merced!
Pero el capitán de la quinta no entendía de plega­rias, y echando por esa boca sapos y culebras, clavó el arma en el pecho del inde-fenso negro.
Los transeúntes que presenciaron esta crueldad sin nombre, se indignaron hasta el punto de acometer a pedradas al asesino. A la sazón venía por la calle de San Bartolomé un grupo de talaveras, que, viendo a su capitán en atrenzo, desenvainaron las bayonetas y se lanzaron sobre el paisanaje, hiriendo a roso y velloso.
La sociedad limeña, que hartos motivos tenía para aborrecer a los talaveras, acabó de exaltarse con este suceso, y personas respetables fueron donde el virrey con la querella. Su excelencia ofreció que el pueblo sería desagraviado, y que un Consejo de guerra haría justicia en el matador y sus camaradas. Pero Maroto tomó cartas en el negocio, y el fiscal opinó que la vida de un esclavo no valía un pepinillo ni merecía tanta alharaca, y que a lo más que podía obligarse a don Martín era á pagar al amo del negro cuatrocientos pe­sos por el muerto y veinte por el burro.
Abascal, viendo el giro que tomaba el proceso, y para quitarse de engorros y compromisos, resolvió des­prenderse de un batallón que tan general odiosidad se había conquistado, y entre gallos y medianoche em­barcó a esos pichoncitos sin hiel y se los mandó de regalo a los insurgentes de Chile, que harta sarna tu­vieron que rascar con ellos.
No sabemos el fin de Calleja; pero es seguro que en Rancagua u otro campo sacaría de curiosidad a los chilenos, que harían de su cadáver el competente exa­men para ver si el capitán de la quinta era o no de la familia de los orangutanes por aquello de la cola.
Lo único que de él quedó en Lima fue la memoria de su crimen, en el refrán que ya ha caído en desuso: Más malo que Calleja.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

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