I
Margarita lloraba con
el rostro oculto entre las manos; lloraba sin gemir, pero las lágrimas corrían
silenciosas a lo largo de sus mejillas, deslizándose por entre sus dedos para
caer en la tierra, hacia la que había doblado su frente.
Junto a Margarita
estaba Pedro, quien levantaba de cuando en cuando los ojos para mirarla y,
viéndola llorar, tornaba a bajarlos, guardando a su vez un silencio profundo.
Y todo callaba
alrededor y parecía respetar su pena. Los rumores del campo se apagaban; el
viento de la tarde dormía, y las sombras comenzaban a envolver los espesos
árboles del soto.
Así transcurrieron
algunos minutos, durante los cuales se acabó de borrar el rastro de luz que el
sol había dejado al morir en el horizonte; la luna comenzó a dibujarse
vagamente sobre el fondo violado del cielo del crepúsculo, y unas tras otras
fueron apareciendo las mayores estrellas.
Pedro rompió al fin
aquel silencio angustioso, exclamando con voz sorda y entrecortada y como si hablase
consigo mismo:
-¡Es imposible..., imposible!
Después, acercándose a
la desconsolada niña y tomando una de sus manos, prosiguió con acento más
cariñoso y suave:
-Margarita, para ti el
amor es todo, y tú no ves nada más allá del amor. No obstante, hay algo tan
respetable como nuestro cariño, y es mi deber. Nuestro señor el conde de Gómara
parte mañana de su castillo para reunir su hueste a las del rey Don Fernando,
que va a sacar a Sevilla del poder de los infieles, y yo debo partir con el
conde. Huérfano oscuro, sin nombre y sin familia, a él le debo cuanto soy. Yo
le he servido en el ocio de las paces, he dormido bajo su techo, me he
calentado en su hogar y he comido el pan a su mesa. Si hoy le abandono, mañana
sus hombres de armas, al salir en tropel por las poternas de su castillo,
preguntarán maravillados de no verme: «¿Dónde está el escudero favorito del
conde de Gómara?» Y mi señor callará con vergüenza, y sus pajes y sus bufones
dirán en son de mofa: «El escudero del conde no es más que un galán de justas,
un lidiador de cortesía».
Al llegar a este punto,
Margarita levantó sus ojos llenos de lágrimas para fijarlos en los de su
amante, y removió los labios como para dirigirle la palabra; pero su voz se
ahogó en un sollozo.
Pedro, con acento aún
más dulce y persuasivo, prosiguió así:
-No llores, por Dios,
Margarita; no llores, porque tus lágrimas me hacen daño. Voy a alejarme de ti;
mas yo volveré después de haber conseguido un poco de gloria para mi nombre
oscuro. El cielo nos ayudará en la santa empresa; conquistaremos a Sevilla, y
el rey nos dará feudos en las riberas del Guadalquivir a los conquistadores.
Entonces volveré en tu busca y nos iremos juntos a habitar en aquel paraíso de
los árabes, donde dicen que hasta el cielo es más limpio y más azul que el de
Castilla. Volveré, te lo juro; volveré a cumplir la palabra solemnemente
empeñada el día en que puse en tus manos ese anillo, símbolo de una promesa.
-¡Pedro! -exclamó
entonces Margarita dominando su emoción y con voz resuelta y firme. Ve, ve a
mantener tu honra.
-Y al pronunciar estas
palabras se arrojó por última vez en los brazos de su amante. Después añadió
con acento más sordo y conmovido:
-Ve a mantener tu
honra; pero vuelve..., vuelve a traerme la mía.
Pedro besó la frente de
Margarita, desató su caballo, que estaba sujeto a uno de los árboles del soto,
y se alejó al galope por el fondo de la alameda.
Margarita siguió a
Pedro con los ojos hasta que su sombra se confundió entre la niebla de la
noche; y cuando ya no pudo distinguirle, se volvió lentamente al lugar, donde le
aguardaban sus hermanos.
-Ponte tus vestidos de
gala -le dijo uno de ellos al entrar, que mañana vamos a Gómara con todos los
vecinos del pueblo para ver al conde, que se marcha a Andalucía.
-A mí más me entristece
que me alegra ver irse a los que acaso no han de volver -respondió Margarita
con un suspiro.
-Sin embargo -insistió
el otro hermano, has de venir con nosotros, y has de venir compuesta y alegre;
así no dirán las gentes murmuradoras que tienes amores en el castillo y que
tus amores se van a la guerra.
II
Apenas rayaba en el
cielo la primera luz del alba cuando empezó a oírse por todo el campo de Gómara
la aguda trompetería de los soldados del conde, y los campesinos que llegaban
en numerosos grupos de los lugares cercanos vieron desplegarse al viento el
pendón señorial en la torre más alta de la fortaleza.
Unos sentados al borde
de los fosos, otros subidos en las copas de los árboles, éstos vagando por la
llanura; aquéllos coronando las cumbres de las colinas, los de más allá
formando un cordón a lo largo de la calzada, ya haría cerca de una hora que los
curiosos esperaban el espectáculo, no sin que algunos comenzaran a
impacientarse, cuando volvió a sonar de nuevo el toque de los clarines,
rechinaron las cadenas del puente, que cayó con pausa sobre el foso, y se
levantaron los rastrillos, mientras se abrían de par en par y gimiendo sobre
sus goznes las pesadas puertas del arco que conducía al patio de armas.
La multitud corrió a
agolparse en los ribazos del camino para ver más a su sabor las brillantes
armaduras y los lujosos arreos del séquito del conde de Gómara, célebre en toda
la comarca por su esplendidez y sus riquezas.
Rompieron la marcha los
farautes, que, deteniéndose de trecho en trecho, pregonaban en voz alta y a son
de caja las cédulas del rey llamando a sus feudatarios a la guerra de moros, y
requiriendo a las villas y lugares libres para que diesen paso y ayuda a sus
huestes.
A los farautes
siguieron los heraldos de corte, ufanos con sus casullas de seda, sus escudos
bordados de oro y colores y sus birretes guarnecidos de plumas vistosas.
Después vino el
escudero mayor de la casa, armado de punta en blanco, caballero sobre un potro
morcillo, llevando en sus manos el pendón de ricohombre con sus motes y sus
calderas, y al estribo izquierdo el ejecutor de las justicias del señorío,
vestido de negro y rojo.
Precedían al escudero
mayor hasta una veintena de aquellos famosos trompeteros de la tierra llana,
célebres en las crónicas de nuestros reyes por la increíble fuerza de sus
pulmones.
Cuando dejó de herir el
viento el agudo clamor de la formidable trompetería comenzó a oírse un rumor
sordo, acompasado y uniforme. Eran los peones de la mesnada, armados de largas
picas y provistos de sendas adargas de cuero. Tras éstos no tardaron en
aparecer los aparejadores de las máquinas, con sus herramientas y sus torres de
palo, las cuadrillas de escaladores y la gente menuda del servicio de las
acémilas.
Luego, envueltos en la
nube de polvo que levantaba el casco de sus caballos, y lanzando chispas de luz
de sus petos de hierro, pasaron los hombres de armas del castillo, formados en
gruesos pelotones, que semejaban a lo lejos un bosque de lanzas.
Por último, precedido
de los timbaleros, que montaban poderosas mulas con gualdrapas y penachos,
rodeado de sus pajes, que vestían ricos trajes de seda y oro, y seguido de los
escuderos de su casa, apareció el conde.
Al verle, la multitud
levantó un clamor inmenso para saludarle, y entre el confuso vocerío se ahogó
el grito de una mujer, que en aquel momento cayó desmayada y como herida de un
rayo en los brazos de algunas personas que acudieron a socorrerla. Era
Margarita, Margarita, que había conocido a su misterioso amante en el muy alto
y muy temido señor conde de Gómara, uno de los más nobles y poderosos
feudatarios de la corona de Castilla.
III
El ejército de Don
Fernando, después de salir de Córdoba, había venido por sus jornadas hasta
Sevilla, no sin haber luchado antes en Écija, Carmona y Alcalá del Río de
Guadaira, donde, una vez expugnado el famoso castillo, puso los reales a la
vista de la ciudad de los infieles.
El conde de Gómara
estaba en la tienda sentado en un escaño de alerce, inmóvil, pálido, terrible,
las manos cruzadas sobre la empuñadura del montante y los ojos fijos en el
espacio, con esa vaguedad del que parece mirar un objeto, y, sin embargo, no ve
nada de cuanto hay a su alrededor.
A un lado y de pie le
hablaba el más antiguo de los escuderos de su casa, el único que en aquellas
horas de negra melancolía hubiera osado interrumpirle sin atraer sobre su cabeza
la explosión de su cólera.
-¿Qué tenéis, señor?
-le decía. ¿Qué mal os aqueja y consume? Triste vais al combate, y triste
volvéis, aun tornando con la victoria. Cuando todos los guerreros duermen
rendidos a la fatiga del día, os oigo suspirar angustiado, y si corro a vuestro
lecho, os miro allí luchar con algo invisible que os atormenta. Abrís los ojos,
y vuestro terror no se desvanece. ¿Qué os pasa, señor? Decídmelo. Si es un
secreto, yo sabré guardarlo en el fondo de mi memoria como en un sepulcro.
El conde parecía no oír
al escudero; no obstante, después de un largo espacio, y como si las palabras
hubiesen tardado todo aquel tiempo en llegar desde sus oídos a su inteligencia,
salió poco a poco de su inmovilidad y, atrayéndole hacia sí cariñosamente, le dijo
con voz grave y reposada:
-He sufrido mucho en
silencio. Creyéndome juguete de una vana fantasía, hasta ahora he callado por
vergüenza; pero no, no es ilusión lo que me sucede. Yo debo de hallarme bajo la
influencia de alguna maldición terrible. El cielo o el infierno deben de querer
algo de mí, y lo avisan con hechos sobrenaturales. ¿Te acuerdas del día de
nuestro encuentro con los moros de Nebrija en el aljarafe de Triana? Éramos
pocos; la pelea fue dura, y yo estuve a punto de perecer. Tú lo viste: en lo
más reñido del combate, mi caballo, herido y ciego de furor, se precipitó hacia
el grueso de la hueste mora. Yo pugnaba en balde por contenerle; las riendas se
habían escapado de mis manos, y el fogoso animal corría llevándome a una muerte
segura. Ya los moros, cerrando sus escuadrones, apoyaban en tierra el cuenco de
sus largas picas para recibirme en ellas; una nube de saetas silbaba en mis
oídos; el caballo estaba a algunos pies de distancia cuando..., créeme, no fue
una ilusión, vi una mano que, agarrándole de la brida, lo detuvo con una fuerza
sobrenatural y, volviéndole en dirección a las filas de mis soldados, me salvó
milagrosamente. En vano pregunté a unos y otros por mi salvador; nadie le conocía,
nadie le había visto. «Cuando volabais a estrellaros en la muralla de picas -me
dijeron- ibais solo, completamente solo; por eso nos maravillamos al veros
tornar, sabiendo que ya el corcel no obedecía al jinete». Aquella noche entré
preocupado en mi tienda; quería en vano arrancarme de la imaginación el
recuerdo de la extraña aventura; mas al dirigirme al lecho torné a ver la misma
mano, una mano hermosa, blanca hasta la palidez, que descorrió las cortinas,
desapareciendo después de descorrerlas. Desde entonces, a todas horas, en todas
partes, estoy viendo esa mano misteriosa que previene mis deseos y se adelanta
a mis acciones. La he visto, al expugnar el castillo de Triana, coger entre sus
dedos y partir en el aire una saeta que venía a herirme; la he visto, en los
banquetes donde procuraba ahogar mi pena entre la confusión y el tumulto,
escanciar el vino en mi copa, y siempre se halla delante de mis ojos, y por
donde voy me sigue: en la tienda, en el combate, de día, de noche... Ahora
mismo, mírala, mírala aquí apoyada suavemente en mis hombros.
Al pronunciar estas
últimas palabras, el conde se puso de pie y dio algunos pasos como fuera de sí
y embargado de un terror profundo.
El escudero se enjugó
una lágrima que corría por sus mejillas. Creyendo loco a su señor, no insistió,
sin embargo, en contrariar sus ideas, y se limitó a decirle con voz
profundamente conmovida:
-Venid..., salgamos un
momento de la tienda; acaso la brisa de la tarde refrescará vuestras sienes,
calmando ese incomprensible dolor, para el que yo no hallo palabras de
consuelo.
IV
El real de los
cristianos se extendía por todo el campo de Guadaira, hasta tocar en la margen
izquierda del Guadalquivir. Enfrente del real y destacándose sobre el luminoso
horizonte se alzaban los muros de Sevilla flanqueados de torres almenadas y
fuertes. Por encima de la corona de almenas rebosaba la verdura de los mil
jardines de la morisca ciudad, y entre las oscuras manchas del follaje lucían
los miradores blancos como la nieve, los minaretes de las mezquitas y la
gigantesca atalaya, sobre cuyo aéreo pretil alzaban chispas de luz, heridas por
el sol, las cuatro grandes bolas de oro, que desde el campo de los cristianos
parecían cuatro llamas.
La empresa de Don
Fernando, una de las más heroicas y atrevidas de aquella época, había traído a
su alrededor a los más célebres guerreros de los diferentes reinos de la Península , no faltando
algunos que de países extraños y distantes vinieran también, llamados por la
fama, a unir sus esfuerzos a los del santo rey.
Tendidas a lo largo de
la llanura, mirábanse, pues, tiendas de campaña de todas formas y colores,
sobre el remate de las cuales ondeaban al viento distintas enseñas con escudos
partidos, astros, grifos, leones, cadenas, barras y calderas, y otras cien y
cien figuras o símbolos heráldicos que pregonaban el nombre y la calidad de sus
dueños. Por entre las calles de aquella improvisada ciudad circulaban en todas
direcciones multitud de soldados, que, hablando dialectos diversos y vestidos
cada cual al uso de su país, y cada cual armado a su guisa, formaban un extraño
y pintoresco contraste.
Aquí descansaban
algunos señores de las fatigas del combate sentados en escaños de alerce a la
puerta de sus tiendas y jugando a las tablas, en tanto que sus pajes les escanciaban
el vino en copas de metal; allí algunos peones aprovechaban un momento de ocio
para aderezar y componer sus armas, rotas en la última refriega; más allá
cubrían de saetas un blanco los más expertos ballesteros de la hueste entre las
aclamaciones de la multitud, pasmada de su destreza; y el rumor de los
tambores, el clamor de las trompetas, las voces de los mercaderes ambulantes,
el galopar del hierro contra el hierro, los cánticos de los juglares que
entretenían a sus oyentes con la relación de hazañas portentosas, y los gritos
de los farautes que publicaban las ordenanzas de los maestros del campo,
llenando los aires de mil y mil ruidos discordes, prestaban a aquel cuadro de
costumbres guerreras una vida y una animación imposibles de pintar con palabras.
El conde de Gómara,
acompañado de su fiel escudero, atravesó por entre los animados grupos sin
levantar los ojos de la tierra, silencioso, triste, como si ningún objeto
hiriese su vista ni llegase a su oído el rumor más leve. Andaba maquinalmente, a
la manera que un sonámbulo, cuyo espíritu se agita en el mundo de los sueños,
se mueve y marcha sin la conciencia de sus acciones y como arrastrado por una
voluntad ajena a la suya.
Próximo a la tienda del
rey y en medio de un corro de soldados, pajecillos y gente menuda que le
escuchaban con la boca abierta, apresurándose a comprarle algunas baratijas que
anunciaba a voces y con hiperbólicos encomios, había un extraño personaje,
mitad romero, mitad juglar, que, ora recitando una especie de letanía en latín
bárbaro, ora diciendo una bufonada o una chocarrería, mezclaba en su
interminable relación chistes capaces de poner colorado a un ballestero, con
oraciones devotas; historias de amores picarescos, con leyendas de santos. En
las inmensas alforjas que colgaban de sus hombros se hallaban revueltos y
confundidos mil objetos diferentes: cintas tocadas en el sepulcro de Santiago;
cédulas con palabras que él decía ser hebraicas, las mismas que dijo el rey
Salomón cuando fundaba el templo, y las únicas para libertarse de toda clase de
enfermedades contagiosas; bálsamos maravillosos para pegar a hombres partidos
por la mitad; Evangelios cosidos en bolsitas de brocatel; secretos para hacerse
amar de todas las mujeres; reliquias de los santos patronos de todos los lugares
de España; joyuelas, cadenillas, cinturones, medallas y otras muchas baratijas
de alquimia de vidrio y de plomo.
Cuando el conde llegó
cerca del grupo que formaban el romero y sus admiradores, comenzaba éste a
templar una especie de bandolina o guzla árabe con que se acompaña en la
relación de sus romances. Después que hubo estirado bien las cuerdas unas tras
otras y con mucha calma, mientras su acompañante daba la vuelta al corro
sacando los últimos cornados de la flaca escarcela de los oyentes, el romero
empezó a cantar con voz gangosa y con un aire monótono y plañidero un romance
que siempre terminaba con el mismo estribillo.
El conde se acercó al
grupo y prestó atención. Por una coinci-dencia, al parecer extraña, el título
de aquella historia respondía en un todo a los lúgubres pensamientos que
embargaban su ánimo. Según había anunciado el cantor antes de comenzar, el
romance se titulaba el Romance de la mano muerta.
Al oír el escudero tan
extraño anuncio, pugnó por arrancar a su señor de aquel sitio; pero el conde,
con los ojos fijos en el juglar, permaneció inmóvil, escuchando esta cantiga:
I
La niña tiene un amante
que escudero se decía;
el escudero le anuncia
que a la guerra se partía.
-Te vas y acaso no tornes.
-Tornaré por vida mía.
Mientras el amante jura,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
II
El conde con la mesnada
de su castillo salía:
ella, que lo ha conocido,
con gran aflicción gemía:
-¡Ay de mí, que se va el conde
y se lleva la honra mía!
Mientras la cuitada llora,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
III
Su hermano, que estaba allí,
éstas palabras oía:
-Nos has deshonrado, dice.
-Me juró que tornaría.
-No te encontrará si torna,
donde encontrarte solía.
Mientras la infelice muere,
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
IV
Muerta la llevan al soto,
la han enterrado en la umbría;
por más tierra que le echaban,
la mano no se cubría;
la mano donde un anillo
que le dio el conde tenía.
De noche sobre la tumba
diz que el viento repetía:
¡Malhaya quien en promesas
de hombre fía!
Apenas el cantor había
terminado la última estrofa cuando, rompiendo el muro de curiosos que se
apartaban con respeto al reconocerle, el conde llegó adonde se encontraba el
romero y, cogiéndole con fuerza del brazo, le preguntó en voz baja y convulsa:
-¿De qué tierra eres?
-De tierra de Soria -le
respondió éste sin alterarse.
-¿Y dónde has aprendido
ese romance? ¿A quién se refiere la historia que cuentas? -volvió a exclamar su
interlocutor, cada vez con muestras de emoción más profunda.
-Señor -dijo el romero
clavando sus ojos en los del conde con una fijeza imperturbable: esta cantiga
la repiten de unos en otros los aldeanos del campo de Gómara, y se refiere a
una desdichada cruelmente ofendida por un poderoso. Altos juicios de Dios han
permitido que al enterrarla quedase siempre fuera de la sepultura la mano en
que su amante le puso un anillo al hacerle una promesa. Vos sabréis quizá a
quién toca cumplirla.
V
En un lugarejo
miserable y que se encuentra a un lado del camino que conduce a Gómara he visto
no hace mucho el sitio en donde se asegura tuvo lugar la extraña ceremonia del
casamiento del conde.
Después que éste,
arrodillado sobre la humilde fosa, estrechó en la suya la mano de Margarita, y
un sacerdote autorizado por el Papa bendijo la lúgubre unión, es fama que cesó
el prodigio, y la mano muerta se hundió para siempre.
Al pie de unos árboles
añosos y corpulentos hay un pedacito de prado que, al llegar la primavera, se
cubre espontáneamente de flores.
La gente del país dice
que allí está enterrada Margarita.
1.020.3 Becquer (Gustavo Adolfo) - 029
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