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martes, 30 de diciembre de 2014

Los ratones de fray martin (1610-1639)

Y comieron en un plato
perro, pericote y gato.

Con este pareado termina una relación de virtudes y milagros que en hoja impresa circuló en Lima, allá por los años de 1840, con motivo de celebrarse en nuestra culta y religiosa capital las solemnes fiestas de beatificación de fray Martín de Porres.
Nació este santo varón en Lima el 9 de diciembre de 1579, y fue hijo natural del español don Juan de Porres, caballero de Alcántara, en una esclava paname­ña. Muy niño Martincito, llevólo su padre a Guava­quil, donde en una escuela, cuyo dómine hacía mulo uso 'de la cáscara de novillo, aprendió a leer y escribir. Dos o tres años más tarde, su padre regresó con él a Lima y púsolo a aprender el socorrido oficio de bar­bero y sangrador, en la tienda de un rapista de la calle de Malambo.
Mal se avino Mártín con la navaja y la lanceta, si bien salió diestro en su manejo, y optando por la ca­rrera de santo, que en esos tiempos era una profesión como otra cualquiera, vistió a los veintiún años de edad el hábito de lego o donado en el convento de Santo Domingo, donde murió, el 3 de noviembre de 1639, en olor de santidad.
Nuestro paisano Martín de Porres, en vida v des­pués de muerto, hizo milagros por mayor. Hacía mila­gras con la facilidad con que otros hacen versos. Uno de sus biógrafos (no recuerdo si el padre Manrique o el médico Valdés) dice que el prior de los dominicos tuvo que prohibirle que siguiera milagreando (dispén­senme el verbo). Y para probar cuán arraigado estaba en el siervo de Dios el espíritu de obediencia, refiere que en momentos de pasar fray Martín frente a un an­damio, cayóse un albañil desde ocho o diez varas de altura, y que nuestro lego lo detuvo a medio camino, gritando: "¡Espere un rato, hermanito!" Y el albañil se mantuvo en el aire hasta que regresó fray Martín con la superior licencia.
-¿Buenazo el milagrito, eh? Pues donde hay bueno, hay mejor.
Ordenó el prior al portentoso donado que comprase, para consumo de la enfermería, un pan de azúcar. Qui­zá no le dio el dinero preciso para proveerse de la blanca y refinada, y presentósele fray Martín trayendo un pan de azúcar moscabada.
-¿No tienes ojos, hermano? -díjole el superior. ¿No ha visto que por lo prieta más parece chancaca que azúcar?
-No se incomode su paternidad -contestó, con ca­chaza, el enfer-mero. Con lavar ahora mismo el pan de azúcar, se remedia todo.
Y, sin dar tiempo a que el prior le arguyese, metió en el agua de la pila el pan de azúcar, sacándolo blan­co y seco.
¡Ea!, no me hagan reír, que tengo partido un labio.
Creer o reventar. Pero conste que yo no le pongo al lector puñal al pecho para que crea. La libertad ha de ser libre, como dijo un periodista de mi tierra. Y aquí noto que, habiéndome propuesto solo hablar de los ratones sujetos a la jurisdicción de fray Martín, el santo se me estaba yendo al cielo. Punto con el in­troito y al grano, digo, a los ratones.
Fray Martín de Porres tuvo especial predilección por los pericotes, incómodos huéspedes que nos vinie­ron casi junto con la conquista, pues hasta el año de 1552 no fueron esos animalejos conocidos en el Perú. Llegaron de España en uno de los buques que, con cargamento de bacalao, envió a nuestros puertos un don Gutierre, obispo de Palencia. Nuestros indios bau­tizaron a los ratones con el nombre de hucuchas, esto es, salidos del mar.
En los tiempos barberiles de Martín, un pericote era todavía casi una curiosidad, pues, relativamente, la familia ratonesca principiaba a multiplicar. Quizá des­de entonces encariñóse por los roedores, y viendo en ellos una obra del Señor, es de presumir que diría, estable-ciendo comparación entre su persona y la de esos chiquitines seres, lo que dijo un poeta:

El mismo tiempo malgastó en mí Dios
que en hacer un ratón, o a lo más dos.

Cuando ya nuestro lego desempeñaba en el conven­to las funciones de enfermero, los ratones campaban como moros sin señor en celdas, cocina y refectorio. Los gatos, que se conocieron en el Perú desde 1537, andaban escasos en la ciudad. Comprobada noticia his­tórica es la de que los primeros gatos fueron traídos por Monte-negro, soldado español, quien vendió uno, en el Cuzco y en seis-cientos pesos, a don Díego de Almagro el Viejo.
Aburridos los frailes con la invasión de roedores, inventaron diversas trampas para cazarlos, lo que rarí­sima vez lograban. Fray Martín puso también en la enfermería una ratonera, y un ratonzuelo bisoño, atraí­do por el tufillo del queso, se dejó atrapar en ella. Liber-tólo el lego y, colocándolo en la palma de la mano, le dijo:
-Váyase, hermanito, y diga a sus compañeros que no sean molestos ni nocivos en las celdas; que se va­yan a vivir en la huerta, y que yo cuidaré de llevarles alimento cada día.
El embajador cumplió con la embajada, y desde ese momento, la ratonil muchitanga abandonó el claustro y se trasladó a la huerta. Por supuesto que fray Martín los visitó todas las mañanas, llevando una cesta de desperdicios o provisiones, y que los pericotes acudían como llamados con campanilla.
Mantenía en su celda nuestro buen lego un perro y un gato, y había logrado que ambos animales vivie­sen en fraternal concordia. Y tanto, que comían juntos en la misma escudilla o plato.
Mirábalos una tarde comer en sana paz, cuando, de pronto, el perro gruñó y encrespóse el gato. Era que un ratón, atraído por el olorcillo de la vianda, había osado asomar el hocico fuera de su agujero. Descubrió­lo fray Martín, y, volviéndose hacia perro y gato, les dijo­
-Cálmense, criaturas del Señor, cálmense.
Acercóse en seguida al agujero del muro y dijo:
-Salga sin cuidado, hermano pericote. Paréceme que tiene nece-sidad de comer; apropíncuese, que no le harán daño.
Y, dirigiéndose a los otros dos animales, añadió:
-Vaya, hijos, denle siempre un lugarcito al convi­dado, que Dios da para los tres.
Y el ratón, sin hacerse rogar, aceptó el convite, y desde ese día comió en amor y compañá con perro y gato.
Y..., y..., y... ¿Pajarito sin cola? ¡Mamola!

0.072.3 anonimo (peru) - 056

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