Translate

martes, 30 de diciembre de 2014

Racimo de horca (1676)

(Crónica de la época del vigésimo
virrey del perú)

 1

"Mi buen amigo y alcalde don Rodrigo de Odría:
"Hanme dado cuenta de que, en deservicio de Su Majestad y en agravio de la honra que Dios me dio, ha delinquido torpemente Juan de Villegas, empleado en esta Caja real de Lima. Por ende procederéis, con la mayor presteza y cuidando de estar a todo apercibido y de no dar campo para grave escándalo, a la prisión del antedicho Villegas, y fecha que sea y depositado en la cárcel de corte, me daréis inmediato conoci­miento.
"Guarde Dios a vuesa merced muchos años.
"El conde de Castellar
"Hoy, 10 de septiembre de 1676."

Sentábase a la mesa en los momentos en que, lla­mando a coro a los canónigos, daban las campanas la gorda para las tres, el alcalde del crimen don Rodrigo de Odría, y acababa de echar la bendición al pan, cuan­do se presentó un alguacil y le entregó un pliego, dicién-dole:
-De parte de su excelencia el virrev y con urgencia.
Cabalgó las gafas sobre la nariz el honrado alcalde, y después de releer, para mejor estimar los conceptos, la orden que dejamos copiada, se levantó bruscamente y dijo al alguacil, que era un mozo listo como una avispa:
-¡Hola, Güerequeque! Que se preparen ahora mis­mo tus compa-ñeros, que nos ha caído trabajo, v de lo fino.
Mientras se concertaban los alguaciles, el alcalde paseaba por el comedor, completamente olvidado de que la sopa, el cocido y la ensalada esperaban que tu­viese a bien hacerles los honores cotidianos. Como se ve, el bueno de don Rodrígo no era víctima del pecado de gula, pues su comida se limitaba a sota, caballo v rey. sazonada con salsa de San Bernardo.
Ya me daba a mí un tufillo de que este don Juan no caminaba tan derecho como Dios manda y al rey conviene. Verdad que hay en él un aire de tuno que no es para envidiado, y que no me entró nunca por el ojo derecho, a pesar de sus zalamerías y dingolodan­gos. Y cuando el virrey, que ha sido su amigote, me intima que le eche la zarpa, ¡digo si habrá motivo so­brado! A cumplir, Rodrigo, y haz de ese caldo tajadas, que quien manda, manda, y su excelencia no gasta buenas pulgas. Adelante, que no hay más bronce que años once, ni más luna que no saber que hay mañana.
Y plantándose capa y sombrero y empuñando la vara de alcalde se echó a la calle, seguido de una chus­ma de corchetes, y enderezó a la esquina del Colegio Real.
Llegado a ella, comunicó órdenes a sus lebreles, que se espar-cieron en distintas direcciones para tomar todas las avenidas e impedir que escapase el reo, que, a juzgar por las preliminares, debía ser pájaro de cuenta.
Don Rodrigo, acompañado de cuatro alguaciles, pe­netró en una casa en la calle de San Ildefonso, que según el lujo y apariencias no pédia dejar de ser habi­tada por persona de calidad.
Don Juan de Villegas era un vizcaíno que frisaba en los treinta y cinco años, y que llegó a Lima en 1674, nombrado para un empleo de sesenta duros al mes, renta asaz mezquina aun para el puchero de una mujer y cuatro hijos, que comían más que un cáncer en el estómago. De repente, y sin que le hubiese caído lotería ni heredado en América a tío millonario, se le vio desplegar gran boato, dando pábulo y comidilla al chichisbeo de las comadres del barrio y demás gente cuya ocupación es averiguar vidas ajenas. Ratones arri­ba, que todo lo blanco no es harina.
Don Juan dormía esa tarde, y sobre un sofá de la sala, la obligada siesta de los españoles rancios, y des­pertó, rodeado de esbirros, a la intimación que le dirigió el alcalde:
-¡Por el rey! Dése preso vuesa merced.
El vizcaíno' echó mano de un puñal de Albacete que llevaba al cinto y se lanzó sobre el alcalde y su co­mitiva, que, aterrorizados, lo dejaron salir hasta el pa­tio. Mas Güerequeque, que había quedado de vigía en la puerta de la calle, viendo despavoridos y maltre­chos a sus compañeros, se quitó la capa y con pasmosa rapidez la arrojó sobre la cabeza del delincuente, que tropezó y vino al suelo: entonces toda la jauría cavó sobre el caído, según es de añeja práctica en el mundo, y fuertemente atado, dieron con él en la cárcel de corte, situada en la calle de la Pescadería.
-¡Qué cosas tan guapas -murmuraba don Rodrigo, por el camino- hemos de ver el día del juicio en el valle de Josafat! Sabios sin sabiduría, honrados sin honra, volver cada peso al bolsillo de su legítimo due­ño, y a muchos hijos encontradizos del verdadero pa­dre que los engendró. Algunos pasarán de rocín a ruin. ¡Qué bahorrina. Señor, qué bahorrina! Bien barrun­taba yo que este don Juan tenía cara de beato y uñas de gato... ¡Nada! Al capón que se hace gallo, descañonarlo; que como dice la copla:

Árbol tierno aunque se tuerza
recto se puede poner;
pero en adquiriendo fuerza
no basta humano poder.

Tres meses después, Juan de Villegas, que previa­m.nnte recibió doscientos ramalazos por mano del ver­dugo, marchaba en traílla con otros criminales al pre­sidio de Chagres, convicto y confeso del crimen de defraudador del real tesoro, reagravado con los de falsificación de la firma del virrey y resistencia a la justicia.
Cuando el virrey conde de Castellar, que a la sazón contaba cuarenta y seis años, vino a Lima, trajo en su compañía, entre otros empleados que habían compra­do sus cargos en la corte, a don Juan de Villegas. Du­rante el viaje tuvo ocasión de frecuentar el trato del virrey, que le tomó algún cariño y lo invitaba a veces a comer en palacio,.. Pero caigo en cuenta que estoy hablando del virrey sin haberlo presentado en forma a mis lectores. Hagamos, pues, conocimiento con su exelencia.

2

Don Baltasar de la Cueva, conde de Castellar y de Villa-Alonso, marqués de Malagón, señor de las villas de Viso, Paracuellos, Fuente el Fresno, Porcuna y Be­nerfases, natural de Madrid, hijo segundo del duque de Alburquerque, caballero de Santiago, alguacil ma­yo- perpetuo de la ciudad de Toro, alfaqueque de Castilla y vigésimo virrey del Perú, entró en Lima en 15 de agosto de 1674, ostentando -dice un historiador­- en acémilas lujosamente ataviadas la opulencia que solían sacar otros virreyes. El pueblo pensó, y pensó juiciosa-mente, que don Baltasar no venía en pos de logros y granjerías, sino en busca de honra, y lo aco­gió con vivo entusiasmo.
Sus primeros actos administrativos fueron organizar la escuadra en previsión de ataques piráticos, artillar Valparaíso, fortificar Arica, Guayaquil y Panamá, y reparar los muros del Callao, aumentando a la vez su guarnición.
En el orden civil y en el orden religioso dictó acer­tadísimas dispo-siciones. Dio respetabilidad a los tribu­nales; fue celoso guardián del patronato, sosteniendo graves querellas con el arzobispo; reformó la Univer­sidad; creó fondos para el sostenimiento del hospital de Santa Ana, y promulgó ordenanzas para moderar el lujo de los coches y túmulos, para impedir los desa­fíos y mejorar otros ramos de policía.
En Hacienda realizó varias economías en los gastos públicos, castigó con extremo rigor los abusos de los corregidores, y practicó minuciosa inspección de las cajas reales. Por resultado de ella marcharon al presidio de Valdivía varios empleados fiscales, se ahorcó al te­soro de Chuquiavo, y confiscados los bienes de los cul­pables, recuperó el tesoro algunos realejos. Ningún libramiento se pagaba si no llevaba el cúmplase de letra del virrey, y con su firma al pie. Muchos de estos do­cumentos fueron falsificados por Villegas.
Hablando de tan ilustre virrey, dice Lorente.

"Oía a todos en audiencias públicas y secretas, sin tener horas reservadas ni porteros que impidieran ha­blarle, y daba por sí mismo decretos y órdenes, con admiración de los limeños, que ponderaban no haber observado actividad igual en el trabajo, ni forma seme­jante de administración en ninguno de los virreyes anteriores."

Pocos años hace que un prestidigitador (Paraff) ofreció sacar del cobre oro en abundancia. Estable­cióse en Chile, donde organizó una Sociedad cuyos accionistas sembraron oro, que fue a esconderse en las arcas de Paraff, y cosecharon cobre de mala ley.
Algo parecido sucedió en tiempo del conde de Cas­tellar, solo que allí no hubo bellaco embaucador, sino inocente visionario. Sigamos a Mendiburu en la re­lación del hecho.
Don Juan del Corro, uno de los principales azogue­ros del Potosí, expuso al gobierno que había encon­trado un nuevo método de beneficiar metales de plata, dando de aumento en unos la mitad, en otros la ter­cera o cuarta parte, y en todos un ahorro de azogue de cincuenta por ciento, solicitando en pago de su descu­brimiento mercedes de la corona. El presidente de Charcas, el corregidor, los oficiales reales de Potosí, y muchos mineros y azogueros informaron favorable­mente. El virrey puso en duda la maravilla, y envió a Potosí comisionados de su entera confianza para que hiciesen nuevos expe-rimentos prácticos.
Tres o cuatro meses después llegaba una tarde a Li­ma un propio conduciendo cartas y pliegos de los co­misionados. Éstos informaban que el descubrimiento de don Juan del Corro no era embolismo, sino prodi­giosa realidad.
Entusiasmado el virrey, se quitó la cadena de oro que traía al cuello y la regaló, por vía de albricias, al conductor de las comunicaciones. En seguida mandó repicar campanas y que se iluminase la ciudad.
Esto produjo general alboroto, tedéum en la cate­dral, misa solemne de gracias celebrada por el arzo­bispo Almoquera, lucidas comparsas de máscaras y otros regocijos públicos. No paró en esto. Castellar dispuso se llevasen a la catedral las imágenes de la Virgen del Rosario, Santo Domingo y Santa Rosa en procesión solemne, que atravesó muchas calles ricamente ador­nadas y en las que había altares y arcos de mucho coste. Hízose un novenario suntuoso, costeando de su propio peculio la devota virreína doña Teresa María  Arias de Saavedra los gastos de tan magníficas fiestas.
El vírrev mandó imprimir y distribuyó entre los mineros del Perú la instrucción escrita por el autor del nuevo método. En todas partes fue objeto de prolijos ensayos, que probaron mal, e hicieron ver que los pro­vechos eran tan pequeños y aun dudosos, que no me­recían la pena. El virrey creía, hasta cierto punto, desairado su amor propio con este resultado; y don Juan del Corro no se daba por vencido, atribuyendo su desventura a ardides de enemigos y envidiosos. El de Castellar, acompañado de todos los funcionarios y gente notable de Lima, presenció al fin un ensayo, y quedó convencido de que eran nulas las ventajas y soñadas las utilidades del nuevo sistema que a tantos había alucinado; pero quedó memoria bien risible por cierto del entusiasmo y fiestas con que fue acogido.
Su intransigencia con arraigados abusos le concitó poderosísimos enemigos, que gastaron su influjo todo y no economizaron expediente para desquiciar al virrey en ánimo del soberano.
El 7 de julio de 1678, cuando tenía lugar en Lima una procesión de rogativa, a consecuencia de un te­rrible terremoto que en el mes anterior dejó a la ciu­dad casi en escombros, recibió el conde de Castellar una real orden de Carlos II en que se le intimaba la inmediata entrega del mando al orgulloso y arbitrario arzobispo don Melchor de Liñán Y Cisneros. Éste lo sujetó a un estrecho juicio de residencia, y durante él tuvo la mezquindad de mantenerlo, por cerca de dos años, desterrado en Paita.
Cuando en 1681 reemplazó el excelente duque de la Palata al arzobispo Cisneros, don Baltasar de la Cueva, absuelto en el juicio su Relación de mando, fechada en el pueblecillo de Surco, inmediato a Chorrillos, que es una de las mas notables entre las Memorias que conocemos de los virreyes.
El conde de Castellar trajo al Perú gran fortuna, cuya mayor parte pertenecía a la dote de su esposa, dama española que se hizo querer mucho en Lima por su caridad para con los pobres y por los valiosos dona­tivos con que. favoreció a las iglesias. De él se decía que entró rico al mando y salió casi pobre.
Las armas del de la Cueva eran: escudo cortinado; el primero y segundo, cuartel en oro con un bastón de gules; el tercero. en plata y un dragón o grifo de sinople en actitud de salir de una cueva; bordura de plata con ocho aspas de oro.
En 1682, Carlos II, en desagravio del desaire que tan injusta-mente le infiriera, lo nombró consejero de Indias. Desempeñando este cargo falleció don Baltasar en España, tres o cuatro años después.

3

El conde de Castellar acostumbraba todas las tardes dar un paseo a pie por la ciudad, acompañado de su secretario y de uno de los capitanes de servicio; pero antes de regresar a palacio, y cuando las campanas tocaban el Angelus, entraba al templo de Santo Do­mingo para rezar devotamente un rosario.
Era la noche del 10 de febrero de 1678.
Su excelencia se encontraba arrodillado en el esca­bel que un lego del convento tenía cuidado de alistarle frente al altar de la Virgen. A pocos pasos de él, y en pie junto a un escaño, se hallaban el secretario y el capitán de la escolta.
A pesar de la semioscuridad del templo, llamó la atención del último un bulto que se recataba tras las columnas de la vasta nave. De pronto, la misteriosa sombra se dirigió con pisada cautelosa hacia el escabel del virrey; y acogotando a éste con !a mano izquierda, lo arrojó al suelo, a la vez que en su derecha relucía un puñal.
Por dicha para el virrey, el capitán era un mancebo ágil y forzudo, que con la mayor presteza se lanzó sobre el asesino y le sujetó por la muñeca. El sacrílego bregaba desesperadamente con el puño de hierro del joven, hasta que, agolpándose los frailes y devotos que se encontraban en la iglesia, lograron quitarles el arma.
Aquel hombre era Juan de Villegas.
Prófugo del presidio, hacía una semana que se en­contraba en Lima; y desde su regreso no cesó de ace­char en el templo al virrey, buscando ocasión propicia para asesinarlo.
Aquella misma noche se encomendó la causa al al­calde don Rodrigo de Odría, Y tanta fue su actividad, que, ocho días después, el cuerpo de Villegas se balan­ceaba como un racimo en la horca.
-¡Lástima de pícaro! -decía al pie del patíbulo don Rodrigo a su alguacil. ¿No es verdad, Güerequeque, que siempre sostuve que este bellaco había de acabar muy alto?
-Con perdón de usiría -contestó el interpelado, que ese palo es de poca altura para el merecimiento del bribón.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

No hay comentarios:

Publicar un comentario