Encontrada entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker
En el seno de uno de esos
espaciosos recodos que forman la parte oriental del Hudson, en aquella parte
ancha del río que los antiguos navegantes holandeses llamaban Tappaan Zee,
donde los marinos prudentemente recogían sus velas e imploraban el apoyo de
San Nicolás, se encuentra una pequeña ciudad o puerto en el cual se celebran
con frecuencia ferias. Algunos la llaman Greensburg h, pero más propia-mente la
conoce la mayoría por Tarry Town. Se dice que le dieron este nombre las buenas
mujeres de las regiones adyacentes por la inveterada propensión de sus maridos
a pasar el tiempo en la taberna de la villa durante los días de mercado. Sea
como quiera, yo no aseguro este hecho, sino que simplemente me limito a hacerlo
constar para ser exacto y veraz. A una distancia de unos tres kilómetros de
esta villa se encuentra un vallecito situado entre altas colinas, que es uno de
los más tranquilos lugares del mundo. Corre por él un riachuelo, cuyo
murmullo es suficiente para adormecer al que lo escucha; el canto de los
pájaros es casi el único sonido que rompe aquella tranquilidad uniforme. Me
acuerdo, cuando era todavía joven, haberme dedicado a la caza en un bosque de
nogales que da sombra a uno de los lados del valle. Había iniciado mi excursión
al mediodía, cuando todo está tranquilo, tanto que me asombraban los disparos
de mi propia escopeta que interrumpían la tranquilidad del sábado y el eco
reproducía. Si quisiera encontrar un retiro a donde dirigirme para huir del
mundo y de sus distracciones, y pasar en sueños el resto de una agitada vida,
no conozco lugar más indicado que este pequeño valle.
Debido a la peculiar tranquilidad
del lugar y al carácter de sus habitantes, esta región aislada ha sido llamada
el Valle Dormido. En las regiones circunvecinas se llama a los muchachos de
esta región las gentes del Valle Dormido. Una ensoñadora influencia parece
poseer el país e invadir hasta la misma atmósfera. Algunos dicen que un doctor
alemán embrujó el lugar, en los primeros días de la colonia; otros afirman que
un viejo jefe indio celebraba aquí sus peculiares ceremonias, antes que estas
tierras fueran descubiertas por Hendrick Hudson. Lo cierto es que el lugar
continúa todavía bajo la influencia de alguna fuerza mágica, que domina las
mentes de todos los habitantes, obligándolos a obrar como si se encontraran en
una continua ensoñación. Creen en toda clase de cosas maravillosas, están sujetos
a éxtasis y visiones, frecuentemente observan extrañas ocurrencias, oyen
melodías y voces del aire. En toda la región abundan las leyendas locales, los
lugares encantados y las supersticiones. Las estrellas fugaces y los meteoros
aparecen con más frecuencia aquí que en ninguna otra parte del país; los
monstruos parecen haber elegido este lugar como escenario favorito de sus
reuniones.
Sin embargo, el espíritu dominante
que aparece en estas regiones encantadas es un jinete sin cabeza. Se dice que es
el espíritu de un soldado de las tropas del gran duque de Hesse al que una bala
de cañón le arrancó la cabeza, en una batalla sin nombre, durante una
revolución; los campesinos lo ven siempre corriendo por las noches, como si
viajara en alas del viento. Sus excursiones no se limitan al valle, sino que a
veces se extienden por los caminos adyacentes, especialmente hasta cerca de una
iglesia cercana. Algunos de los más fidedignos historiadores de estas regiones,
que han coleccionado y examinado cuidadosamente las versiones acerca de este
espectro, afirman que el cuerpo del soldado fue enterrado en la iglesia, que su
espíritu vuelve a caballo al escenario de la batalla en busca de su cabeza y
que la fantástica velocidad con que atraviesa el valle se debe a que ha
perdido mucho tiempo y tiene que apresurarse para entrar en el cementerio
antes de la aurora.
Esta es la opinión general acerca
de esta superstición legendaria que ha suministrado material para más de una
extraña historia en aquella región de sombras. En todos los hogares de la
región se conoce este espectro con el nombre de «jinete sin cabeza del Valle
Dormido».
Es notable que esa propensión por
las visiones no se limita a las personas nacidas en el valle, sino que se
apodera inconscientemente de cualquiera que reside allí durante algún tiempo.
Por muy despierto que haya sido antes de llegar a aquella región, es seguro
que en poco tiempo estará sometido a la influencia encantadora del aire y
comenzará a ser más imaginativo, a soñar y ver apariciones.
Menciono este pacífico lugar con
todas las alabanzas posibles, pues en tales aislados valles holandeses, que se
encuentran esparcidos por el Estado de Nueva York, se conservan rígidamente
las maneras y las costumbres de la población, mientras que la corriente
emigratoria que lleva a cabo tan incesantes cambios en otras partes de este
inquieto país, barre todas esas cosas antiguas, sin que nadie se preocupe por
ellas. Esos valles son pequeños remansos de agua tranquila, que pueblan las
orillas del rápido río. Aunque han pasado muchos años desde que atravesé las
sombras del Valle Dormido, me pregunto si no encontraría todavía los mismos
árboles y las mismas familias vegetando en aquel recogido lugar.
En este apartado sitio vivió, en un
remoto período de la historia americana, un notable individuo llamado Ic habod
Crane, que residía en el Valle Dormido con el propósito de instruir a los
niños de la vecindad.
Había nacido en Connecticut, región que suministra a los
Estados Unidos no sólo aventureros de la mente sino también del bosque, y que
produce anualmente legiones de leñadores y de maestros de escuela. Crane era
alto, excesivamente flaco, de hombros estrechos, largo de brazos y piernas y
manos que parecían estar a una legua de distancia de las mangas.
Su cabeza era pequeña, plana vista
desde arriba, provista de enormes orejas, grandes ojos vidriosos y verduscos y
una nariz grande, prominente, por lo que parecía un gallo de metal de una
veleta, que indica el lado del cual sopla el viento. Al verle caminar en un día
tormentoso, flotando el traje alrededor de su cuerpo esmirriado, se le podía
haber tomado por el genio del hombre que descendía sobre la tierra.
La escuela era un edificio bajo,
construido rústicamente con troncos, que se componía de un solo cuarto; algunas
de las ventanas tenían vidrios; otras estaban cubiertas con hojas de viejos
cuadernos de escritura. En las horas que el maestro no se encontraba en la
escuela, se mantenía cerrada mediante una varilla de madera flexible, fijada al
picaporte de la puerta y barras que cerraban las contraventanas. Estaba
situada en un paraje bastante solitario, pero agradable, al pie de una boscosa
colina; un arroyuelo corría cerca de ella y en uno de sus extremos crecía un
gran álamo. El murmullo de las voces de los alumnos recitando sus lecciones,
parecía, en un soñoliento día de verano, algo así como el runrún de una
colmena, interrumpido de cuando en cuando por la voz autoritaria del maestro,
en tono de amenaza o de orden, o quizás por el sonido de la vara, que hacía
marchar por el florido sendero del conocimiento a alguno de sus discípulos.
Cierto es que era un hombre concienzudo que siempre recordaba aquella máxima de
oro: «Ahorra la vara y echa a perder al niño». Ciertamente los discípulos de Crane
no se echaban a perder.
Sin embargo, no quisiera que el
lector se imagine que Crane era uno de esos crueles directores de escuela que
se complacen en el suplicio de sus educandos; por el contrario, administraba
justicia con discreción, más bien que con severidad, evitando cargar los hombros
de los débiles y echándola sobre los de los fuertes. Perdonaba a los flojos
muchachos que temblaban al menor movimiento de la vara; pero las exigencias de
la justicia se satisfacían suministrando una doble porción a algún chiquillo
holandés obstinado, que se indignaba y se endurecía bajo el castigo. Crane
decía que esto era «cumplir con su deber para con los padres»; nunca infligió
una pena sin asegurar que el niño «lo recordaría para toda la vida y se lo
agradecería mientras viviera», lo que era un gran consuelo para sus
discípulos. Cuando terminaban las clases, Crane era el compañero de los
muchachos mayores; en ciertas tardes acompañaba a sus casas a los menores que
se distinguían por tener hermanas bonitas o por ser sus madres muy reputadas
por la excelencia de su cocina. Le convenía estar en buenas relaciones con sus
discípulos. La escuela producía muy poco, tanto que difícilmente hubiera
bastado para proporcionarle el pan de cada día pues era un gran comilón y,
aunque flaco, tenía la capacidad de expansión de una boa. Para ayudarle a
mantenerse, de acuerdo con la costumbre de aquellas regiones, le proporcionaban
casa y comida los padres de sus discípulos. Vivía una semana en casa de cada
uno de ellos, recorriendo así toda la vecindad, llevando sus efectos personales
atados en un pañuelo de algodón. Para que esta carga no fuera muy onerosa para
la bolsa de sus rústicos protectores, que se inclinaban a considerar la escuela
como un gasto superfluo y que tenían a los maestros por simples zánganos, Crane
se valía de diferentes procedimientos para hacerse útil y agradable.
En muchas ocasiones ayudaba a los
hacendados en los trabajos menos difíciles: formar las parvas, llevar los
caballos al abrevadero y las vacas a las tierras de pastoreo, cortar madera
para el invierno, etc. Dejaba de un lado toda aquella dignidad e imperio
absoluto, con los que dominaba su pequeño reino escolar. Era entonces gentil y
sabía ganarse las voluntades a maravilla. Se congraciaba a los ojos de las
madres, acariciando los chiquillos, particularmente a los más pequeños; como
el león que de puro magnánimo se hizo amigo de la oveja, se pasaba las horas
enteras con un niño en las rodillas, mientras con el pie mecía la cuna de otro.
Además de sus otras actividades,
era maestro de canto de la vecindad y ganaba buenos chelines, instruyendo a la
gente joven en el canto de los salmos. Era materia de no poco orgullo para él
apostarse los domingos en el coro de la iglesia acompañado por un grupo de
cantores elegidos, entre los cuales se distinguía a los ojos del párroco, según
su opinión. Cierto es que su voz se elevaba muy por encima de la del resto de la congregación. En
aquella iglesia todavía se oyen los domingos trémolos que alcanzan a más de un
kilómetro de distancia y que muchos tienen por descendientes legítimos de la
nariz de Crane.
Mediante estos diversos
procedimientos, mediante esa ingeniosa manera que el vulgo llama «por las
buenas o por las malas», aquel notable pedagogo vivía bastante bien; todos los
que no entienden nada del trabajo intelectual creían que su vida era
maravillosamente fácil.
Generalmente, el maestro de escuela
es un hombre de cierta importancia en los círculos femeninos de una región
rural, por considerársele una especie de caballero que nada tiene que hacer y
cuyos gustos y conocimientos son enormemente superiores a los de los rudos
campesinos y cuya sabiduría es sólo inferior a la del párroco. En consecuencia,
en cuanto aparece a la hora del té en un hogar campesino, provoca una cierta
agitación y hace aparecer sobre la mesa un plato más de pastelería o de dulces,
induciendo a veces al ama de casa a sacar a relucir la tetera de plata. Todas
las damiselas de la región sonreían a nuestro hombre de letras. iQué buen
papel hacía entre ellas, en el patio de la iglesia, durante los intervalos del
oficio divino! Los galanes rurales, tímidos y torpes, se quedaban con la boca
abierta y envidiaban su elegancia superior y sus habilidades.
Esta vida errante le convertía en
una especie de gaceta ambulante que llevaba de casa en casa todas las
murmuraciones locales, por lo cual siempre se le recibía con satisfacción.
Las mujeres le estimaban por ser hombre de gran erudición, que había leído
íntegramente varios libros y que dominaba a la perfección el de Cotton Mat
hers, Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, obra en la cual él creía a pie
juntillas.
Crane era una extraña mezcla de
picardía aldeana e ingenua credulidad. Su apetito por lo maravilloso y su
capacidad para digerirlo eran igualmente extraordinarios, cualidades ambas que
había aumentado residiendo en aquella región encantada. Ningún relato era
demasiado extraño o monstruoso para sus tragaderas. Después de haber terminado
sus clases, se entretenía, tendido en el prado, junto al arroyuelo que pasaba
al lado de su escuela, en leer el terrible libro de Mat her,
hasta que la página impresa era
sólo un conjunto de puntos negros. Se dirigía entonces a través de los arroyos
y pantanos y de los sombríos bosques hasta la granja, donde le tocaba vivir
aquella semana. En aquella hora embrujada, todo sonido, todo ruido de la naturaleza
excitaba su calenturienta imaginación. En tales ocasiones su único recurso
para cambiar de ideas o alejar los espíritus maléficos consistía en cantar
salmos; las buenas gentes del Valle Dormido, sentadas a las puertas de sus
casas, se asustaban al oír sus nasales melodías que venían de alguna colina
distante o seguían a lo largo del polvoriento camino.
Otra de sus terribles diversiones
consistía en pasar las largas noches de invierno con las viejas mujeres
holandesas, mientras hilaban al lado del fuego, donde se asaban las manzanas.
Escuchaba entonces sus maravillosos relatos acerca de aparecidos, de espíritus,
casas, arroyos, puentes y campos encantados, y en particular del jinete sin
cabeza o el soldado de Hesse, como se le llamaba a veces. En pago de esto, las
divertía igualmente con sus anécdotas de brujerías y las portentosas visiones
y terribles signos y sonidos del aire, que prevalecía en los primeros tiempos
de Connecticut y las aterrorizaba con divagaciones acerca de los cometas y las
estrellas fugaces y con la circunstancia alarmante de que el mundo daba vueltas
y que la mitad de él se encontraba patas arriba.
Pero si significaba un placer
sentirse bien abrigado al lado del fuego, en un cuarto en el que no se
atrevería a presentarse ningún fantasma, bien caro le costaba, pues debía pagarlo
con los terrores de su vuelta a casa. ¡Qué terribles formas y sombras se
cruzaban en su camino, a la claridad débil y espectral de una noche de nevada!
¡Con qué ansiosa mirada observaba el más débil rayo de luz que provenía de
alguna ventana distante! ¡Cuántas veces le asustó un arbusto cubierto de nieve,
que parecía un espectro revestido de una sábana y que se interponía en su camino!
¡Cuántas veces retrocedió espantado al oír el ruido que hacían sus propias
pisadas sobre la tierra helada! Temía mirar hacia atrás, de puro miedo de ver
algún horrible monstruo. ¡Cuántas veces se sentía próximo a desmayarse por
confundir el movimiento de los árboles, causado por una ráfaga de viento, con
el jinete sin cabeza!
Todo esto no era más que el terror
de la noche, fantasmas de la mente que se deslizan en la oscuridad; aunque
había visto durante su vida numerosos espíritus y más de una vez se había
sentido poseído por el mismo Satanás en diferentes formas, todo terminaba con
la llegada del día; hubiera sido un hombre feliz a pesar del diablo y de sus
malas obras, si no se hubiera cruzado en su camino un ser que causa más
preocupaciones a los hombres mortales que los aparecidos, los espíritus y todas
las brujas juntas: una mujer.
Entre los discípulos de música que
se reunían una tarde por semana para aprender el canto de los salmos, se
encontraba Katrina Van Tassel, hija única de un rico labrador holandés. Era una
bellísima niña de 18 años, bien metida en carnes, madura de tez y sonrosada
como una de las peras de la huerta de su padre, unánimemente estimada, no sólo
por su belleza sino por la riqueza que había de heredar. Era algo coquetuela,
como se veía en su vestido, que era una mezcla de lo antiguo y lo moderno, muy
apropiada para hacer resaltar sus encantos. Llevaba joyas de oro puro, que
había traído de Saardam su bisabuela, el tentador jubón de los antiguos tiempos
y una falda provocadoramente corta, tanto que descubría el más bello pie de
todos los contornos.
Crane tenía corazón blando y
veleidoso, que se perecía por el bello sexo. No es de extrañar que muy pronto
se decidiera por un bocado tan tentador, especialmente después de haber
visitado la casa paterna.
El viejo Baltus Van Tassel era el
más perfecto ejemplar de granjero próspero, contento con el mundo y consigo
mismo. Cierto es que sus miradas o sus pensamientos nunca pasaban más allá de
las fronteras de su propia granja, pero dentro de ella todo estaba limpio, en
buen orden y bien arreglado. Sentíase satisfecho de su riqueza, pero no
orgulloso de ella, y se vanagloriaba más de la abundancia en que vivía que de
su estilo de vida. Su granja estaba situada a orillas del Hudson y en uno de
esos rincones fértiles en los cuales gustan tanto de hacer sus nidos los
labradores holandeses. Daba sombra a la casa un árbol de gran tamaño, al pie
del cual brotaba una fuente de la más límpida agua que, formando un estanque,
se deslizaba después entre los pastos, corriendo hasta un arroyuelo cercano.
Cerca de la vivienda se encontraba un depósito tan grande que hubiera podido
servir de capilla, y que parecía estallar de puro cargado con los tesoros que producía
la tierra. Allí
se oía continuamente, de la mañana a la noche, el ruido de los instrumentos de
labranza; cantaban sin interrupción los pájaros; las palomas, que parecían
vigilar el tiempo metían la cabeza entre las alas, mientras otras la ocultaban
entre las plumas de la pechuga, y otras cortejaban a sus damas, emitiendo los
gritos propios de su raza e hinchando el pecho, además de estar todas ellas
dedicadas a la importante tarea de tomar el sol. Los cerdos, bien alimentados,
gruñían reposadamente, sin moverse, en la tranquilidad y abundancia de sus
zahúrdas, de donde salían, de cuando en cuando, piaras de lechones, como si
quisieran tomar un poco de aire fresco. Un numeroso escuadrón de gansos,
blancos como la nieve, nadaban en un estanque adyacente, arrastrando detrás de
sí su numerosa prole. Los pavos recorrían en procesión la granja. Ante la
puerta del depósito hacía guardia el valiente gallo, ese modelo de esposos, de
soldado y de caballeros, batiendo sus relucientes alas y cacareando todo su
orgullo y la alegría de su corazón. Algunas veces se dedicaba a escarbar la
tierra, llamando entonces generosamente a su siempre hambrienta familia para
que compartiera el riquísimo bocado que acababa de descubrir.
Al pobre pedagogo se le hacía la boca
agua al observar toda aquella riqueza. Su mente, continuamente torturada por el
hambre, le hacía imaginarse todo lechón sabrosamente metido en un pastel y
con una manzana en la boca; las palomas se las representaba sin esa fruta;
los gansos nadaban en su propia grasa, y los patos por pares, como marido y
mujer, envueltos en salsa de cebolla. Veía a los puercos desprovistos de su
grasa y de los jamones, los pavos presentados a la mesa como es costumbre, sin
faltarles un collar de sabrosos embutidos; todo cantaclaro aparecía en el plato
con una expresión como si pidiera el cuartel que nunca había querido dar en
vida.
Mientras la imaginación de Crane
pintaba todas estas cosas, sus ojos verdes recorrían los ricos pastos, las
abundantes plantaciones de trigo, centeno y maíz y la huerta llena de árboles
frutales que rodeaba la casa de Van Tassel. Su corazón ardía por la damisela
que había de heredar todo aquello, imaginándose lo fácil que sería
transformarlo en dinero contante y sonante, que podría invertirse en inmensas
extensiones de tierras vírgenes y palacios de madera en otras soledades. Su
fantasía le llevaba tan lejos que lo daba todo por hecho, y ya se veía con la bella Katrina y una
tropa de chiquillos, en una carreta, cargada con toda clase de utensilios
domésticos, galopando él mismo al lado en una yegua a la que seguía un
potrillo, rumbo a Kentucky, Tennessee, o Dios sabe a dónde.
Cuando entró en la casa, quedó
completada la conquista de su corazón. Era uno de esos espaciosos hogares
aldeanos, construido en el estilo de los primeros colonos holandeses. El techo
se prolongaba más allá de los muros, formando una especie de galería a lo largo
del frente de la casa que podía cerrarse en caso de mal tiempo. Allí se
encontraban guadañas, arreos de montar y diversos instrumentos agrícolas, así
como redes para pescar en el río cercano. A lo largo del muro había bancos, que
se utilizaban sólo en verano. En un rincón se encontraba una rueca y en otro
una máquina para hacer manteca, lo que demuestra los diversos usos a que se
destinaba aquel porche. De aquí el admirado Crane pasó al vestíbulo que formaba
el centro de la casa y que era el lugar de residencia habitual. En un armario
de cristales relucían hileras de fina porcelana. En un rincón había un fardo de
lana, listo para hilar; en otro, el lino esperaba lo mismo; guirnaldas de manzanas
y peras secas mezcladas con pimientos colgaban de los muros; una puerta abierta
le permitió observar la sala de las visitas, donde las sillas y los muebles de
caoba brillaban como espejos; decoraban la habitación naranjas de yeso y
diversas conchas marinas; huevos de diferentes colores formaban otras
guirnaldas; en el centro del cuarto colgaba un gran huevo de avestruz y un
esquinero mostraba enormes tesoros de plata vieja y rica porcelana.
Desde el mismo momento en que Crane
puso sus ojos sobre estas regiones celestiales, terminó la paz de su espíritu
y el solo objeto de sus estudios consistía en ganar el afecto de la hija única
de Van Tassel. En esta empresa encontró dificultades mayores que las de los
caballeros andantes del año de Maricastaña, que rara vez tenían que vérselas
sino con gigantes, encantadores, fieros dragones y otras cosas del mismo jaez,
fáciles de vencer, y a los que les era preciso abrirse camino simplemente a
través de puertas de hierro y bronce y muros de diamante, hasta la parte
interior del castillo, donde estaba confinada la dama de sus pensamientos. Todo
esto aquellos luchadores lo hacían tan fácilmente como partir un pastel de
Navidad, ante lo cual la dama les concedía su mano, como si fuera la cosa más
natural del mundo. En cambio, Crane tenía que encontrar su camino hasta el
corazón de una coqueta campesina, que poseía un verdadero laberinto de caprichos
y ocurrencias y que cada día presentaba nuevas dificultades e impedimentos;
además tenía que habérselas con numerosos y formidables adversarios, seres de
carne y hueso, rústicos admiradores que guardaban celosamente todas las
puertas que conducían a su corazón, vigilándose mutuamente, prontos para hacer
causa común contra algún nuevo competidor.
Entre éstos, el más formidable era
un muc hac hón, ancho de espaldas, bullicioso, jovial, que se llamaba Abra
hán, o de acuerdo con la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt, héroe de los contornos,
en los cuales llevaba a cabo sus hazañas de fuerza y de resistencia. Su pelo
era negro, ondulado y lo llevaba muy corto; su rostro reflejaba una expresión
burlona, pero no desagradable, mezcla de mofa y arrogancia. Por su cuerpo
hercúleo y fuertes brazos le llamaban Brom Bones, nombre por el cual era
generalmente conocido. Tenía fama de ser gran caballista y de dominar su
caballo como un tártaro. Era el primero en todas las carreras y riñas de
gallos; con el ascendiente que presta la fortaleza física en la vida rural, era
el juez indiscutido de todas las disensiones. Entonces echaba su sombrero hacia
un lado y daba su opinión con un aire que no admitía broma o réplica.
Siempre estaba dispuesto para una
pelea o una fiesta, pero todas sus acciones tenían más de traviesas que de
malvadas. A pesar de toda su rudeza, poseía en el fondo un carácter bromista.
Tenía tres o cuatro compañeros, amigos íntimos suyos, que le tomaban como
modelo y a la cabeza de los cuales recorría la región, presentándose en todo
lugar donde se prometiera una pelea o una fiesta. En tiempo frío se distinguía
por un gorro de piel, rematado en una orgullosa cola de zorro; cuando las
gentes, reunidas por cualquier motivo, distinguían a la distancia esta bien
conocida cresta, entre otros jinetes, se disponían para una tormenta. Algunas
veces se oía a él y a sus compañeros pasando a caballo a lo largo de las
granjas, gritar y cantar como una tropa de cosacos del Don; las mujeres de
edad, arrancadas al sueño por aquel barullo, escuchaban el desordenado ruido
hasta que se perdía en la lejanía, y exclamaban entonces: «iAh! Ahí van Brom
Bones y sus amigos». Los vecinos le consideraban con una mezcla de terror,
admiración y buena voluntad; en cuanto ocurría alguna pelea u otro desorden en
la vecindad, sacudían la cabeza y afirmaban que Brom Bones era la causa de
todo.
Este héroe teatral eligió a Katrina
como objeto de sus galanterías, y aunque sus escarceos amorosos se parecían a
las gentiles caricias de un oso, se decía que ella no le había desahuciado
completamente. Lo cierto es que sus avances eran la señal para que se retiraran
sus rivales, que no sentían ninguna inclinación por entrometerse en los amores
de un león, tanto que cuando observaban el caballo de Brom Bones atado en el
terreno de Van Tassel, signo seguro que él se encontraba allí cortejando,
todos los otros admiradores de Katrina seguían desesperados y se apresuraban a
dar batalla en otros cuarteles.
Éste era el formidable rival con el
cual tenía que habérselas Crane; examinando la situación desde todos los puntos
de vista, un hombre más fuerte que él hubiera retrocedido; otro más sabio
hubiera perdido toda esperanza. Felizmente, su naturaleza era una extraña
mezcla de flexibi-lidad y perseverancia; aunque se doblaba, nunca se rompía;
aunque se inclinaba ante la más leve presión, en cuanto ésta desaparecía, se
erguía otra vez, levantando su cabeza tan altiva como antes.
Hubiera sido locura invadir
abiertamente el campo que el enemigo creía suyo, pues no era hombre que
sufriera desengaños de amor, como Aquiles, aquel otro apasionado amante. En
consecuencia, Crane llevó a cabo sus avances de una manera suave e insinuante.
Pretextando sus clases de canto, visitó con frecuencia la granja, sin tener
nada que temer de la engorrosa intervención de los padres de Katrina. Balt
van Tassel era un hombre indulgente y bondadoso; amaba a su hija más que a su
pipa, y como persona razonable y excelente padre, la dejaba hacer lo que
quisiera. Su mujer estaba demasiado ocupada con la casa y el cuidado del
gallinero, pues, como decía muy sabiamente, los patos y los gansos son tontos y
hay que vigilarles, mientras que las muchachas pueden cuidarse a sí mismas.
Mientras esta diligente mujer daba vueltas por la casa o trabajaba en la rueca,
el honrado Balt fumaba su pipa, observando la veleta de madera que coronaba el
depósito. Entretanto, Crane proseguía haciendo la corte a su hija, al lado de
la fuente o caminando lentamente, a media luz, en esa hora tan favorable para
la elocuencia del amante.
Confieso que no sé cómo se corteja
y se gana el corazón de una mujer. Para mí ha sido siempre materia de
reflexiones y admiración. Algunas parecen tener sólo un punto vulnerable o
puerta de entrada, mientras que otras parecen tener millares de avenidas, por
lo que pueden ser conquistadas de mil maneras distintas. Es un gran triunfo de
habilidad ganar a una de las primeras, pero una demostración mejor de
estrategia mantener la posesión de una de las segundas, pues un hombre debe
defender toda puerta y toda ventana de su fortaleza. El que gana mil corazones
corrientes tiene derecho a una cierta fama, pero el que mantiene posesión
indiscutible del de una coqueta es un héroe. No ocurrió así con el temible
Brom Bones; su interés declinó visiblemente en cuanto Crane hizo sus primeros
avances; en las noches de los domingos, ya no se observaba a su caballo atado
en las tierras de Van Balten; gradualmente se produjo un odio mortal entre él y
el pedagogo del Valle Dormido.
Brom, que a su manera era un rudo
caballero, hubiera llevado las cosas por la tremenda hasta la guerra abierta
y arreglado aquel asunto como los caballeros errantes de antaño, por combate
entre los dos. Pero Crane estaba demasiado convencido de la superioridad de su
adversario para aceptar ese procedimiento. Había oído una afirmación de Bones,
según la cual iba «a doblar al dómine en dos y meterlo en un cajón de algún
armario de la escuela» y deseaba ardientemente no darle oportunidad de cumplir
su amenaza. Había algo extremadamente provocador en este sistema obstinadamente
pacífico; no le quedaba a Brom otro recurso que proceder con la rusticidad de
su naturaleza y hacer a su rival objeto de toda clase de bromas. Crane se
convirtió en la víctima de las juguetonas persecuciones de Bones y sus amigos.
Estos invadieron sus hasta entonces pacíficos dominios y disolvieron una
reunión de su clase de canto, tapando desde afuera la chimenea. A pesar de
sus formidables cerrojos y precauciones, entraron una noche en su escuela y pusieron
todo patas arriba, por lo cual, a la mañana siguiente, el pobre maestro de
escuela empezó a creer que todas las brujas de los contornos se habían reunido
allí. Pero lo que era aun más molesto, Brom no desperdiciaba oportunidad de
ponerle en ridículo delante de la elegida de su corazón. Trajo un perro,
verdadero campeón de los sinvergüenzas entre los de su raza, al que había
enseñado a aullar de la manera más afrentosa, y lo presentó como rival de
Crane, capaz de darle a ella lecciones de canto.
De este modo prosiguieron las
cosas, sin producirse ningún choque entre ambas potencias beligerantes. En una
bella tarde de otoño, Crane, bastante pensativo, estaba sentado en su trono,
una silla alta, desde la cual vigilaba todos los negocios de su pequeño
imperio literario. Tenía en la mano la palmeta, símbolo de su despótico poder.
La vara con que se administraba
justicia reposaba detrás del trono, desde donde era perfectamente visible como
perpetua advertencia para los malos. Sobre la mesa se veían numerosos
artículos de contrabando y armas prohibidas, secuestradas a los chiquillos:
manzanas a medio morder, hondas, trompos, jaulas para moscas, y toda una
colección de gallos de pelea, lindamente cortados en papel. Aparentemente,
hacía poco que se había administrado algún terrible acto de justicia, pues
todos los escolares estudiaban sus libros con extraordinario ahínco, o hablaban
en voz muy baja entre ellos, sin perder de vista al maestro. Reinaba en toda la
escuela un silencio como el de una colmena de abejas. Fue interrumpido por la
aparición de un negro, que llevaba un resto de sombrero redondo, como el casco
de Mercurio; montaba un infame caballejo, que por lo visto no sabía lo que era
la doma, y al que manejaba con un ronzal, en lugar de brida. Cayó a la escuela
con una invitación para Crane a asistir a una reunión que se celebraría
aquella noche en casa de Myn heer Van Tassel. Después de haber entregado su
mensaje con ese aire de importancia y ese esfuerzo por hablar de lo fino que
es propio de un negro en embajadas de esa clase, cruzó el arroyuelo y se le vio
dirigirse hacia el extremo del valle, lleno de la importancia y urgencia de su
misión.
Todo era ahora prisa y tumulto en
la escuela. Crane instó a los alumnos a que ganasen tiempo en sus lecciones,
sin preocuparse de niñerías. Los que eran ágiles se tragaron la mitad; los
remisos recibieron, de cuando en cuando, unos golpes suaves, allí donde termina
la espalda, para que se apresuraran o pudiesen leer una palabra larga. Se
dejaron a un lado los libros, sin guardarlos en los cajones, se volcaron los
tinteros, los bancos quedaron patas arriba, y toda la escuela quedó en
libertad una hora antes del tiempo usual. Todos los diablos encerrados en ella
salieron al campo, aullando y haciendo toda clase de maldades, alegres por su
pronta emancipación.
El galante Crane pasó por lo menos
una media hora extraordinaria, arreglando y cepillando su ropa: un único traje
negro. También se arregló sus tirabuzones, delante de un pedazo de espejo, que
colgaba de uno de los muros de la escuela. Para poder aparecer ante la elegida de
su corazón como un verdadero caballero, pidió prestado un caballo al granjero
en cuya casa se aposentaba por aquellos días, que era un colérico viejo
holandés, llamado Hans Van Ripper. Provisto de caballería, salió, como un
caballero errante, en busca de entuertos que deshacer. Conforme al verdadero
espíritu de una historia romántica, debo describir algunos detalles de mi héroe
y su cabalgadura. El animal que montaba era un caballo de arar, medio deshecho,
que había sobrevivido a todo, excepto a sus propias malas intenciones. Era
flaco y su pelo nunca había sido cuidado; tenía el cuello de un borrego y una
cabeza como un martillo; sus crines formaban toda clase de nudos; uno de sus
ojos había perdido la pupila, por lo que parecía incoloro y espectral, pero el
otro brillaba como el de un verdadero demonio. A juzgar por el nombre de Pólvora, debía haber tenido fuego y brío en
su juventud. Había sido el caballo de silla favorito de su amo, el colérico
Van Ripper, que era un jinete furioso y que muy probablemente había infundido
al animal algo de su propio espíritu, pues aunque parecía viejo y matalón había
en él más de un demonio en acecho que en cualquier potrillo de aquellos
lugares.
Crane era una figura digna de tal
cabalgadura. Montaba con estribos cortos; sacaba los codos hacia afuera como
un saltamontes; llevaba el látigo perpendicularmente, como un cetro; cuando el
caballo se movía, el movimiento de sus brazos recordaba las alas de un ave. Un
mechón de pelo le caía sobre la nariz, pues así se podía llamar a su estrecha
frente. Los faldones de su levita flotaban al aire, haciendo la competencia a
la cola del jamelgo. Tal era el aspecto que ofrecían jinete y cabalgadura,
cuando salieron de los campos de Van Ripper: aparición que no es corriente
encontrar en pleno día.
Como ya lo he hecho notar, era una
bella tarde de otoño: el cielo estaba claro y sereno y la naturaleza llevaba
aquel ropaje rico y áureo que siempre asociamos con la idea de la abundancia. El
bosque tenía un color amarillo y pardo; algunos árboles menos resistentes, a
los que habían herido los crudos fríos, mostraban una intensa coloración:
anaranjada, púrpura y escarlata. Empezaban a aparecer bandadas de patos
silvestres.
Los pajarillos se despedían.
Recorrían al son de su propia música todo el bosque, de árbol en árbol y de
arbusto en arbusto. Mientras proseguía lentamente su camino, sus ojos siempre
despiertos a todos los síntomas de la abundancia culinaria, recorría con la
imaginación todos los atrayentes tesoros propios de la estación. Veía por
todas partes una gran cosecha de manzanas: algunas colgaban opulentas de los
árboles, otras se encontraban ya en cestos, prontas para ser enviadas al mercado,
otras se amontonaban para la prensa de sidra. Más allá veía extensos campos de
maíz cuyas doradas panojas sobresalían entre el follaje y que prometían
dorados pasteles y maíz tostado; debajo de ellos veía los melones que exponían
al sol sus tambaleantes vientres, y que prometían suculentos pasteles;
enseguida pasé por fragantes campos de trigo, y respiró más allá el aroma de
una colmena, ante lo cual se le anticipó el desayuno, bien provisto de manteca
y miel por la delicada mano de Katrina van Tassel. Alimentando así su mente con
dulces pensamientos y azucaradas hipótesis, prosiguió su viaje por unas
colinas que permiten contemplar el más bello paisaje del poderoso Hudson.
Gradualmente el sol hundía su ancho disco por occidente. El amplio seno del Tappaan
%ee yacía inmóvil y vidrioso, si se exceptúa alguna suave ondulación que
prolongaba la sombra azul de las distantes montañas. Unas pocas nubes de
ámbar flotaban en el cielo, sin que las moviera ninguna brisa. El horizonte era
de un fino tinte áureo, que se transformaba gradualmente en un verde manzana y
de ahí en un profundo azul. Un rayo de luz se detenía en el boscoso límite de
los precipicios que en algunos puntos forman la costa del río, dando mayor
profundidad al gris oscuro y al púrpura de las rocas. A la distancia una
pequeña embarcación avanzaba lentamente, llevada por la corriente de la marea;
sus velas colgaban inútiles de los mástiles. La imagen del cielo sobre las
tranquilas aguas inducía a creer que la embarcación estaba suspendida en el
aire.
Crane llegó al castillo de Heer Van
Tassel, a la caída de la
tarde. Estaba ya lleno de la flor y nata de las regiones
adyacentes. Los viejos granjeros, una raza taciturna de rasgos enérgicos,
vestían levitas y pantalones cuyo tejido habían hilado en casa, medias azules y
zapatos grandes. Sus mujeres llevaban cofias, jubones cortos, faldas, cuyo
tejido habían hilado ellas mismas, y bolsas de indiana a los costados. Las
jovencitas, gordezuelas, vestían de una manera tan anticuada como sus madres,
excepto que algunas llevaban un sombrero de paja, un cintajo o una falda
blanca, síntomas de la influencia de la ciudad. Los muchachos usaban levitas, llenas de
brillantes botones de bronce, llevando el pelo atado en una coleta sobre la
nuca, de acuerdo con la moda de la época.
Brom Bones era el héroe de la
fiesta, a la que había llegado en su cabalgadura favorita, Diablo Audaz, la que, como él, estaba llena de
malas artes y de brío, y que nadie sino él podía manejar. Prefería siempre los
caballos viciosos, aficionados a toda clase de mañas, sobre los cuales el
jinete se encuentra en constante riesgo de romperse los huesos, pues era de
opinión que un caballo bien domado y dócil es indigno de un verdadero hombre.
Me gustaría detenerme sobre el conjunto de encantos que se presentó a la entusiasmada
mirada de mi héroe cuando entró en la sala de visitas de la casa de Van Tassel.
No los de aquella compañía de muchachas gordezuelas con su lujoso despliegue de
blanco y rojo, sino los de una verdadera mesa holandesa en los ricos tiempos
de otoño. Tal era el conjunto de pasteles, los unos encima de los otros, de
variadísimas y casi indescriptibles clases, sólo conocidas por las experimentadas
cocineras holandesas. Allí se encontraban todos los miembros de la amplia
familia de la
repostería. No faltaba tampoco la de las empanadas, además de
tajadas de jamón y de carne de ternera ahumada, sin contar los deleitables
platos de ciruelas, peras y otras frutas en compota. Tampoco faltaba el pescado
cocido y los pollos asados, sin contar los cuencos de leche y de crema, todo
entreverado lo uno con lo otro, casi en el mismo orden que lo he enumerado,
presidido por la maternal tetera que arrojaba nubes de vapor. Debo tomar
aliento y tiempo para detallar este banquete como se merece, y tengo los
mejores deseos de proseguir rápidamente con mi historia. Felizmente, Crane no
tenía tanta prisa como su cronista, por lo que hizo los más cumplidos honores a
todos los platos.
Era una criatura bondadosa y
agradecida cuyo corazón se dilataba en proporción a la cantidad de alimento
ingerido y cuyo espíritu se elevaba comiendo, exactamente como les ocurre a
otros hombres cuando beben. No podía menos de entusiasmarse con la posibilidad
de que algún día fuera dueño y señor de este lujo y esplendor casi
inimaginable. Pensó cuánto tiempo tardaría entonces en despedirse de la vieja
escuela, castañeteando los dedos en señal de despedida en la misma cara de
Hans Van Ripper y cualquiera otro de sus otros tacaños protectores, así como en
echar a puntapiés a cualquier pedagogo andante que se atreviera a llamarle
colega.
El viejo Baltus Van Tassel se movía
entre sus huéspedes con una cara dilatada por la satisfacción y el buen humor.
Su hospitalidad como jefe de la casa era corta pero expresiva, limitándose a
estrechar la mano, dar una palmada en los hombros, reírse fuertemente e
insistir en que los invitados se acercarán a la mesa y se sirvieran ellos
mismos.
En aquel momento se oyó en el
cuarto mayor la música que invitaba al baile. Tocaba un anciano de color, de
pelo gris, que era la orquesta ambulante de los contornos desde hacía más de
medio siglo. Su instrumento era tan viejo y había recibido tantos golpes como
él mismo. La mayor parte del tiempo se limitaba a rascar dos o tres cuerdas,
acompañando todo movimiento del arco con otro de la cabeza, inclinándose casi
hasta el suelo y golpeando con el pie cuando una nueva pareja iba a empezar.
Crane se enorgullecía tanto de su
habilidad en el baile como de su arte para cantar. Ni un hueso ni un músculo
de su cuerpo quedaba en inactividad al danzar; quien le viese cómo movía su
osamenta podía imaginarse que el mismísimo San Vito, bendito patrón de los
bailarines, bailaba delante de uno. Era la admiración de los negros de todo
pelo y condición que viniendo de la granja y de todas las cercanas formaban
pirámides de brillantes caras negras en todas las puertas y ventanas, mirando
asombrados la escena mientras mostraban el blanco de los ojos e hileras de
marfil de oreja a oreja. ¿Cuál había de ser el estado de espíritu de aquel
inquisidor de chiquillos, sino alegre y animado? La dueña de sus pensamientos
bailaba con él y sonreía graciosamente a todos sus galanteos, mientras que
Brom Bones, poseído de amor y de celos, reflexionaba en un rincón.
Cuando terminó el baile, Crane se
acercó a un grupo de gente más sensata que junto con Van Tassel, fumaba en el
porche, charlando sobre tiempos pasados y contando largas historias acerca de
la guerra.
Esta región, en la época a que me
refiero, era un lugar altamente favorecido, con abundancia de crónicas de
grandes hombres. Las líneas británicas y norteamericanas habían pasado muy
cerca de ella durante la guerra, por lo que había sido escenario de saqueos y
había sufrido una epidemia de refugiados, cowboys y toda clase de caballeros de
la frontera. Había transcurrido justamente el tiempo necesario para que todo
el que relatara una historia pudiera aderezarla con un poco de fantasía, y como
sus recuerdos ya no eran muy claros, se convertía en el héroe de aquellas
hazañas.
Por ejemplo, se contó la historia
de Doffue Martling, un holandés gigantesco de barba negra que casi tomó una
fragata británica con un viejo cañón de nueve libras, colocado detrás de un
parapeto bajo de barro; sólo que el cañón estalló al sexto disparo. También se
encontraba allí un viejo caballero, cuyo nombre no daremos por ser un mynheer
demasiado
rico para que lo mencionemos a la ligera, quien en la batalla de W hiteplains
siendo un excelente maestro de esgrima, paró una bala de mosquete con un
espadín: la oyó silbar contra la hoja y pasó por la empuñadura, en prueba de
lo cual estaba dispuesto a mostrar aquella arma blanca, cuya taza estaba
ligeramente encorvada. Hablaron otros notables más, que se habían distinguido
igualmente en el campo de batalla, ninguno de los cuales dejaba de creer que
en gran parte se debía a él que la guerra hubiera terminado felizmente.
Pero todo esto no era nada en
comparación con los relatos de espíritus y aparecidos que se contaron después.
La región es muy rica en tesoros legendarios de esta clase. Los cuentos locales
y las supersticiones florecen mejor en estos lugares apartados, lejos del ruido
del mundo, en los que viven poblaciones largo tiempo asentadas. Pero ese mismo
folklore desaparece bajo las pisadas de la población de nuestras localidades
rurales. Además, en nuestras ciudades no se fomenta de ninguna manera la
actividad de los espíritus, pues apenas han tenido tiempo de echar un buen
sueño y darse vuelta en sus tumbas cuando sus amigos sobrevivientes se alejan
de la región, por lo que, cuando aquéllos se dedican a rondar de noche, no les
queda ningún amigo a quien visitar. Tal vez esta sea la razón por la cual
oímos hablar tan rara vez de aparecidos, excepto en la colonia holandesa, hace
tanto tiempo establecida entre nosotros.
Sin embargo, la causa inmediata del
predominio de las historias sobrenaturales en estas regiones se debía sin duda
a la vecindad del Valle Dormido. El mismo aire que provenía de aquella región
encantada producía el contagio, pues inspiraba una atmósfera de sueños y
fantasías que infectaba todo el país. Habían acudido a la fiesta de Van Tassel
varias personas radicadas allí, que, como era su costumbre, empezaron a contar
sus leyendas maravillosas. Se relataron muchas tétricas observaciones de
desfiles funerarios, de gritos plañideros y de lamentaciones, cosas todas
vistas y oídas alrededor del árbol donde fue tomado prisionero el desdichado
mayor André, y el cual existía todavía en la vecindad. Alguien mencionó la
mujer vestida de blanco que aparecía cerca de la Roca de los Cuervos, y que
hacía oír sus lamentaciones en las noches de invierno, antes de una tormenta,
por haber perecido allí en la
nieve. Sin embargo, la mayor parte de los relatos se referían
al espectro favorito del Valle Dormido: el Jinete sin Cabeza, que últimamente
había aparecido muchas veces, recorriendo la región, y del cual se decía que se
paseaba de noche por el cementerio, llevando su caballo atado a un cabestro.
La situación aislada de esta
iglesia parecía convertirla en el refugio favorito de inquietos espíritus.
Estaba erigida sobre una colina, rodeada de árboles entre los cuales sus muros
pintados de blanco relucían modestamente, como un símbolo de la pureza
cristiana irradiando a través de las sombras del retiro. La colina desciende
suavemente hacia un plateado lago rodeado de árboles, entre los cuales se
distinguen a lo lejos las montañas que bordean el Hudson. Cuando se observa el
cementerio adyacente, invadido por la hierba y donde los rayos del sol parecen
dormirse, uno se siente inclinado a creer que por lo menos allí los muertos
pueden descansar en paz. A un lado de la iglesia se extiende un pequeño valle
boscoso a través del cual corre un arroyuelo entre rocas y troncos de árboles
caídos. Sobre una obscura parte de la corriente, no lejos de la iglesia, se
construyó un puente de madera; tanto el camino que conducía a él, como este
mismo, estaban sumergidos en la profunda sombra que daban los árboles que lo
rodeaban, aun en pleno día, y que de noche producía una terrible oscuridad.
Este era uno de los refugios favoritos del Jinete sin Cabeza y el lugar donde
se le encontraba más frecuentemente. Se contó la historia del viejo Brouwer,
y de cómo encontró al jinete al volver de una excursión al Valle Dormido, cómo
tuvo que seguirle, cómo galoparon a través de los bosques y de las praderas,
de las colinas y de los pantanos, hasta que llegaron al puente, donde el jinete
se convirtió repentinamente en un esqueleto, que arrojó al viejo Brouwer al
arroyo y desapareció por encima de las copas de los árboles con el ruido de
un trueno.
Sobrepasó esta historia Brom Bones,
quien contó otra maravillosa, en la cual se burló del descabezado, como buen
jinete.
Afirmó que al volver una noche de
la cercana villa de Sing-Sing, se encontró con este jinete nocturno, que se
ofreció a correr una carrera con él, por un vaso de ponche, y que la hubiera
ganado, pues Diablo Audaz, su caballo, le llevaba ya varios
cuerpos de ventaja al espectro equino sobre el que montaba el fantasma, a no
ser porque al llegar al puente de la iglesia el soldado de Hesse desapareció en
un mar de fuego.
Todos estos relatos, contados en
ese bajo tono de voz con el cual la gente habla en la oscuridad, así como el
aspecto de los oyentes, a los que sólo iluminaba algún destello casual de las
pipas, impresionaron profundamente a Crane. Pagó generosamente en la misma
moneda con amplios extractos de su autor predilecto, Cotton Mat her, agregando
varios hechos maravillosos ocurridos en su Estado natal, Connecticut, y las
terribles visiones que había observado durante sus paseos nocturnos por el
Valle Dormido.
La gente empezaba a retirarse. Los
viejos granjeros metían a sus familiares en los carros y durante algún tiempo
se les oyó recorrer los caminos y las distintas colinas. Algunas de las
damiselas montaron sobre almohadones detrás de sus festejantes favoritos, y
sus alegres carcajadas, mezcladas con el golpear de herraduras, se oían a lo
largo de los bosques silenciosos, percibiéndose cada vez más débilmente hasta
que eran inaudibles. Finalmente, aquel escenario de ruidosa alegría quedó
también silencioso y desierto. Sólo Crane retardaba todavía su partida de acuerdo
con la costumbre vigente en el país de tener una conversación a solas con la
heredera, completamente convencido de que estaba ahora en el camino del éxito.
No pretendo decir lo que pasó en aquel coloquio, pues realmente no lo sé. Sin
embargo, temo que algo debió andar mal, pues se fue casi en seguida con aire
desolado y alicaído. i0h, estas mujeres, estas mujeres! ¿Había estado jugando
con él aquella coquetuela? ¿Eran las insinuaciones hechas al pobre pedagogo simplemente
una comedia para asegurar la conquista de su rival? Sólo Dios lo sabe, yo no.
Baste decir que Crane abandonó la casa sin que nadie lo notara, con cara de
aquel que se ha prendido a un palo del gallinero, y no del que ha querido
conquistar el corazón de una bella mujer. Sin mirar a derecha e izquierda, ni
fijarse en la riqueza que le rodeaba, a la cual había echado tantas miradas
envidiosas, se dirigió al establo y a patadas y severos golpes hizo que se
levantara su cabalgadura que dormía profundamente, soñando tal vez con montañas
de maíz y avena y valles enteros de trébol.
En esta hora embrujada de la noche,
Crane, alicaído y con el corazón lacerado, emprendió el viaje hacia su casa,
a lo largo de las colinas que se levantan más arriba de Tarry Town y que había
atravesado aquella tarde con tanto entusiasmo. La hora era tan descorazonadora
como su estado de ánimo. Muy lejos de él, allá abajo, el Tappaan %ee extendía
sus obscuras e indistintas aguas, donde aquí y allí aparecía una embarcación de
altos mástiles, que se mantenía anclada a lo largo de la costa. En el silencio
completo de la noche, Crane podía oír los ladridos de un perro, al otro lado
del Hudson, pero era tan vago y débil que sólo daba una idea de la distancia a
que se encontraba este fiel compañero del hombre. De cuando en cuando, el
quiquiriquí de un gallo, que se había despertado por casualidad, resonaba a lo
lejos, muy lejos, en alguna granja entre las colinas, pero era como los ruidos
imprecisos que se oyen en sueños. Ningún signo de vida aparecía cerca de él,
sino ocasionalmente el canto de un pájaro o el croar de una rana de un pantano
cercano, como si durmiera incómodamente y se diera vuelta en la cama.
Todas las historias de aparecidos y
de espíritus que había oído aquella tarde se acumulaban ahora en su memoria. La
noche se hacía cada vez más obscura; las estrellas parecían hundirse más
profundamente en el cielo, y las nubes las ocultaban a veces a su vista. Nunca
se había sentido tan solo y acobardado. Además se acercaba al mismísimo lugar
en el cual habían ocurrido tantas escenas de aparecidos. En el centro del
camino se levantaba un árbol enorme que se destacaba como un gigante entre sus
congéneres y que era una especie de punto de referencia. Sus ramas eran
retorcidas y fantásticas, suficientemente grandes para formar el tronco de un
árbol corriente, y se inclinaban hacia la tierra, para elevarse nuevamente en
el aire. Estaba relacionado con la trágica historia del desdichado André, que
fue tomado prisionero muy cerca de él. Se le conocía generalmente por el árbol
del mayor André. La gente lo consideraba con una mezcla de respeto y
superstición, en parte por simpatía con la persona cuyo nombre llevaba, y, en
parte, por las historias de extrañas visiones y terribles lamentaciones que se
contaban acerca de él.
Cuando Crane se acercó a este árbol
terrible, empezó a silbar; le pareció que alguien respondía, pero era sólo el
viento que soplaba entre las ramas secas. Cuando se acercó más, creyó ver algo
blanco que colgaba del árbol: se detuvo y cesó de silbar; mirando más
atentamente comprobó que era un lugar donde el rayo había atacado el árbol
dejando al descubierto la madera blanca. De repente oyó un gemido, le
castañetearon los dientes y sus rodillas chocaron violentamente contra la silla:
era sólo el frotamiento de una rama grande contra otra. Pasó en seguridad el
árbol, pero nuevos peligros le esperaban. A una cierta distancia de allí
cruzaba el camino un arroyuelo que iba a dar a una hondonada fangosa muy
poblada de árboles, conocida por el pantano de Wiley. Unos pocos troncos,
colocados los unos al lado de los otros, servían de puente sobre esta
corriente de agua. Allí donde el arroyo pasaba bajo el puente, un grupo de
árboles crecía tan densamente que arrojaba una oscuridad cavernosa sobre él.
Pasar este puente era la prueba más severa. En este mismo lugar fue apresado el
infortunado André y bajo aquellos mismos árboles se habían ocultado los que le
sorprendieron. Desde entonces, se le consideraba un arroyo encantado. Era
terrible lo que sentía un muchacho que tenía que pasarlo después de la puesta
del sol.
Cuando se aproximó al arroyo, su
corazón empezó a latir violentamente, a pesar de lo cual reunió todo su valor.
Fustigó reciamente a su caballo e intentó atravesar el puente a galope tendido,
pero en lugar de avanzar, aquel perverso y viejo animal hizo un movimiento
lateral y se echó contra la empalizada.
Crane, cuyo miedo aumentó con esa
pérdida de tiempo, golpeó al animal del otro lado y le dio algunas enérgicas
patadas con el otro pie, pero todo en vano. Su cabalgadura se echó al otro lado
del camino cerrado por un bosquecillo de arbustos. El maestro de escuela
empleó ahora tanto el látigo como los tacones contra los flacos ijares de Pólvora, que seguía avanzando con grandes
bufidos, pero que se detuvo al lado del puente tan repentinamente que casi
arrojó al suelo a su jinete. En aquel preciso momento un ruido como de algo
que se movía en el agua, al lado del puente, llegó al sensible oído de Crane.
Entre las obscuras sombras del bosque, al borde del arroyo, observó una cosa
grande, mal conformada, negra y alta. No se movía, pero parecía acechar en la
oscuridad, como un monstruo gigantesco, pronto a echarse sobre el viajero.
Al pobre pedagogo se le pusieron
los pelos de punta. ¿Qué debía hacer? Era demasiado tarde para volver grupas y huir,
y además, ¿cómo escapar de un caballo fantasma que corría en alas del viento?
Haciendo acopio de todo su valor, preguntó con voz temblorosa:
«cQuién es usted?» Nadie le
respondió. Repitió su pregunta con voz aun más alterada. Tampoco recibió
ninguna respuesta. Aporreó en los costados al viejo Pólvora y, cerrando los ojos, empezó a cantar un salmo con
involuntario fervor. Parecía que aquel objeto, causa de todas sus alarmas,
había esperado sólo eso para ponerse en movimiento, y de un salto se colocó en
el medio del camino. Aunque la noche era oscura, podía distinguirse algo de la
forma del desconocido. Parecía ser un gigantesco jinete, montado en un caballo
negro de no menores dimensiones. No se presentó ni saludó, sino que se mantuvo
solitario en un lado del camino, hasta que avanzó lentamente al lado de Pólvora, que había sobrepasado ya su miedo y sus mañas.
Crane, que no tenía mucha confianza
en aquel extraño compañero que le regalaba la medianoche y que se acordaba de
la aventura de Brom Bones con el jinete sin cabeza, espoleó a su cabalgadura,
esperando dejarle atrás. El extraño hizo exactamente lo mismo, por lo que se
encontró a la par de Crane. El corazón de éste se le quería salir por la boca;
intentó proseguir cantando el salmo que había empezado, pero su lengua reseca
estaba pegada al paladar y no pudo pronunciar una palabra. Había algo en el
opresivo y terco silencio de aquel pertinaz compañero que era misterioso y
enloquecedor. Pronto quedó explicado. Cuando el camino empezó a ascender, la
figura de su acompañante se destacó sobre el cielo más claro: era un gigante.
Crane se quedó aterrorizado al observar que no tenía cabeza, pero su horror
llegó al máximo cuando se percató de que la cabeza, que debía estar sobre los
hombros, se encontraba sobre la silla, delante del jinete: su miedo llegó a la desesperación. Cayó
sobre Pólvora un diluvio de golpes y de
espolazos, en la esperanza de dejar atrás a su compañero. Pero el espectro
avanzó a la misma velocidad. Corrían sacando chispas del suelo. La levita de
Crane volaba por el aire, mientras éste, con el flaco cuerpo inclinado sobre la
cabeza del caballo, trataba de huir a todo galope.
Finalmente llegaron al cruce de
caminos de donde se desprende el que va al Valle Dormido. Pero Pólvora, que parecía poseído por el mismo demonio, en lugar de
seguir por allí, se desvió y entró por el camino que conducía a las colinas.
Éste está rodeado de árboles
durante un trecho de casi medio kilómetro, donde cruza el puente famoso de la
historia del aparecido. Más allá se levanta la pequeña colina, sobre la que se
encuentra la iglesia de blancos muros.
Hasta ahora el pánico de su
cabalgadura había dado una ventaja aparente a Crane, que no era muy hábil
jinete. Cuando había atravesado la mitad del valle, cedió la cincha y sintió
que se deslizaba por debajo de él. La agarró con una mano tratando de
asegurarla, pero todo fue en vano. Tuvo tiempo de agarrarse al cuello de Pólvora, la silla cayó a tierra y oyó cómo el caballo de su
perseguidor la
pisoteaba. Por un momento le asustó el pensamiento de la
rabia que sentiría Hans Van Ripper, pues era su montura de paseo, que utilizaba
sólo los domingos, pero no tenía ahora tiempo para ocuparse de niñerías. El
espectro se acercaba cada vez más, y, como era muy mal jinete, le costaba
enormes esfuerzos mantenerse sobre el caballo: algunas veces se deslizaba hacia
un costado, otras al opuesto, y a veces caía sobre el animal con tal violencia
que temía iba a quedar hecho pedazos.
Por la relativa escasez de árboles,
se imaginó que estaba cerca del puente de la iglesia. Una plateada estrella
que se reflejaba en el agua le confirmó en esta creencia. Distinguió los
blancos muros, que relucían entre los árboles a la distancia. Recordó
el lugar donde había desapa-recido el espíritu, que había corrido una carrera
con Brom Bones. «Si puedo llegar al puente -pensó Crane- estoy salvado». En
aquel momento oyó muy cerca de él la negra cabalgadura de su perseguidor, y
hasta se imaginó que sentía su cálido aliento. Otro golpe en las costillas y el
viejo Pólvora saltó hacia el puente, cuyas tablas
resonaron bajo sus pisadas, llegó al lado opuesto, desde donde Crane miró hacia
atrás para ver si su perseguidor, de acuerdo con todos los relatos, desaparecía
entre llamaradas de fuego y azufre. Vio entonces que el fantasma se ponía de
pie sobre el caballo y se disponía a tirarle con su testa. Crane trató de
hurtar el cuerpo a tan horrible proyectil, pero era demasiado tarde: la cabeza
del jinete que carecía de ella, dio en la suya con tal fuerza que lo arrojó del
caballo al suelo, desde donde pudo ver pasar a Pólvora y al caballo negro con su jinete como una exhalación.
A la mañana siguiente, Pólvora apareció sin silla y con la brida entre las patas, mordiendo
tranquilamente el pasto en los terrenos de su dueño. Crane no se presentó a la
hora del desayuno, ni tampoco a la de la comida. Los escolares, que se
encontraron en la escuela a la hora acostumbrada, pasaron el tiempo en la
orilla del arroyuelo, pero el maestro no aparecía. Hans van Ripper empezó a
sentir preocupación por el pobre Crane y por su silla. Se inició una diligente
investigación que pronto permitió descubrir algunos hechos. Se encontró la
montura en un cierto lugar del camino que conducía a la iglesia, pero estaba completa-mente
inservible. Las huellas de los caballos se marcaban profundamente en el suelo,
lo que demostraba que habían corrido a una velocidad fantástica.
Llegaban hasta el puente, donde se
encontró, junto al arroyo, el sombrero del infortunado Crane y pedazos de un
melón.
Se rastreó el río, pero no pudo
descubrirse el cuerpo del maestro de escuela. Hans van Ripper, en cuya casa se
encontraban sus efectos, los examinó. Consistían en dos camisas y media, dos
cuellos, un par de calcetines de lana, un par de trajes viejos, una enmohecida
navaja de afeitar, un libro de salmos, lleno de marcas, y un silbato roto que
utilizaba en sus clases de canto. En cuanto a los muebles y libros de la
escuela, pertenecían a la comunidad, excepto la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra, de Cotton Mat her, un almanaque de
Nueva Inglaterra y un libro de sueños y adivinación, entre cuyas hojas se
encontraba un papel que contenía una infortunada tentativa de escribir unos
versos en honor de la heredera de Van Tassel. Hans van Ripper arrojó a las
llamas aquellos libros junto con la tentativa poética. Desde aquella fecha se
decidió a no mandar más sus hijos a la escuela, en pro de lo cual alegaba que
no había visto nunca que el leer o escribir condujera a nada bueno. Como el
maestro de escuela había recibido su paga uno o dos días antes, cualquiera que
fuera su haber debía tenerlo consigo cuando desapareció.
En la iglesia se comentó mucho este
extraño hecho. Se discutió el asunto y se expusieron toda clase de hipótesis
en el cementerio, en el puente y en el lugar donde se había encontrado el
sombrero y el destrozado melón. Se recordaron las historias de Brouwer, de
Bones y muchos otros. Después de considerarlas atentamente y compararlas con
las circunstancias del presente caso, llegaron a la aflictiva conclusión de que
el jinete sin cabeza se había llevado a Crane. Como era soltero y no tenía
deudas, nadie se preocupó más por él. Se trasladó la escuela a otra parte del
valle y otro pedagogo asumió el puesto en su lugar.
Cierto es que un viejo granjero que
estuvo en Nueva York varios años después, y por el cual se conoce esta
historia, contó al volver que Ic habod Crane vivía y que había abandonado el
valle, en parte por miedo al fantasma y a Hans van Ripper, y, en parte, por
haberle mortificado muchísimo la negativa de la heredera. Agregaba
que se había trasladado a una parte distante del país, que había seguido
enseñando e iniciado el estudio de la jurisprudencia, combinando ambas cosas,
hasta que recibió su título de abogado; que se había dedicado después a la
política y al periodismo y que finalmente había ingresado en la magistratura
con un grado subalterno. Brom Bones se casó con la bella Katrina , poco
después de la desaparición del maestro. Algunos observaron que cuando se
contaba la historia de Crane, Brom Bones estallaba en carcajadas al oír
mencionar el melón, lo que inducía a muchos a pensar que sabía más que lo que
quería decir.
Las viejas, sin embargo, los
mejores jueces en esta materia, afirman hasta el día de hoy que Crane
desapareció por medios sobrenaturales, lo que constituye su historia favorita
de las noches de invierno. La novia se convirtió en el objeto de un terror
supersticioso, razón por la cual se cambió también el camino, para poder llegar
a la iglesia sin pasar por el puente. Como la escuela no se utilizaba, pronto
empezó a convertirse en una ruina; se murmuraba que aparecía por allí el
espíritu del infortunado pedagogo, y más de un joven labrador que se dirigía a
su casa, al pasar por allí, en una tranquila noche de verano, creía oír la voz
de Crane que entonaba un melancólico salmo, en la tranquila soledad del Valle
Dormido.
«Post scriptum»
Encontrado entre los manuscritos
del señor Knickerbocker.
He reproducido el cuento que antecede
casi exactamente como me lo contaron en una reunión del municipio de la noble
ciudad de Manhattan, a la cual se presentaron muchos de sus más prudentes e
ilustres burgers. El que lo contó era un hombre
agradable, de traje raído, ya entrado en años, de aspecto señorial, y cuyo
rostro tenía una expresión a la vez burlona y triste. Sospecho que era pobre,
pues hacía tantos esfuerzos por parecer agradable. Cuando terminó su cuento,
todos se rieron, distinguiéndose por sus sonoras carcajadas dos o tres
concejales, que habían estado dormidos casi todo el tiempo. Entre nosotros se
encontraba además un caballero de edad, enjuto, de espesas cejas, y que durante
todo el relato se mantuvo serio y hasta grave. Cruzaba los brazos, inclinaba la
cabeza y miraba al suelo, como si reflexionara sobre una duda. Era uno de esos
hombres precavidos que nunca se ríen, sino cuando tienen razón y la ley de su
parte. Terminadas las carcajadas de los presentes y luego que se hubo
restablecido el silencio, apoyó un brazo en la silla y preguntó con un leve
pero sabio movimiento de la cabeza, contrayendo al mismo tiempo las cejas, cuál
era la moraleja de la historia y qué pretendía demostrar.
El que había contado este relato y
que se disponía a llevar a los labios un vaso de vino para refrescarse después
del esfuerzo cumplido, miró al otro con un aire de infinita cortesía y,
colocando lentamente el vaso sobre la mesa, explicó que el cuento tendía a
demostrar de la manera más lógica lo siguiente:
No existe ninguna situación en la
vida que no tenga sus ventajas y sus alegrías, siempre que seamos capaces de
aguantar una broma.
En consecuencia, el que se atreve a
correr una carrera con un fantasma, es probable que salga bastante mal parado.
Ergo,
que es una suerte
que un maestro de escuela reciba una negativa al pedir la mano de una heredera
holandesa, puesto que así se le abre el camino para más elevadas actividades.
El cauto caballero enarcó diez
veces las cejas ante esta explicación, quedando muy extrañado de la
racionalidad del silogismo. Me pareció notar que el narrador de esta historia
le observaba con mirada triunfadora. Finalmente, su contradictor dijo que todo
eso estaba muy bien, pero que creía que el relato era bastante extravagante y
que había uno o dos puntos sobre los cuales tenía sus dudas.
«Palabra de honor -replicó el que
había contado la historia, en lo que a eso respecta, yo mismo no creo ni la
mitad».
D. K.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
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