En tiempos
antiguos, hace ya muchos siglos, había un rey moro llamado Aben-Habuz, que
gobernaba el reino de Granada. Era un guerrillero ya retirado, es decir, que
habiendo llevado en sus días juveniles una vida continuadamente entregada al
pillaje y a la pelea, por haberse hecho débil y achacoso, anhelaba ya tan sólo
la quietud y deseaba a toda costa vivir en paz con sus enemigos, durmiendo
sobre los laureles y gozando tranquilamente la posesión de los Estados que
había usurpado a sus vecinos.
Sucedió,
sin embargo, que este razonable, pacífico y viejo monarca tuvo, a pesar suyo,
que luchar con algunos jóvenes príncipes, ansiosos de pelear y alcanzar
renombre, y enteramente dispuestos a pedirle estrecha cuenta de sus
usurpaciones. Ciertos territorios lejanos del reino, a los cuales trató
cruelmente en los días de su mayor pujanza, se sintieron fuertes y con ánimos
para sublevarse cuando le vieron achacoso, amenazando atacarle dentro de su
misma capital. Viéndose, pues, rodeado de descontentos, y con el grave
inconveniente de la posición topográfica de Granada, circundada de agrestes y
escabrosas montañas que ocultan la aproximación de los enemigos, el infortunado
Aben-Habuz vivió constantemente alarmado y vigilante, sin saber por qué lado se
romperían las hostilidades.
De nada
sirvió el que levantase atalayas en las montañas y acantonara guardias en todos
los pasos, con órdenes terminantes de encender hogueras de noche y levantar
humaredas de día si veían aproximarse algún enemigo; pues sus astutos
contrarios, burlando todas estas precauciones, solían asomarse por algún oculto
desfiladero, y asolaban el país en las mismas barbas del monarca, retirándose
después cargados de prisioneros y de botín a las montañas. ¿Hubo nunca
conquistador ya retirado y pacífico que se viese como él reducido a tan dura
condición?
Cuando
Aben-Habuz se hallaba contristado por estos tormentos y molestias llegó a su
corte un antiguo médico árabe, cuya nevada barba le llegaba a la cintura; pero
el cual, a pesar de sus señales evidentes de larga longevidad, había ido
peregrinando a pie desde Egipto hasta Granada, sin otra ayuda que su báculo
cubierto de jeroglíficos. Venía precedido de la aureola de la fama: se llamaba
Ibrahim Eben Abu Ajib y se le creía contemporáneo de Mahoma, pues era hijo de
Abu Ajib, el último compañero del Profeta. Cuando niño, siguió al ejército
conquistador de Amrou al Egipto, y en aquel país habitó durante muchos años,
estudiando las ciencias ocultas, y en particular la magia, con los sacerdotes
egipcios.
Se decía
también que había encontrado el secreto de prolongar la vida, y que por este
medio había llegado a la larga edad de más de dos siglos; pero como no
descubrió este secreto hasta muy entrado en años, sólo consiguió perpetuar sus
canas y sus arrugas.
Este
extraordinario anciano fue bien recibido del monarca, el cual, como la mayor
parte de los reyes octogenarios, comenzó a hacer a los médicos sus favoritos.
Quiso instalarlo en su palacio, pero el astrólogo prefirió una cueva que había
en la falda de la colina que dominaba a Granada, y que es la misma sobre la
cual se halla la
Alhambra. Hizo ensanchar la caverna de tal modo que formaba
un espacioso y vasto salón, con un agujero circular en el techo, que parecía un
pozo, por el cual miraba el firmamento y observaba las estrellas, aun en medio
del día. También cubrió las paredes del salón con jeroglíficos egipcios,
símbolos cabalísticos y figuras de estrellas con sus constelaciones, y proveyó
su vivienda de instrumentos fabricados bajo su dirección por los más hábiles
artistas de Granada, pero cuyas ocultas propiedades eran de él solamente
conocidas.
En muy poco
tiempo llegó a ser el sabio Ibrahim el consejero favorito del rey, el cual le
consultaba cuando se veía en alguna tribulación. Estando una vez Aben-Habuz
lamentando la injusticia de sus convecinos y quejándose de la perpetua
vigilancia que se veía obligado a observar para guardarse de sus invasiones, el
astrólogo, luego que aquél concluyó de hablar, permaneció un rato en silencio,
y le dijo después:
-Sabe, ¡oh
rey!, que cuando yo estaba en Egipto vi una gran maravilla inventada por una
sacerdotisa pagana de la
antigüedad. En una montaña que domina la ciudad de Borsa, y
mirando al gran valle del Nilo, había una figura que representaba un carnero y
encima de él un gallo, ambos fundidos en bronce y dispuestos de manera que
giraban sobre un eje. Cuando el país estaba amenazado por alguna invasión, el
carnero señalaba en dirección del enemigo y el gallo cantaba, y de este modo
presentían el peligro los habitantes de la ciudad y conocían la dirección de
donde venía, pudiendo prepararse con tiempo para defenderse.
-¡Gran
Dios! -exclamó el atribulado Aben-Habuz. ¡Qué tesoro sería para mí un carnero
semejante, que me hiciese la misma señal en medio de esas montañas que me
rodean, y un gallo como aquél que cantase cuando se acercara el peligro! ¡Allah
Akbar! ¡Y qué tranquilo dormiría en mi palacio con tales centinelas en lo alto
de mi torre! El astrólogo esperó por un momento a que concluyese sus
exclamaciones el rey, y continuó:
-Después
que el virtuoso Amrou (¡cuyos restos descansen en paz!) concluyó la conquista
de Egipto, permanecí algún tiempo entre los ancianos sacerdotes de aquel país,
estudiando los ritos y ceremo-nias de aquellos idólatras, procurando instruirme
en las ciencias ocultas, por cuyo conocimiento alcanzaron aquéllos tanto
renombre. Estando sentado cierto día a orillas del Nilo conversando con un
venerable sacerdote, me señaló las enormes pirámides que se levantan como
montañas en medio del desierto: «Todo lo que te podemos enseñar -me dijo- no es
nada comparado con la ciencia que se encierra en esas portentosas
edificaciones. En el centro de la pirámide que está en medio hay una cámara
mortuoria en la que se conserva la momia del Gran Sacerdote que contribuyó a
levantar esta estupenda construcción, y con él está enterrado el maravilloso Libro
de la Sabiduría, que contiene todos los secretos del arte mágico.
Este libro le fue dado a Adán después de su caída, y se ha ido heredando de
generación en generación hasta el sabio rey Salomón, quien, con su ayuda,
construyó el templo de Jerusalén. Cómo vino a poder del que construyó las
pirámides, solamente lo sabe Aquél para quien no existen secretos.» Cuando oí
estas palabras de labios del sacerdote egipcio mi corazón ardió en deseos de
poseer tal libro. Como disponía de un gran número de soldados de nuestro
ejército conquistador y de bastantes egipcios, comencé a agujerear la sólida
masa de la pirámide, hasta que, después de mucho trabajar, encontré uno de sus
pasadizos interiores, siguiendo el cual, e internándome en un confuso
laberinto, llegué al corazón de la pirámide, a la misma cámara sepulcral donde
yacía desde muchos siglos la momia del Gran Sacerdote. Rompí la caja exterior
que lo guardaba, deslié sus muchas fajas y vendajes, y por fin encontré en su
seno el precioso libro. Lo cogí con mano trémula y salí presuroso de la
pirámide, dejando la momia en su oscuro y tenebroso sepulcro, aguardando allí
el día de la resurrección y juicio final.
-¡Hijo de
Abu Ajib! -exclamó Aben-Habuz, tú eres un gran viajero y has visto cosas
maravillosas, pero ¿de qué me sirve, ¡triste de mí!, el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón?
-Vas a
saberlo, ¡oh rey! Con el estudio que hice de este libro me instruí en todas las
artes mágicas, y cuento con la ayuda de un genio para llevar a cabo mis planes.
El misterio del talismán de Borsa me es tan conocido, que puedo hacer uno como
aquél, y aun con más grandes virtudes.
-¡Oh sabio
hijo de Abu Ajib! -prorrumpió Aben-Habuz. Más falta me hace ese talismán que
todas las atalayas de las montañas y los centinelas de las fronteras. Dame tal
salvaguardia y dispón de todas las riquezas de mi tesorería.
El
astrólogo se puso inmediatamente a trabajar para satisfacer cumplidamente los
deseos del monarca. Levantó una gran torre en lo más alto del palacio real (que
estaba entonces situado en la colina del Albaicín), construida con piedras del
Egipto, y extraídas -según se cuenta- de una de las pirámides. En lo alto de la
torre había una sala circular con ventanas que miraban a todos los puntos del
cuadrante, y delante de cada una de éstas colocó unas mesas sobre las cuales se
hallaban formados, lo mismo que en un tablero de ajedrez, pequeños ejércitos de
caballería e infantería tallados en madera, con la figura del soberano que
gobernaba en aquella dirección. En cada una de estas mesas había una pequeña
lanza del tamaño de un punzón, y en ellas, grabados, ciertos caracteres
caldeos. Este salón estaba siempre cerrado con una puerta de bronce, cuya
cerradura era de acero, y la llave la guardaba constantemente el rey.
En la parte
más alta de la torre colocó una figura de bronce representando a un moro a
caballo que giraba sobre un eje, con su escudo en el brazo y su lanza elevada
perpendicularmente. La cara de este jinete miraba hacia la ciudad, como si la
tuviese custodiando; pero, si se aproximaba algún enemigo, la figura señalaba
en aquella dirección y blandía la lanza en ademán de acometer.
Cuando el
talismán estuvo concluido del todo, Aben-Habuz se impacientaba por experimentar
sus virtudes, y deseaba tanto una invasión como antes suspiraba por la tranquilidad. Sus
deseos se vieron satisfechos bien pronto, pues cierta mañana temprano el
centinela que guardaba la torre trajo al noticia de que el jinete de bronce
señalaba hacia la Sierra de Elvira y que su lanza apuntaba directamente hacia
el Paso de Lope.
-¡Que las
tropas y tambores toquen a las armas y que toda Granada se ponga a la
defensiva! -dijo Aben-Habuz.
-¡Oh rey!
-le contestó el astrólogo-. No alarmes a tu ciudad ni pongas a tus guerreros
sobre las armas, pues no necesito de ninguna fuerza para librarte de tus
enemigos. Manda que se retiren tus servidores y subamos solos al salón secreto
de la torre.
El anciano
Aben-Habuz subió la escalera apoyándose en el brazo del centenario Ibrahim Eben
Abu Ajib, y abriendo la puerta de bronce penetraron dentro. La ventana que
miraba hacia el Paso de Lope estaba abierta.
-Hacia
aquella dirección -dijo el astrólogo- está el peligro; acércate, ¡oh rey! y
observa el misterio de la mesa.
El rey
Aben-Habuz se acercó a lo que parecía un tablero de ajedrez con figuras de
madera, y con gran sorpresa suya vio que todas ellas estaban en movimiento: los
caballos se espantaban y encabritaban, los guerreros blandían sus armas, y se
oía el débil sonido de tambores y trompetas, el choque de armas y el relincho
de corceles, pero todo tan apenas perceptible como el zumbido de las abejas o
el ruido de los mosquitos al oído del que duerme en el verano tendido a la
sombra de un árbol en las horas de calor.
-He aquí,
¡oh rey! -dijo el astrólogo, la prueba de que tus enemigos están todavía en el
campo. Deben estar atravesando aquellas montañas por el Paso de Lope. Si
quieres llevar el pánico y la confusión entre ellos y obligarlos a que se
retiren sin efusión de sangre, golpea estas figuras con el asta de esta lanza
mágica; pero si quieres que haya sangre y carnicería, hiéreles con la punta.
El rostro
del pacífico Aben-Habuz se cubrió con un tinte lívido, y, tomando la pequeña
lanza con mano temblorosa, se acercó vacilando a la mesa, mostrando con su
barba trémula su estado de exaltación:
Así
diciendo, hirió con la lanza mágica algunas de las diminutas figuras y tocó a
otras con el asta, con lo cual unas cayeron como muertas sobre la mesa, y las
demás, volviéndose las unas contra las otras, trabaron una confusa pelea, cuyo
resultado fue igual por ambas partes.
Costó no
poco trabajo al astrólogo el contener la mano de aquel monarca pacífico y
oponerse a que exterminase completamente a sus enemigos; por último, pudo
conseguir el que se retirase de la torre y que enviase avanzadas por el Paso de
Lope.
Volvieron
aquéllas con la noticia de que un ejército cristiano se había internado por el
corazón de la sierra casi hasta Granada, y que había habido entre ellos una
desavenencia, haciendo repentinamente armas unos contra los otros, hasta que,
después de una gran carnicería, se retiraron a sus fronteras.
-Al fin
-dijo- podré gozar de una vida tranquila, y tendré a todos mis enemigos bajo mi
poder. ¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! ¿Qué podré otorgarte en premio de una cosa
tan maravillosa?
-Las
necesidades de un anciano y un filósofo, ¡oh rey! son escasas y bien sencillas;
solamente deseo que me proporciones los medios, y con esto sólo me contento,
para que pueda poner habitable mi cueva.
-¡Cuán
noble es la templanza del verdadero sabio! -exclamó Aben-Habuz, regocijándose
interiormente por tan exigua recompensa.
Llamó,
pues, a su tesorero, y le dio orden de entregar a Ibrahim las cantidades
necesarias para arreglar y amueblar su cueva.
El
astrólogo dispuso que abriesen otras varias habitaciones en la roca viva, de
modo que formasen piezas contiguas con el salón astrológico, y las decoró y
amuebló después con lujosas otomanas y divanes, haciendo cubrir las paredes con
ricos tapices de seda de Damasco.
-Yo soy
viejo -decía, y no puedo por más tiempo descansar en un lecho de piedra, y
estas húmedas paredes necesitan el que se tapicen.
-El baño
-añadía- es necesario para contrarrestar la rigidez de la edad y devolver al
organismo la frescura y flexibilidad que perdió con el estudio.
Mandó
colgar por todas las habitaciones infinidad de lámparas de plata y cristal, en
las que ardía cierto aceite odorífero preparado con una receta que también encontró
en los sepulcros de Egipto. Este aceite era perpetuo y esparcía un resplandor
tan dulce como la templada luz del día.
«Los rayos
del sol -pensaba el astrólogo- son demasiado abrasa-dores y fuertes para los
ojos de un anciano, y la luz de una lámpara es más a propósito para los
estudios de un filósofo.»
El tesorero
del rey Aben-Habuz se lamentaba de las grandes cantidades que se le pedían
diariamente para amueblar aquella vivienda y, por último, elevó al rey sus
quejas; pero como la palabra real estaba empeñada, se encogió el monarca de
hombros, y le dijo:
-No hay más
que tener paciencia; este viejo tiene el capricho de habitar en un retiro
filosófico como el interior de las Pirámides y las vastas ruinas de Egipto;
pero todo tiene su fin en el mundo, y también lo tendrá la decoración de su
vivienda.
-Ya estoy
contento -dijo Ibrahim Eben Abu Ajib al tesorero; ahora voy a encerrarme en mi
celda para consagrar todo el tiempo al estudio. No deseo ya nada más que una
pequeña bagatela para distraerme en los intermedios del trabajo mental.
-¡Oh sabio
Ibrahim! Pide lo que quieras, pues tengo orden de proveerte de todo lo que
necesites en tu soledad.
-Sí,
bailarinas -replicó gravemente el sabio; con unas pocas hay bastante, porque
soy viejo, filósofo de costumbres sencillas y hombre contentadizo; pero que
sean jóvenes y hermosas, para que pueda recrearme en ellas, pues mirando la
juventud y la hermosura se reanima la vejez. Mientras el
filósofo Ibrahim Eben Abu Ajib pasaba la vida hecho un sabio en su vivienda, el
pacífico Aben-Habuz libraba prodigiosas campañas simuladas desde su torre. Era
muy cómodo para el pacífico anciano el guerrear sin salir de su palacio,
entreteniéndose en destruir ejércitos como si fueran enjambres de mosquitos.
Durante
mucho tiempo dio rienda suelta a su placer y aun escarneció e insultó con mucha
frecuencia a sus enemigos para obligarles a que le atacasen; pero aquéllos se
hicieron poco a poco prudentes por los continuos descalabros que sufrían, hasta
que al fin ninguno se aventuraba a invadir sus territorios. Por espacio de
muchos meses permaneció la figura ecuestre de bronce indicando paz y con su
lanza elevada a los aires, tanto que el buen anciano monarca comenzó a echar de
menos su favorita distracción, agriándose su carácter con la monótona
tranquilidad.
Al fin,
cierto día el guerrero mágico giró de repente, y, bajando su lanza, señaló
hacia las montañas de Guadix. Aben-Habuz subió precipitadamente a su torre,
pero la mesa mágica, que estaba en aquella dirección, permanecía quieta y no se
movía ni un solo guerrero. Sorprendido por este detalle, envió un destacamento
de caballería a recorrer las montañas y registrarlas minuciosamente, de cuya
comisión volvieron los exploradores a los tres días.
-Hemos
registrado todos los pasos de las montañas -le dijeron-, pero no hemos
encontrado ni lanzas ni corazas. Todo lo que hemos encontrado durante nuestra
exploración ha sido una joven cristiana de singular hermosura, que dormía a la
caída de la tarde junto a una fuente, y a la que hemos traído cautiva.
-¡Una joven
de singular hermosura! -exclamó Aben-Habuz con los ojos chispeantes de júbilo.
¡Qué la conduzcan a mi presencia!
La hermosa
joven le fue presentada; iba vestida con el lujo y adorno que se usaba entre
los hispano-góticos en el tiempo de las conquistas de los árabes; las negras
trenzas de sus cabellos estaban entretejidas con sartas de riquísimas perlas,
luciendo en su frente joyas que rivalizaban con la hermosura de sus ojos,
pendiendo de su cuello una cadena de oro que terminaba en una lira de plata.
El brillo
de sus negros y refulgentes ojos fueron chispas de fuego para el viejo
Aben-Habuz, cuyo corazón era aún susceptible de enardecerse. La gentileza de
aquel talle le hizo perder el seso, y, frenético y fuera de sí, le preguntó:
-Soy hija
de un príncipe cristiano, dueño y señor ayer de su reino y hoy reducido al
cautiverio después de haber sido sus ejércitos aniquilados como por arte
mágica.
-Cuidado,
¡oh rey! -dijo interrumpiéndola Ibrahim Eben Abu Ajib, que esta joven parece
ser una de esas hechiceras del Norte, de que todos tenemos noticias, que suelen
tomar formas seductoras para engañar a los incautos. Me parece que adivino sus
maleficios en los ojos y en sus ademanes; éste es, sin duda, el enemigo que
indicaba el talismán.
-¡Hijo de
Abu Ajib -replicó gel rey, tú serás muy sabio y muy previsor en todo lo que me
ocurra; no lo niego; pero no eres muy experto en asuntos de mujeres! En esa
ciencia me las apuesto con todo el mundo, aun con el sapientísimo rey Salomón
con todas sus mujeres y concubinas. Respecto a esta joven, no veo en ella nada
maléfico: es hermosa en verdad y mis ojos encuentran suma complacencia
recreándose en sus encantos.
-Escucha,
¡oh rey! -le dijo el astrólogo: te he proporcionado muchas victorias por medio
de mi mágico talismán, pero nunca he participado del botín; dame, pues, en
buena hora esa cautiva para que me distraiga en mi soledad pulsando la lira de
plata. Si es (como sospecho) una hechicera, yo le proporcionaré un antídoto
contra sus maleficios.
-¡Cómo!...
¿Más mujeres? -le contestó Aben-Habuz. ¿No tienes ya bastantes bailarinas para
que te diviertan?
-Sí; tengo
bastantes bailarinas, es cierto; pero no tengo ninguna cantora. Me agradaría
tener mis ratos de música, que me solazasen e hiciesen descansar mi imaginación
cuando está fatigada por el estudio.
-¡Vete al
diablo con tus peticiones! -exclamó el rey, agotada ya su paciencia. Esta joven
la tengo destinada para mí. Siento tanto deleite con ella como David, padre del
sabio Salomón, con la compañía de Abisag la sulamita.
Los
reiterados ruegos e insistencias del astrólogo agriaron más la terminante
negativa del monarca, separándose ambos muy despechados. El sabio se retiró a
su cueva para devorar el desaire, no sin que antes de irse le aconsejara
repetidas veces al rey que no se fiase de su peligrosa cautiva; pero ¿dónde se
ha visto viejo enamorado que oiga consejos? Aben-Habuz dio rienda suelta a su
pasión, y todos sus cuidados consistían en hacerse amable a los ojos de la
gótica beldad; y, aunque no tenía juventud que le hiciese simpático, era
poderoso, y los amantes viejos son generalmente generosos. Revolvió el Zacatín
de Granada comprando los más preciados productos orientales: sedas, alhajas,
piedras preciosas, exquisitos perfumes, cuanto el Asia y el África producen de
espléndido y rico, otro tanto le regaló a la hermosa cautiva. También inventó
mil clases de espectáculos y festines para divertirla conciertos, bailes,
torneos, corridas de toros; Granada en aquella época ofrecía una perpetua
diversión. La princesa cristiana miraba todo este esplendor sin asombrarse,
como si estuviese acostumbrada a la pompa y magnificencia, y recibía todos los
obsequios como un homenaje debido a su rango, o más bien a su hermosura, pues
estaba más pagada de su belleza que de su elevada posición. Había más: parecía
complacerse secretamente en incitar al monarca a que hiciese dispendios que
mermasen su tesoro, estimando su extravagante generosidad como la cosa más
baladí del mundo. A pesar de la constancia y esplendidez del viejo amante,
nunca pudo éste vanagloriarse de haber interesado su corazón; y si bien ella
jamás le puso mal semblante, tampoco le sonreía, y cuando él le declaraba su
amorosa pasión, ella le correspondía tocando su lira de plata. Había, sin duda
alguna, cierta magia en los acordes de aquella lira, pues instantáneamente
producían un efecto letal en el anciano; un sopor irresistible se empezaba a
apoderar de él, y concluía por quedar sumido en él profundamente; mas cuando
despertaba, se encontraba extraordinariamente ágil y curado para tiempo de sus
amores. Esto le contrariaba sobremanera, aunque sus letargos iban acompañados
de plácidos ensueños, pues sus sentidos se iban embotando; y, por otro lado,
mientras el regio amante pasaba todos los días en este estado de estupor e
imbecilidad, en Granada se censuraban sus chocheces, creciendo cada día más las
quejas y rumores del pueblo por las prodigalidades y despilfarros que le
costaban las fatales canciones de aquella favorita.
Entretanto,
los peligros arreciaban, y contra ellos el famoso talismán llegó a ser
ineficaz. Estalló una insurrección en la misma capital; el palacio de
Aben-Habuz fue asediado por la muchedumbre armada, resuelta a atentar contra su
vida y contra la de la funesta cristiana favorecida. El apagado espíritu
guerrero renació súbita-mente en el pecho del monarca, y poniéndose a la cabeza
de sus guardias, hizo una salida y dispersó briosamente a los insurrectos, con
lo que ahogó la sublevación en su origen.
Cuando se
restableció la calma, buscó al astrólogo, que aún continuaba retraído en su
cueva, devorando el amargo recuerdo de su negativa.
-¡Oh sabio
hijo de Abu Ajib! Bien me anunciaste los peligros de la bella cautiva; dime, tú
que evitas el peligro con tanta facilidad, qué debo hacer para librarme de él
en adelante.
-No seas
duro y desconfiado, ¡oh profundísimo filósofo! Considera la doble aflicción de
un monarca y un amante, y excogita algún medio para librarme de los desastres
que me amenazan. Nada me importa ya la grandeza ni el poder; solamente anhelo
el descanso, y quisiera encontrar algún tranquilo retiro donde huyera del
mundo, de los cuidados, de las pompas y desengaños, y donde dedicara mis
últimos días a la tranquilidad y al amor.
-He oído
hablar de ese jardín, que se cita en el Corán en el capítulo titulado La
aurora del día. He oído también contar cosas maravillosas de ese
jardín a los peregrinos que vienen de la Meca; pero las creo fabulosas como
muchas de las que cuentan los viajeros que han visitado remotos países.
-No desacredites, ¡oh rey!, las narraciones de los viajeros -dijo gravemente el astrólogo, porque encierran preciosos conocimientos traídos desde los confines de la tierra. Todo cuanto se dice del palacio y del jardín del Irán es cierto; yo mismo lo he visto con mis propios ojos. Escucha lo que a mí me sucedió, que en ello encontrarás cosa parecida a la que tú deseas.
En mi juventud, cuando yo no era más que un pobre árabe errante del desierto, cuidaba de los camellos de mi padre. Atravesando cierto día el desierto de Aden, uno de ellos se me separó de la caravana y se perdió. Yo lo busqué durante algunos días, pero todo fue inútil, hasta que, ya rendido, me tendí una tarde bajo una palmera, junto a un pozo ya casi del todo seco. Cuando desperté me encontré a las puertas de una ciudad; entré en ella y vi que había suntuosas calles, plazas y mercados; pero todo en silencio y sin habitantes. Anduve errante hasta que descubrí un suntuoso palacio, y en él un jardín adornado de fuentes y estanques, alamedas y flores, y árboles cargados de delicadas frutas; pero no se veía allí alma viviente. Sobrecogido por tanta soledad, me apresuré a salir, y, cuando iba por la puerta de la ciudad, volví la vista hacia el mismo sitio, pero ya no vi nada más que el silencioso desierto que se extendía ante mi vista.
Por aquellos alrededores me encontré con un anciano derviche, muy versado en las tradiciones y secretos de aquel país, y le conté extensamente cuanto me había sucedido. «Ése, es -me dijo- el famoso jardín del Irán, una de las portentosas maravillas del desierto. Sólo aparece raras veces a algún que otro viajero como tú, fascinándole con el panorama de sus torres, palacios y cercas de jardines poblados de árboles cargados de exquisitas frutas que se desvanecen después, no quedando otra cosa que el solitario desierto. El origen de este jardín fue que en tiempos pasados, cuando este país estuvo habitado por los Additas, el rey Sheddad, hijo de Ad y bisnieto de Noé, fundó aquí una rica ciudad. Cuando estuvo concluida y vio su magnificencia, se enorgulleció su corazón, y determinó edificar un palacio con jardines que rivalizasen con los del paraíso celestial que describe el Corán; pero la maldición de Allah cayó sobre él por su presunción. Él y sus vasallos fueron aniquilados, y su espléndida ciudad con el palacio y los jardines quedaron encantados para siempre y ocultos a la vista de los humanos, excepción hecha de alguna que otra vez en que suelen verse, para que quede perpetuo recuerdo a los hombres de su pecado.»
Esta historia, ¡oh rey!, y las maravillas que vi, quedaron tan impresas en mi imaginación, que, cuando estuve en Egipto algunos años después y poseía el libro del sabio Salomón, determiné volver a visitar el jardín del Irán. Lo hallé, en efecto, con ayuda de mi ciencia, y tomé posesión del palacio de Sheddad, permaneciendo algunos días en aquella especie de paraíso. El genio que guardaba aquellos sitios, obediente a mi mágico poder, me reveló el encantamiento con cuya ayuda se construyó aquel jardín, qué poder se había conjurado contra su existencia y por qué había quedado invisible. Un palacio y un jardín como éste, ¡oh rey!, puedo construirte aquí mismo, en la montaña que domina la ciudad. ¿No conozco todos los secretos de la magia? ¿No poseo el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón?
-¡Oh sabio hijo de Abu Ajib! -exclamó Aben-Habuz, frenético de ansiedad-. ¡Tú eres un gran viajero que ha visto y estudiado cosas maravillosas! Hazme un palacio como ése y pídeme lo que quieras, aunque sea la mitad de mi reino.
-¡Bah!... -replicó el astrólogo; ya sabes que soy un viejo filósofo que me contento con poca cosa. La única recompensa que te pido es: que me regales la primera bestia, con su correspondiente carga, que entre por el mágico pórtico del palacio.
El monarca aceptó con júbilo tan modesta condición, y el astrólogo comenzó su obra. En la cumbre de la colina, y por cima precisamente de su cueva subterránea, hizo construir un gran atrio o barbacana, en el centro de una inexpugnable torre.
Había primero un vestíbulo o porche exterior, y dentro el atrio, guardado con macizas puertas. Sobre la clave del portal esculpió el astrólogo con su propia mano una gran llave; y en la otra clave del arco exterior del vestíbulo, que es más alto que el del portal, grabó una gigantesca mano. Estos signos eran poderosos talismanes, ante los cuales pronunció ciertas palabras en una lengua desconocida.
Cuando esta obra estuvo concluida del todo se encerró por dos días en su salón astrológico, ocupándose en secretos encantamientos, y al tercero subió a la colina, pasando el día en ella. A horas bastante avanzadas de la noche se retiró de allí y se presentó a Aben-Habuz, diciéndole:
-Al fin, ¡oh rey!, he llevado a cabo mi obra. En lo alto de la colina hay el palacio más delicioso que jamás pudo concebir la mente humana ni desear el corazón del hombre. Está formado de suntuosos salones y galerías, de deliciosos jardines, frescas fuentes y perfuma-dos baños; en una palabra, toda la montaña se ha convertido en un paraíso. Está protegido, como el jardín del Irán, por poderosos encantamientos que lo ocultan a la vista y pesquisas de los mortales, excepto a la de aquellos que poseen el secreto de su talismán.
-¡Basta! -exclamó Aben-Habuz alborozado. Mañana al amanecer subiremos a tomar posesión.
El dichoso monarca durmió muy poco aquella noche. Apenas los primeros rayos del sol empezaron a iluminar los nevados picos de Sierra Nevada cuando montó a caballo, acompañado de algunos fieles servidores, y subió el estrecho y pendiente camino que conducía a lo alto de la colina. A su lado, y en un blanco palafrén, cabalgaba la princesa hispanogoda, resplandeciendo su vestido de pedrería y pendiente de su cuello la lira de plata. El astrólogo caminaba a pie al otro lado del rey, apoyándose en su báculo sembrado de jeroglíficos, pues nunca montaba ninguna cabalgadura.
Aben-Habuz quiso contemplar las torres del palacio brillando por encima del mismo, y los abovedados terrados de los jardines extendiéndose por las alturas, pero no veía nada.
-Éste es el misterio y la salvaguardia del palacio -dijo el astrólogo; nada se divisa hasta que se pasa el umbral del vestíbulo encantado y se entra dentro de él.
Cuando llegaron a la barbacana se detuvo el astrólogo y señaló al rey la mágica mano y la llave grabada sobre el portal y sobre el arco.
-Éstos son -le dijo- los amuletos que guardan la entrada de este paraíso. Hasta que aquella mano se baje y coja la llave no habrá poder mortal ni mágico artificio que pueda causar daño al señor de estas montañas.
Aben-Habuz hallábase embobado y absorto de admiración ante aquellos mágicos talismanes, cuando el palafrén de la princesa avanzó algunos pasos y penetró en el vestíbulo hasta el mismo centro de la barbacana.
-He aquí -gritó el astrólogo- la recompensa que me prometiste: la primera bestia con su carga que entrase por la puerta mágica.
Aben-Habuz se sonrió, creyendo que hablaba en broma el viejo astrólogo; pero, cuando comprendió que lo decía formalmente, tembló de indignación su blanca barba.
-¡Hijo de Abu Ajib! -le replicó airado- ¿qué engaño es éste? Bien sabes el significado de mi promesa: la primera bestia con su carga que entre en este portal. Toma la mula más resistente de mis caballerizas, cárgala con los objetos preciosos de mi tesoro, y es tuya; pero no intentes llevarte a esa cautiva, delicias de mi corazón.
-¿Para qué quiero las riquezas? -le contestó el astrólogo con menosprecio; ¿no tengo el Libro de la Sabiduría del sabio Salomón, y por medio de él puedo disponer de los secretos tesoros de la tierra? La princesa me pertenece por derecho; la palabra real está empeñada, y yo reclamo la joven como cosa mía.
La princesa observaba desdeñosamente desde el palafrén, sonriéndose al ver la disputa de aquellos dos vejetes sobre la pose-sión de su juventud y hermosura. La cólera del monarca pudo más que su discreción, y le dijo:
-¡Miserable hijo del desierto! Tú serás sabio en todas las artes, pero es menester que me reconozcas por tu señor, y no pretendas jugar con tu rey.
-¡Mi señor!... ¡Mi señor!... -añadió sarcásticamente el astrólogo. ¡El monarca de un montecillo de tierra pretende dictar leyes al que posee los secretos de Salomón! Pásalo bien, Aben-Habuz; gobierna tus estadillos y disfruta en ese paraíso de locos, que yo, entretanto, me reiré a costa tuya en mi filosófico retiro.
Esto diciendo, cogió la brida del palafrén y, golpeando la tierra con su báculo, se hundió con la hermosa princesa en el centro de la barbacana. Cerrose a seguida la tierra, no quedando huella de la abertura por donde habían desaparecido.
Aben-Habuz quedó mudo de asombro durante un gran rato; pero, desaturdiéndose después, ordenó que cavasen mil trabajadores con picos y azadones en el sitio por donde había desaparecido el astrólogo; pero por más que pretendían cavar todo era inútil, el seno de la montaña se resistía a sus esfuerzos, y cuando profundizaban un poco, la tierra se cerraba de nuevo. En vano también buscó la entrada de la cueva que conducía al palacio subterráneo del astró-logo, al pie de la colina, pues nada se encontró. Donde antes había una caverna no se veía ya sino la sólida superficie de una dura roca; al desaparecer Ibrahim Eben Abu Ajib concluyó la virtud de su talismán: el jinete de bronce quedó fijo con la cara vuelta a la colina y señalando con su lanza el sitio por donde el astrólogo desapareció, como si se ocultase allí algún mortal enemigo de Aben-Hamuz.
De vez en cuando se oía débilmente el sonido de un instrumento y los acentos de una voz femenina en el interior de la montaña. Cierto día trajo noticia al rey un campesino de que en la noche anterior había encontrado un agujero en la roca, por el cual se metió hasta llegar a un salón subterráneo, donde vio al astrólogo recostado en un espléndido diván, dormitando a los acordes de la lira argentina de la princesa, que parecía ejercer mágico influjo sobre sus sentidos.
Aben-Habuz buscó el agujero de la roca, pero ya se había cerrado. Intentó por segunda vez desenterrar a su rival, pero todo fue inútil, pues el encantamiento de la mano y la llave era poderosísimo para que los hombres pudiesen contrarrestarlo. En cuanto a la cumbre de la montaña, permaneció en adelante yermo y escabroso el sitio que debió ocupar el palacio y el jardín, y el prometido paraíso quedó oculto a la mirada de los mortales por arte mágica, o fue una fábula del astrólogo. La gente opta crédulamente por esto último, y unos lo llaman «La locura del rey», y otros «El paraíso de los locos».
Para colmo de las desdichas de Aben-Habuz, los enemigos circunvecinos a quienes había provocado y escarnecido a su gusto mientras poseyó el secreto del mágico talismán, al saber que ya no estaba protegido por ninguna influencia mágica, invadieron su territorio por todas partes, y el resto de su vida lo pasó el mala-venturado monarca atormentado por alborotos y disturbios.
En fin: Aben-Habuz murió, y lo enterraron ha ya luengos siglos. La Alhambra se construyó después sobre esta célebre colina, realizándose en gran parte los portentos fabulosos del jardín del Irán. La encantada barbacana existe todavía, protegida, sin duda, por la mágica mano y por la llave, formando actualmente la Puerta de la Justicia, que constituye la entrada principal de la fortaleza. Bajo esta puerta -según se dice- permanece todavía el viejo astrólogo en su salón subterráneo, dormitando en su diván, arrullado por los acordes de la lira de plata de la encantadora princesa.
Los centinelas inválidos que hacen la guardia en la puerta suelen oír en las noches de verano el eco de una música, e, influidos por su soporífico poder, se quedan dormidos tranquilamente en sus puestos; y es más: se hace en aquel sitio tan fuertemente irresistible el sueño, que aun aquellos que vigilan de día se quedan dulcemente dormidos en los bancos, siendo, en suma, aquel sitio la fortaleza militar de toda la cristiandad en que más se duerme. Todo lo cual -según cuentan las antiguas leyendas- seguirá ocurriendo de siglo en siglo, y la princesa continuará cautiva en poder del astrólogo, y éste, asimismo, permanecerá en su sueño mágico hasta el día del juicio final, a menos que la histórica mano empuñe la llave y deshaga el encantamiento de esta colina.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
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