Una de las historias
coloniales que originó el nombre de la calle “niño perdido”, hoy Eje Central,
es la que ahora presentamos a nuestros lectores, por ser la más aceptable y
sobrecogedora.
El suceso tuvo lugar
en lo que hace algunos años fue la esquina Arcos de Belén y Niño Perdido. Ahí, en
1652, existía una laguneta, y cerca de ella, una casa grande, elegantemente
construida, a la que mucho tiempo después se llamó “casa del apartado”, ya que
este lugar se destinó a apartar el oro y la plata.
La casa era habitada
por Don Adrián de Villacaña, hombre entrado en años, viudo, y padre de un niño
de unos ocho o nueve años de edad. El pequeño Lauro de la Luz llevaba una vida
apacible al lado de su padre. Disfrutaba de cierta libertad, ya que podía
ausentarse de su morada para ir a jugar a los alrededores, especialmente a la
laguneta, su lugar de recreo favorito.
Ahí se encontraba
precisamente el 30 de marzo de dicho año, día que sería definitivo para el
rumbo de su existencia.
Mientras que en la
casa mayor se arreglaba y disponía todo con esmero para recibir a la persona
que vendría de España, dos muchachas salían en busca del niño, apresuradas e
inquietas, ya que el infante debía estar vestido con propiedad, de acuerdo a la
ocasión.
Después de rodear la
laguna y llamarlo a gritos, lo descubrieron en una de sus orillas.
-¿Niño Lauro, en dónde
andáis?
-Aquí -contestó el
niño. No hagáis ruido, por favor, que espantáis a los peces.
-Pero si aquí no hay más
que ajolotes.
-Aún así, no los
espantéis.
-Vamos ya; venid, que
vuestro padre os llama con urgencia.
-Está bien, está bien.
El niño fue llevado
ante su padre, quien lo miró con severidad.
-¡Pero mirad como
traéis vuestras ropas, Lauro! ¡Venís cubierto de lodo!
-Estaba jugando, padre
-contestó el niño, aún malhumorado porque lo habían quitado de sus juegos.
-Bien, bien -dijo el
padre. Y dirigiéndose a una de las sirvientas, ordenó:
-Aseadle y ponedle
ropa apropiada para recibir a Doña Elvira.
Llevado de la mano por
la muchacha, el padre ya no vio la cara interrogante del niño, quien preguntó:
-¿Por qué me arregláis
con tanto esmero?
-Tendréis que estar
correcto para recibir a vuestra madre.
-¡Pero mi madre está
muerta! ¡Yo no tengo dos madres!
-La dama que llega hoy
de España se casará con vuestro padre, niño. Por eso será vuestra madre.
-¡No! ¡Nana Ricarda me
ha dicho que mi madre está en el cielo! ¡No tendré nunca otra madre!
¡Entendedlo! ¡No llamaré madre a esa mujer!
Desde el momento en
que Doña Elvira descendió del carruaje, apoyada galantemente por Don Adrián de
Villacaña, el niño supo que, en efecto, esa mujer no podría ocupar el lugar de
su progenitura. Vestida con elegancia y sobriedad, propio de una mujer madura,
su talante denotaba claramente un carácter difícil. Su mirada, exenta de toda
ternura, se posaba distante en la servidumbre, amable ante Don Adrián, pero
cuando miró al pequeño, desde su elevada estatura, su expresión endureció por
completo, comprendió que no lo adoptaría jamás.
-¿Éste es vuestro
hijo?
-Y también será el
vuestro. Señora.
-Contestó Don Adrián.
-No se equivocaron
quienes me dijeron que se parecía a su madre.
-Sí, se parece a la
señora cuyo puesto venís a ocupar.
Casaron de inmediato y
conforme el transcurso de los días, Doña Elvira fue sintiendo el peso de su
condición. Era la señora de la casa, cierto, pero venía a “ocupar un lugar”,
como le había dicho su esposo, un lugar vacío.
Así, empezó a tomar
mayor aversión al pequeño. Lo odiaba en silencio, al igual que a la casa que habitaba,
pues toda ella contenía la presencia de la difunta: el estilo y disposición de
los muebles, los finos cortinajes, los candelabros y figuras de ornato, y
especialmente el retrato de la mujer, que ocupaba la pared central de la sala. El porte natural de
la difunta, su belleza, y la expresión dulce y sosegada que dominaba su rostro,
parecía una burla ante Doña Elvira, burla sellada a diario por el enorme
parecido del niño con su madre.
Ésta observaba el
cuadro con desdén, diciendo para sus adentros “Ah, cuánto os odié desde
siempre, tanto como odio a vuestro maldito hijo. Si no fuera porque anhelé ser
la esposa de Don Adrián, jamás habría venido a la Nueva España ”.
Sin embargo, Doña
Elvira tuvo buen cuidado de no mostrar sus sentimientos ante el niño y menos a
su esposo, de modo que, cuando llegó aquel fatídico día, fingió un enorme pesar
y angustia ante su señor.
-¡Bendito Dios que
habéis llegado, Don Adrián?
-¿Qué es lo que
sucede?
-¡Vuestro hijo! ¡El
niño se ha perdido!
-¡No es posible!
¿Lauro perdido?
-Sí, Señor mío, desde
esta mañana no le encontramos.
-¡Hablad, insensatos!
-dijo a la servidumbre que allí se encon-traba. ¿Dónde lo habéis visto por
última vez?
-En casa, señor amo
-contestó la sirvienta.
-Mas como le da por
irse a jugar a la laguneta...
-¡Pronto! Reunid a
toda la servidumbre e id a buscar a la laguneta. ¡Daos prisa, por Dios!
Durante muchas horas
la gente recorrió la laguna; unos sondeaban en las orillas, otros remaban en
las aguas, se sumergían, hundían varas largas hasta tocar el fango, sin que
nada encontraran. Un día más se repitió la búsqueda hasta que, al anochecer,
Don Adrián, de pie en las orillas, miró acercarse a una servidumbre exhausta y
triste. El más resuelto se acercó a él:
-Patrón, yo creo que
se lo tragó la laguna. ¡Dios se apiade del niño Lauro!
Los años pasaron y Don
Adrián enfermó de pena. Nada quedaba de su donaire. Si bien no había sido un
hombre atractivo, poseía unos ojos grandes, color de miel, que miraban con
profundidad, y un bigote que juntado a la barba le cerraba virilmente los
labios gruesos. Mas todo en él había cambiado, sobre todo su gesto; antes
sereno, se volvió severo, oscuro, más en las noches en que veía pasar, como una
sombra, la figura altiva y silenciosa de Doña Elvira.
Su corazón le decía
que no estaba equivocado, cuando pensaba que esa mujer conocía la verdad de la
desaparición de su hijo. Quizá no se había enamorado nunca de ella, pero creyó
que se acompañarían de buen agrado. Ahora su sentimiento era extraño, una
mezcla de recelo y de costumbre los unía. Mas el vínculo conyugal se hallaba
roto, apenas se dirigían la palabra. Encerrados en las frías habitaciones de
la gran casona, Doña Elvira se consolaba admirando sus bellos y costosos
vestidos.
-¿No os cansáis de
mirar esos trajes, mujer?
-No. Dejadme, ya que
nunca los usé. Siempre soñé con mostrarlos en reuniones y en saraos, pero nunca
me invitasteis, a gracia de...
-Sí, por la pena que
me causa la desaparición de mi hijo, no os lo puedo negar.
-¿Y qué culpa tengo yo
de eso?
-No lo sé, Señora, no
lo sé...
-Os sumergís en
vuestra pena y me arrastráis también.
-Imposible evitarlo. Más
creo que la muerte me hará olvidarlo todo.
Dos años después, Don
Adrián vio cumplido su deseo. Murió a causa del dolor, dice la leyenda.
Mucho tiempo después,
se acercaba en dirección a la casa un carruaje, cuyo cochero llevaba como
pasajera a una muchacha llamada Dorotea, sobrina de una de las criadas más
antiguas, que había sido llamada por ésta para entrar en el servicio de la
casa.
Expectante y un tanto
insegura, por ser la primera vez que se alejaba de su hogar, la muchacha
recibió en boca del cochero los indicios de lo que sería su terrible
experiencia en la casa mayor.
-Así que vais a servir
en casa de Doña Elvira de Zúñiga. ¡Dios nos ampare, muchacha, no durareis mucho
tiempo!
-¿Por qué decís tal?
-contestó asombrada Dorotea.
-No digáis una palabra
de esto, pero dicen que esa vieja está poseída del demonio. Y más que por el
demonio, también por los fantasmas.
-¡Dios alabado!
-Cuidaos mucho. Y
decidme: ¿habréis traído consigo una reliquia?
-La llevo atada al
cuello.
-Bien. No os
despeguéis de ella, os hará mucha falta. Y en cuanto a la vieja, tenedla bien
vigilada.
Con tan malos augurios
la joven llegó a la casa, en cuya puerta de entrada la esperaba un criado. Éste
la condujo hasta la cocina, donde su tía Casilda le aguardaba. La recibió
amable, le ofreció chocolate caliente y una buena cena, para en seguida
mostrarle su cuarto.
A la luz de una vela,
la anciana le explicó sus obligaciones:
-Recibiréis vuestra paga
y una buena alimentación, mas deberéis ser discreta.
-Os obedeceré en todo,
tía.
-Escuchéis cuanto
escuchéis, y veáis cuanto veáis, no diréis nada a nadie ajeno a esta casa.
¿Entendisteis bien?
-Sí, tía, pero sabed
que siento un gran temor por esta casa. Decidme de la señora...
-La ama está enferma,
eso es todo.
La tía se levantó de
su asiento, y antes de irse le advirtió:
-Vuestro cuarto queda
cerca de su alcoba. Si llama, no acudáis si no es preciso. Buenas noches.
Su temor aumentó con
esta noticia. Ahora estaba sola, en una habitación que era sencilla y cómoda,
pero Dorotea apenas si lo notaba, absorta como estaba en sus pensamientos.
“¿Cómo podré saber cuál es el momento preciso? ¿Cómo será esa mujer?”.
Esa noche tuvo un sueño intranquilo, apenas si logró descansar.
Al día siguiente, pudo
olvidar un poco sus temores, ocupada en la cocina la mayor parte del día. Sin
embargo, al llegar la noche, tuvo que pasar por la puerta de la alcoba de Doña
Elvira, ya que desde una de las entradas del pasillo que conducía a su
habitación, se encontraba la alcoba de la señora, antecediendo a la suya.
El retrato de Don
Adrián de Villacaña, colocado a un lado de la entrada, no fue lo que la detuvo
de repente. Fue el ruido que escuchó, del otro lado de la habitación; el roce
de pesadas telas y el fru-frú de una falda de brocatel.
El saber que estaba
despierta, escuchar sus pasos lentos, la dejaron paralizada, pero
instintivamente tomó entre sus manos la medalla que le colgaba del cuello y se
alejó presurosa. Se metió a la cama sin desvestirse, rezando, pidiendo al cielo
protección. Así estuvo por un tiempo que le pareció interminable. No podía
dormir. Rezaba y deseaba estar lejos de ahí. De pronto, oyó el rechinar de su
puerta, vio que ésta se abría lentamente, y a la luz de una vela, miró una
forma humana.
-¡Amparadme dios mío!
Apenas se escuchó
decir, pero se tranquilizó cuando vio que se trataba de una sirvienta, de las
más antiguas, lo mismo que su tía. La mujer, llamada Ricarda, se acercó con una
vianda y le ordenó:
-Tomad, llevad esta
leche con azahares para la señora ama.
-Pero... ¿he de ser
yo?
-Sí, desde hoy seréis
vos quien le lleve todas las noches la leche a la ama.
¡Qué tarea tan difícil
le habían señalado!, pensaba. No se atrevía a abrir la puerta de la alcoba; las
manos, temblorosas, agitaban la pequeña charola de plata, y el vaso en ella
colocado. Al fin abrió, para vislumbrar, al fondo, y en medio de la tenue
oscuridad apenas iluminada por una escasa vela, el lecho de la señora. Con un dosel
construido con fina madera y cortinajes de hermosas telas, el lecho parecía
lúgubre, tétrico. Más bien semejaba la tumba del ser que apenas, a lo lejos, se
veía.
Conforme se acercó,
pudo apreciar la terrible visión: la mujer, rígida y extendida a lo largo del
lecho, tenía los ojos abiertos, con la expresión de un muerto que acaba de
dejar la vida. La
boca, levemente entreabierta, parecía exhalar aire, pero ningún ruido se
escuchaba, ningún movimiento de respiración, lo mismo que en el pecho, cuyas
manos huesudas y arrugadas se hallaban entrelazadas sobre éste. Dorotea no
quería respirar, no quería mirar. Las cortinas se hallaban recogidas, apenas si
tenía que levantarlas un poco.
Al fin, tras darse
cuenta de que estaba inmóvil, quizá dormida, quería creer, adelantó unos pasos.
Depositó la charola con el vaso sobre la pequeña mesita de noche, sin hacer el
menor ruido, el menor tintineo que despertara a ese ser espantoso. Pero
entonces, una mano fría, delgada, oprimió con fuerza la muñeca de su mano. Como
un espectro, la mujer apareció ante ella. Violenta, con los ojos amarillentos
que parecían desprender llamas, y sin dejar de oprimir su mano, le dijo:
-¿Por qué andáis
diciendo que yo maté al niño? Decidme, pequeña criatura.
Ante la insólita
pregunta, la muchacha no supo qué decir.
-¡Responded! ¿Por qué
andáis diciendo que yo maté al niño?
-¡Por amor de Dios,
señora, yo no dije tal!
-¡Os sacaré los ojos,
os arrancaré la lengua con mis uñas, muchacha embustera!
Doña Elvira persiguió
a la sirvienta, que echó a correr rumbo a la puerta. A sus gritos
acudieron las viejas sirvientas, que dominaron la situación en seguida.
-Vamos, señora ama,
¡calmaos! Descansad, nadie os volverá a molestar.
Al día siguiente, muy
temprano, Dorotea buscó a su tía, resuelta a marcharse. La vieja Casilda , que
en ese momento se ocupaba de arreglar las plantas de una jardinera, en el
corredor exterior de la casa, escuchó con paciencia su decisión, mas antes de
contestarle, apareció tras de ellas una sirvienta, que dijo fríamente:
-Ya no habrá necesidad
de que os marchéis, muchacha. La señora ha muerto.
Con la promesa de irse
juntas una vez que llegara la persona que se haría cargo de la casa, su tía le
pidió ayuda en el arreglo de la alcoba de la difunta, a lo que tuvo que acceder
Dorotea. Iba temerosa, pero a la vez, una curiosidad morbosa la impelía. Cuando
entró en la alcoba, el vaho de la muerte aún impregnaba el lugar, pese a los
ventanales abiertos y las cortinas corridas, que permitían la entrada libre de
la luz y el aire.
Miró de reojo el
lecho, vio el perfil de la muerta, mas un impulso la hizo fijarse por completo
en ella, y acercarse. La anciana yacía en su lecho, rígida, pálida, vestida con
las mismas ropas que la noche anterior de su pesadilla. Sus ojos,
desmesuradamente abiertos, no albergaban expresión alguna.
Dorotea tuvo que
esforzarse por concentrarse cuando su tía le ordenaba sus ocupaciones; se
animaba en parte por la presencia de los demás sirvientes, que sin mayor
emoción preparaban a la muerta.
Un día después, tras
el entierro, dispuesto por las ancianas sirvientas a falta de un patrón, todo
volvió a la normalidad, a ese pesado ambiente de encierro, a esa opresión que
lo envolvía todo con su halo de muerte y terror, y que iba creciendo conforme
llegaba la noche.
Cuatro meses hubo que
esperar hasta que por fin llegó Don Tomás de Villacaña, hermano del finado Don
Adrián. Una vez que tomó posesión de la finca, Don Tomás determinó que la casa
sería clausurada. Liquidó a la mayoría de los sirvientes, y reunió a las viejas
criadas, a quienes dijo:
-Habéis servido a mi
hermano y a doña Elvira fielmente. Os gratificaré espléndidamente, no pasaréis
apuros en vuestra vejez.
-Gracias, caballero.
Os agradecemos infinitamente.
-Respondieron Casilda y Ricarda.
-Apuráos, pues, que
mañana cerraremos la casa y nos marcharemos todos.
-Todo estará listo,
señor amo.
Tras la muerte de Doña
Elvira, la muchacha seguía ocupando la misma habitación que le destinaron desde
su llegada. En su momento, pidió a su tía que le permitiera quedarse en otro
lugar, pero ésta alegó que la difunta descansaba en paz, como al parecer así
ocurría, la muchacha al fin se acostumbró.
Llegada esa noche, la
última en esa casa, la limpieza y el orden de muebles y objetos, así como los
preparativos para el viaje próximo, habían agotado a la joven. Sus sentimientos
oscilaban: sentía una gran alegría por retornar de nuevo a su hogar, con su
familia, sus conocidos; una sensación de descanso la embargaba, a sabiendas que
al fin dejaría esa casa, con sus terribles recuerdos. Y sin embargo, experimentaba
una gran angustia, como si algo extraño empezara a invadir la casa, algo más
allá que su atmósfera lúgubre, triste, que su olor a encierro y humedad. Era
como una presencia viva.
Trataba de sacudirse
estos pensamientos que la afectaban precisamente a esa hora en que caminaba por
el pasillo rumbo a su habitación, cuando de pronto, al pasar por la puerta que
tanto temía, percibió con mayor fuerza esa presencia. Sin poder avanzar, quedó
recargada en la pared, cuando escuchó, del otro lado de la alcoba de la
difunta, un ruido de pasos, pesadas telas, y el fru-frú de una larga falda de
brocatel.
Entonces, volvió el
rostro y la vio: Doña Elvira salía de la habitación, envuelta en una luz
extraña que destacaba su rostro macilento y al mismo tiempo daba fulgor a sus
ojos de muerta, a su expresión decidida. Llevaba una llave luminosa en la mano,
y sujetándola con fuerza, sin notar la presencia de la joven, se alejó,
caminando pesadamente hasta el fondo del pasillo. Al llegar ahí, tomó la llave
y abrió una puerta, para desaparecer tras ella.
Dorotea perdió el
aliento, no supo cómo fue que gritó, enfoquecida:
-¡El fantasma de Doña
Elvira! ¡Dios nos guarde!
A los gritos acudieron
las sirvientas y Don Tomás.
-¿Qué sucede,
muchacha? ¿Por qué gritáis de esa forma?
Preguntó Don Tomás,
espada en mano.
La joven relató lo
sucedido:
-¡Era ella, señor, os
lo juro! ¡Entró por esa puerta! -decía señalando al fondo.
-¿Puerta? ¡Pero si
allí no existe puerta alguna! -contestó Don Tomás, mientras caminaba hacia el
lugar que la muchacha indicaba.
-¡Os lo juro! ¡Había
una puerta ahí! ¡Ella la abrió con una llave luminosa!
-Aguardad, ahora
recuerdo algo... Sí, venid conmigo.
La joven siguió a Don
Tomás, quien extrajo una llave de un arcón, colocado entre varios muebles y
objetos desordenados, en el sitio que fuera el costurero de la señora.
-Mirad, recién
descubrí esta llave en este arcón. Pero miradla bien. ¿Se parecía a ésta?
La muchacha la observó
por unos momentos.
-Creo que... ¡Es la
misma!
-¡Dios alabado! Bien.
Por ahora descansad, mañana traeré hombres para que tiren la pared. Si el fantasma de
mi cuñada quiere mostrarnos algo ¡Lo hallaremos!
Muy de mañana, al día
siguiente, dos hombres comenzaron a romper el muro en el lugar donde la
muchacha había visto la
puerta. Tras destruirlo con unos picos de metal, algunas
horas después, descubrieron una puerta forrada de láminas de plomo. Don Tomás
ordenó descubrirla por completo. A continuación, los hombres se colocaron en
cada lado de la puerta, tiraron la mezcla, y con la ayuda de un pico largo de
grueso metal metido a presión, introdujeron los picos hasta afianzarlos, y
tiraron de ellos hasta derribarla.
Al fin, quedó al
descubierto la
puerta. Entonces , Don Tomás probó la llave, que cedió al
instante. Al empujar, crujió la puerta con un chirrido; sus goznes viejos
parecían quejarse. Y en el interior, una oquedad oscura se veía y un olor a
polvo viejo.
Don Tomás tosió por
unos momentos, tras inhalar el polvo que se alzó con el aire de la puerta
abierta. Se quedó mirando al interior, y trémulo ordenó:
-¡Pronto! ¡Traed una
luz! ¡Parece que hay alguien allí dentro!
Una de las sirvientas
le entregó una vela encendida. Él dio unos pasos hacia el interior. Alumbró la
estancia en varias direcciones, le pareció ver algo. Entonces, al dirigir la
vela hacia un rincón del estrecho cuarto, gritó:
-¡Dios santo! ¡Qué
cosa tan espantosa!
-¿Qué habéis visto,
señor? -Preguntaron los sirvientes y trabajadores, que al fin se atrevieron a
entrar.
-Algo horrible ahí, en
el rincón, ¡Parece un animal momificado, como un mono!
-¿Un mono decís?
-Preguntó la vieja Ricarda.
-Sí, es una cosa
pequeña...
En ese instante, la nana Ricarda se
estremeció, al recuerdo de otros años, de un presentimiento callado siempre
para sí.
-¡El niño, Dios mío!
La mujer se precipitó
al interior para hacer el más terrible descubrimiento.
-Sí, es el niño, mi
niño Lauro... ¡Mire sus ropas! ¡Son las mismas que llevaba el día en que se
perdió!
Sentado en el piso y
apoyando las manos sobre sus rodillas dobladas, yacía la pequeña momia. Su cabello,
ralo, pajizo, cubría su rostro, cuya piel, corrompida y dura como un cartón,
conservaba una expresión de horror y desaliento.
-Decidme ¿Qué le
sucedió al niño? preguntó la mujer, desconsolada, al ver su aspecto.
-No sé... -dijo Don
Tomás. Creo que lo encerraron, y murió de hambre y de pena.
De pronto, el
semblante de la mujer se encendió.
-¡Fue ella! ¡Fue doña
Elvira! ¡Por eso sufrió tanto en su vida, Don Tomás! En sus últimos años
padeció terribles dolores, gritaba en las noches como enloquecida.
-Al fin sabemos lo que
sucedió con el niño perdido. Llevaremos sus restos al cementerio, -dijo Don
Tomás, apesadumbrado por el secreto de la familia.
Más cuando se inclinó
para tomar los restos del niño, una ráfaga de aire levantó los despojos, hechos
polvo. ¡Los restos del niño desaparecieron! Parecía que un hado terrible lo
seguía persiguiendo.
0.081.3 anonimo (sudamerica) - 000
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