En los
claustros del muy antiguo convento benedictino de Santo Domingo de Silos, en
Castilla, se encuentran -desmoronándose, pero aún magníficos- los monumentos
de la otrora poderosa y noble familia de Hinojosa. Entre ellos está, en mármol,
la figura yacente de un caballero, con la armadura puesta y con las manos
juntas, como si se hallase en oración. En una cara del sepulcro hay un relieve
que muestra una partida de caballeros cristianos capturando una cabalgata de
moros y moras; en la cara opuesta, los mismos caballeros están representados de
rodillas ante un altar. El sepulcro, al igual que la mayor parte de los monumentos
vecinos, está medio en ruinas, y la escultura resulta casi indescifrable, salvo
para el ojo experto del anticuario. Sin embargo, la historia relacionada con el
sepulcro se conserva aún en las viejas crónicas españolas, y es la siguiente.
Antiguamente,
hace varios cientos de años, vivió un noble caballero castellano, llamado Don
Munio Sancho de Hinojosa, señor de un castillo fronterizo, que había resistido
las acometidas de más de una incursión mora. Don Munio contaba con una tropa
propia de setenta hombres, todos ellos de rancio abolengo castellano:
vigorosos guerreros, jinetes tenaces y hombres de hierro. Con ellos recorría el
territorio moro, haciendo que su nombre fuese temido a lo largo de las
fronteras. El salón de su castillo estaba repleto de estandartes, cimitarras y
yelmos musulmanes, trofeos de su corage. Don Munio era, además, un gran aficionado
a la caza, y poseía sabuesos de todas clases, corceles para la montería y
halcones para el noble arte de la cetrería. Cuando no estaba ocupado en la guerra,
su mayor placer era batir los bosques cercanos; y rara vez salía a caballo sin
sabuesos y cuernos de caza, una jabalina en la mano o un halcón en el puño, y
sin la compañía de un séquito de monteros.
Su mujer, Doña
María Palacín, era de carácter amable y tímido, poco idónea para ser la esposa
de un caballero tan intrépido y aventurero; y más de una lágrima derramó la
pobre mujer cuando él marchaba a sus audaces empresas, y más de una oración
ofreció por su seguridad.
Un día que
este esforzado caballero se encontraba cazando, se apostó en unos matorrales,
en la linde de un verdegueante claro del bosque, y dispersó a sus monteros para
que levantasen la caza y la condujesen hacia su puesto. No llevaba allí mucho
tiempo, cuando una cabalgata de moros de ambos sexos llegó retozando por el
calvero; no llevaban armas e iban vestidos suntuosamente con túnicas de seda
bordadas en plata y oro, ricos chales de la India, pulseras y ajorcas de oro, y
joyas que relucían al sol.
A la cabeza de
esta alegre comitiva cabalgaba un joven caballero, superior a los demás en la
dignidad y altivez de su porte, así como en lo espléndido de su atavío; junto a
él iba una damisela, cuyo velo, levantado por la brisa, dejó ver un rostro de
incomparable belleza, con los ojos bajos en virginal modestia, pero radiantes
de ternura y alegría.
Don Munio dio
gracias a su fortuna por enviarle semejante presa y se regocijó pensando en
llevar a casa para su esposa los deslumbrantes despojos de aquellos infieles.
Llevándose el cuerno de caza a los labios, dio un toque que resonó por todo el
bosque. Sus monteros llegaron corriendo de todas partes, y los sorprendidos
moros fueron rodeados y hechos prisioneros.
La hermosa
mora retorcía desesperada las manos y sus doncellas lanzaban los gritos más
desgarradores. Únicamente el joven caballero moro conservó la serenidad.
Preguntó el nombre del caballero cristiano que mandaba aquella tropa de
jinetes. Cuando le dijeron que era Don Munio Sancho de Hinojosa, su rostro se
iluminó. Aproximándose a este caballero y besándole la mano, le dijo:
-Don Munio
Sancho, he oído hablar de vuestra fama de caballero leal y valiente, terrible
con las armas, pero instruido en las nobles virtudes de la caballería. A tal
confío en encontrar en vos. Tenéis ante vos a Abadil, hijo de un alcaide moro.
Me dirijo a celebrar mis nupcias con esta dama; la casualidad nos ha puesto en
vuestro poder, pero confío en vuestra magnanimidad. Tomad todos nuestros
tesoros y joyas; exigid el rescate que os parezca oportuno por nuestras
personas, pero no permitáis que se nos insulte ni deshonre.
Al oír el buen
caballero esta súplica, y a la vista de la belleza de la joven pareja, su
corazón se llenó de ternura y cortesía.
-No permita
Dios -dijo que perturbe tan felices nupcias. En verdad, que durante quince
días seréis cautivos míos dentro de los muros de mi castillo, donde, como
conquistador, reclamo el derecho de celebrar vuestros esponsales.
Y, diciendo
así, envió por delante a uno de sus jinetes más veloces para que anunciase a
Doña María de Palacín la llegada de esta comitiva nupcial, mientras él y sus
hombres daban escolta a la cabalgata, no en calidad de aprehensores, sino de
guardia de honor. Cuando se estaban acercando al castillo fueron sacados los
estandartes, y las trompetas resonaron en las almenas. Cuando estuvieron más
cerca se bajó el puente levadizo y Doña María salió a recibirlos acompañada de
sus damas y caballeros, de sus pajes y de sus juglares; estrechó a la joven
novia, Allifra, entre sus brazos, la besó con fraternal ternura y la condujo al
interior del castillo. Entre tanto, Don Munio envió misivas en todas
direcciones e hizo traer viandas y manjares exquisitos de las tierras vecinas:
y la boda de los amantes moros fue celebrada con toda la pompa y el esplendor
posibles. Durante quince días el castillo se entregó a las alegres diversiones.
Hubo justas y torneos en la liza, y corridas de toros, y banquetes, y bailes al
son de las trovas. Cuando los quince días llegaron a su fin, Don Munio hizo
magníficos regalos a la novia y al novio y los condujo a ellos y a sus criados
sanos y salvos al otro lado de la frontera. Así eran en los días de antaño la
cortesía y la generosidad de un caballero español.
Varios años
después de este suceso, el rey de Castilla convocó a sus nobles para que le
ayudasen en una campaña contra los moros. Don Munio Sancho fue uno de los
primeros en acudir a la llamada con setenta jinetes, todos ellos guerreros
leales y curtidos en la
lucha. Doña María , su esposa, se colgó de su cuello
exclamando:
-¡Ay, mi
señor! ¡Cuántas veces vas a seguir tentando tu fortuna y cuándo se saciará tu
sed de gloria!
-Una batalla
más -replicó Don Munio, una batalla más por el honor de Castilla, y aquí mismo
hago promesa de que, una vez que ésta haya con-cluido, dejaré la espada y
marcharé con mis caballeros en peregrinación al sepulcro de Nuestro Señor en
Jerusalén.
Todos los
caballeros se unieron a él en el voto y Doña María se tranquilizó en cierta
medida; sin embargo, contempló la partida de su esposo con un profundo dolor
de corazón y siguió con triste mirada su estandarte hasta que éste desapareció
entre los árboles del bosque.
El rey de
Castilla condujo su ejército a la llanura de Salmanara, en las cercanías de
Uclés, donde encontraron a la hueste morisca. La batalla fue larga y sangrienta;
los cristianos flaquearon varias veces, y otras tantas se recuperaron gracias a
la energía de sus jefes. Don Munio fue cubierto de heridas, pero se negó a
abandonar el campo. Al fin, los cristianos cedieron, quedando el rey en
situación apurada y en peligro de caer cautivo.
Don Munio exhortó
a sus caballeros a que le siguiesen para rescatarle.
-¡Ha llegado
la hora –exclamó- de probar vuestra lealtad! ¡Al ataque, como valientes!
Estamos luchando por la fe verdadera y, si perdemos aquí nuestra vida,
ganaremos otra mejor después de ésta.
Lanzándose con
sus hombres entre el rey y sus perseguidores, contuvieron a éstos en su carrera
y dieron tiempo de escapar a su monarca; mas cayeron víctimas de su lealtad.
Todos lucharon hasta el último aliento. Don Munio fue elegido por un vigoroso
caballero moro para enfrentarse con él, pero, habiendo sido herido en el brazo
derecho, luchó con desventaja y fue muerto. Terminada la batalla, el moro se
detuvo para apoderarse de los despojos de este formidable caballero cristiano.
Sin embargo, cuando le quitó el yelmo y descubrió el rostro de Don Munio, dio
un gran grito y golpeó su pecho.
-¡Ay de mí! -exclamó.
¡He matado a mi bienhechor! ¡La flor de las caballerosas virtudes! ¡El más
magnánimo de los caballeros!
Mientras se
libraba la batalla en la llanura de Salmanara, Doña María Palacín permaneció
en su castillo, presa de la más viva ansiedad. Sus ojos estaban siempre fijos
en el camino que venía del territorio moro, y preguntaba con frecuencia al
vigía de la torre:
¿Qué ves?
Una tarde, a
la sombría hora del crepúsculo, el centinela hizo sonar su cuerno.
-Veo -gritó-
una numerosa comitiva ascendiendo por el valle. Moros y cristianos vienen
mezclados. La bandera de mi señor marcha a la cabeza. ¡Buenas nuevas! -exclamó
el viejo senescal; ¡Mi señor regresa victorioso y trae cautivos!
Entonces los
patios del castillo resonaron con gritos de júbilo. El estandarte fue
desplegado, las trompetas sonaron y se bajó el puente levadizo; luego Doña
María salió con sus damas y sus caballeros, con sus pajes y con sus ministros a
dar la bienvenida a su señor, que llegaba de la guerra. Pero al
acercarse la comitiva vio un suntuoso féretro, cubierto de terciopelo negro,
sobre el que yacía un guerrero como si estuviera descansando; yacía con la
armadura puesta, con el casco calado y con la espada en la mano, como quien
jamás fue derrotado, y en torno al féretro se veían los blasones de la casa de
Hinojosa.
Un grupo de
caballeros moros acompañaba el féretro con emblemas de luto y afligidos
semblantes; su jefe se arrojó a los pies de Doña María y ocultó su rostro entre
las manos. Ella reconoció en el moro al galante Abad¡l, a quien una vez
acogiera con su novia en el castillo, pero que ahora llegaba con el cadáver de
su señor, la quien, sin saberlo, había dado muerte en el combate!
El sepulcro
erigido en los claustros del convento de Santo Domingo de Silos fue construido
a expensas del moro Abadil, como débil testimonio de su aflicción por la muerte
del buen caballero Don Munio y de reverencia a su memoria. La dulce y fiel Doña
María siguió pronto a su marido a la tumba. En una de las piedras de un pequeño arco
situado al lado del sepulcro se encuentra la siguiente inscripción:
«Hic
jacet Maria Palacin, uxor Munonis Sancij de Finojosa»
(Aquí yace
María Palacín, esposa de Munio Sancho de Hinojosa)
La leyenda de
Don Munio Sancho no termina con su muerte. El mismo día en que la batalla tuvo
lugar en la llanura de Salmanara, un capellán del Santísimo Templo de Jerusalén
que se hallaba junto a la puerta exterior, vio una comitiva de caballeros
cristianos, que llegaba como en peregrinación. El capellán era español y,
cuando los peregrinos se aproximaron, reconoció en el primero de ellos a Don
Munio Sancho de Hinojosa, a quien antaño había conocido bien. Corrió el
capellán junto al patriarca y le informó del elevado linaje de los peregrinos
que estaban a la puerta. El
patriarca salió, pues, con un gran cortejo de sacerdotes y monjes, a recibir a
los peregrinos con los honores debidos. Eran setenta caballeros -aparte de su
jefe, todos ellos guerreros recios y orgullosos; llevaban sus yelmos en la
mano y sus semblantes tenían una palidez cadavérica. No saludaron a nadie ni
miraron a derecha ni á izquierda, sino que entraron en la capilla y, arrodillándose
ante el sepulcro de Nuestro Salvador, rezaron sus oraciones en silencio. Una
vez que hubieron concluido éstas, se levantaron como para marcharse y el
patriarca y su séquito se adelantaron para hablarles, pero ya no pudieron
verles. Todos se maravillaron y se preguntaron cuál podía ser el significado
de ese prodigio. El patriarca anotó cuidadosamente la fecha y pidió noticias a
Castilla acerca de Don Munio Sancho de Hinojosa. Recibió la respuesta de que,
el mismo día que había señalado, aquel loable caballero había sido muerto en
combate junto con setenta de sus seguidores. Éstos debieron de haber sido, por
tanto, los espíritus benditos de aquellos caballeros cristianos, llegados para
cumplir su voto de peregrinar al Santísimo Sepulcro de Jerusalén. Tal era la fe
castellana en tiempos antiguos, que cumplía su palabra incluso más allá de la
tumba.
Si alguien
dudare de la milagrosa aparición de estos caballeros fantasmas, consulte la «Historia de los reyes
de Castilla y de León», del erudito y piadoso fray Prudencio de Sandoval, obispo
de Pamplona, donde la encontrará registrada en la «Historia del rey Don
Alfonso VI», en la página 102. Es ésta una leyenda demasiado preciosa para que sea
abandonada con ligereza al escéptico.
1.025.3 Irving (Washington) - 057
Sabrosa traducción.
ResponderEliminar