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martes, 30 de diciembre de 2014

Refranero limeño (s. F.)

1. Soy camanejo, y no cejo

Siempre he oído decir en mi tierra, tratándose de personas testarudas o reacias para ceder en una díspu­ta: "Déjele usted, que ese hombre es más terco que un camanejo".
Si en todos los pueblos del mundo hay gente testa­ruda, ¿por qué ha de adjudicarse a los camanejos el monopolio de la terquedad? Ello algún origen ha de tener la especie, díjeme un día, y echéme a averiguar­lo, y he aquí lo que me contó una vieja más aleluyada que misa gregoriana, si bien el cuento no es original, pues Enrique Gaspar dice que en cada nación se aplica a los vecinos de pueblo determinado.

Tenía Nuestro Señor, cuando peregrinaba por este valle de lágrimas, no sé qué asuntillo por arreglar con el Cabildo de Camaná, y piano, piano, montados sobre la cruz de los calzones, o sea en el rucio de nuestro pa­dre San Francisco, él y San Pedro emprendieron la ca­minata, sin acordarse de publicar antes en "El Comer­cio" avisito pidiendo órdenes a los amigos.
Hallábanse ya a una legua de Camaná, cuando del fondo de un olivar salió un labriego, que tomó la mis­ma dirección que nuestros dos viajeros.
San Pedro, que era muy cambalachero y amigo de meter letra, le dijo:
-¿Adónde bueno, amigo?
-A Camaná -contestó el patán, y murmuró entre dientes: "¿Quién será este tío tan curioso:"
-Agregue usted si Dios quiere, y evitará el que lo tilden de irreligioso -arguyó San Pedro.
-¡Hombre! -exclamó el palurdo, mirando de arri­ba abajo al apóstol. ¡Estábamos frescos! Quiera o no quiera Dios, a Camaná voy.
-Pues no irás por hoy -dijo el Salvador terciando en la querella.
Y en menos tiempo del que gastó en decirlo con­virtió al patán en sapo, que fue a zambullirse en una lagunita cenagosa vecina al olivar.
Y nuestros dos peregrinos continuaron su marcha como si tal cosa.
Parece que el asuntillo municipal que los llevara a Camaná fue de más fácil arreglo que nuestras quejum­bres contra las empresas del gas y del agua, porque al día siguiente emprendieron viaje de regreso, y al pasar unto a la laguna poblada de ranas, acordóse San Pe­dro del pobre diablo castígado la víspera, y le dijo al Señor:
-Maestro, ya debe estar arrepentido el pecador.
-Lo veremos -contestó Jesús.
Y echando una bendición sobre la laguna, recobró el sapo la figura de hombre y echó a andar camino de la villa.
San Pedro, creyéndole escarmentado, volvió a inte­rrogarle:
-¿Adónde bueno, amigo?
-A Camaná -volvió a contestar lacónicamente el transfigurado, diciendo para sus adentros: "¡Vaya un curioso majadero!"
-No sea usted cabeza dura, mi amigo. Tenga crian­za y añada si Dios quiere, no sea que se repita lo de ayer.
Volvió el patán a medir de arriba abajo al apóstol y contestó:
-Soy camanejo, y no cejo. A Camaná o al charco.
Sonrióse el Señor ante terquedad tamaña y le dejó seguir tranquilamente su camino. Y desde entonces fue aforismo lo de que la gente camaneja es gente que no ceja.

 2. La del su unico hijo

No pocas veces hemos oído en boca de la gente de bronce estas palabras: "Te clavo tal puñalada que no llegas al sunicuijo"; frase a la que no encontrábamos, no diremos entripado, pero ni sentido común. Para nosotros era tino de tantos gazapos o despapuchos del habla popular.
También para significar que alguno había muerto con ignominiosa muerte, oíamos decir: "Le llegó la del sunicuijo", y quedábamos tan a obscuras como un ciego, y así habríamos seguido, aunque Dios nos acor­dara

más años de los que cuenta
y de los que vivirá,
entre mis paisanos, la
Constitución del sesenta.

Pero cata que ayer una doña Mariquita, contempo­ráneá y costurera de Rodil, como que diz que le pe­gaba los botones de los calzoncillos, me dio explicación clara y correcta de la frase, que en verdad no puede ser más expresiva. Juzguen ustedes.
Allá en los patriarcales tiempos del rev nuestro amo y señor, cuando un prójimo era, por ladrón o asesina, sentenciado a la pena de horca, tan luego como el ver­dugo le ceñía en el pescuezo la escurridiza lazada y estaba en aptitud de cabalgar sobre los hombros del criminal, daba tres palmadas, que eran la señal de no quedarle preparativo por hacer y de estar listo para el cabal desempeño de sus funciones. Entonces el fraile auxiliador del reo, que se situaba frente al callejón de Petateros, a pocas varas del cadalso, mostraba un cru­cifijo, y con tono pausado decía en voz alta:
-Creo en Dios Padre, todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y en Jesucristo, su único Hijo...
Y no decía más, porque al llegar al su único Hijo, el jinete de gaznates daba la pescozada, y verdugo y víctima se balanceaban en el aire.

 3. No tener ni cara en que persignarse

-¡Ay, hija! Estoy tan pobre que no tengo ni cara en qué persignar-me -era frase usual y corriente entre nuestras abuelas, y con la que exageraban lo meneste­roso de su situación.
De mis investigaciones filológicas he sacado en lim­pio que el origen de la frase fue el siguiente:
Hallábase en covacha del hospital de Santa Ana una enferma, llegada a tal punto de consunción y fla­cura, que cuando se pasaba la mano por el enjuto ros­tro decía suspirando:
-¡Ay, ya esta cara no es la mía!
Antes de ir a parar en el santo asilo había sido po­seedora de algunos realejos, que se evaporaron en mé­dicos y menjurjes de botica; pero vecinas maldicientes aseguraban que si bien era cierto que la infeliz no era ya dueña de la estampa del rey en monedas, no por eso le faltaban arracadas de brillantes, collarín de per­las panameñas, sortijas con piedras finas y otros chame­licos de oro. Añadían las muy bellacas que la enferma, cuarido se decidió a refugiarse en casa de beneficencia, enterró las alhajitas como quien guarda un pedazo de pan para mañana.
El runrún de hablillas tales llegó a oídos del cape­llán, el que, venido el momento de confesar a la mori­bunda, principió por decirla:
-Persígnate, hija.
La enferma no atinaba con las facciones de su ros­tro, y hacíase en la boca la cruz que a la frente corres­pondía. El capellán tuvo que guiarle la mano para ayudarla a persignarse en regla.
A mitad de confesión insinuó el padre:
-Me han dicho, hija mía, que tienes algunos tene­res, y si esto fuese cierto harías bien en hacer testa­mento.
La pobre mujer le miró con sorpresa y dijo:
-¿Qué he de tener, padre? ¿No ha visto usted que no tengo ni cara en qué persignarme?
Y nació la frase, que, popularizándose, llegó a ser refrán limeño.
Y a propósito de cara. No quiero perder la oportu­nidad para hablar de un refrán numismático que usa­ban las abuelitas cuando querían ponderar el número de navidades que una persona carga a cuestas. Decir de una mujer, por ejemplo: Fulana no tiene ya cara ni sello, era declarada moneda antigua, fea y gastada.

 4. Servir para lo que servia benito

Que no hay hombre tan inútil que no sirva para algo, es para mí verdad de tomo y lomo, El quid está en ocuparlo para aquello que Dios quiso que fuera apropiado. En apoyo de mi tesis va la historia de Benito.
Así se llamaba un indezuelo, mocetón de dieciocho años, que en la serranía de Yauli, donde el frío es casi como el de Siberia, dragoneaba de pongo del señor cura, que era un respetabilísimo anciano. Pero el de­monio del muchacho era una verdadera calamidad por lo bruto, lo inútil y lo negado para todo. Jamás hizo cosa a derecha, y ni siquiera aprendió a persignarse, por mucho que su patrón se empeñara en enseñarlo.
Nunca fregó platos sin quebrar media docena, Y no pasaba día sin proporcionar al cura dos o tres sofoco­nes y berrinches de esos que atabar-díllarían la sangre hasta a los peces del mar.
Y, sin embargo, el señor cura estaba cada día más contento y satisfecho de este pedazo de bestia, que no de carne humana, lo que traía maravillados a los feli­greses. Su merced no podía vivir sin el Cacaseno del imbécil pongo.
Una noche le mandó encender el cerillo, y por poco arden la casa curial y el pueblo entero. Entonces el alcalde y los vecinos caracterizados se apersonaron an­te el cura para obligarle a que despidiese de su servi­cio a ese borrico, que ellos se encargarían de alejarle del pueblo.
El señor cura, al imponerse de la legítima exigencia del vecindario, casi echó a llorar, terminando por decir que renunciaría al curato si se obstinaban en separarlo de su criado.
-Pero, señor cura -le preguntó, algo conmovido, el alcalde, ¿por qué tiene usted tanto cariño a ese animal? ¿Para que le sirve?
Al oír esta pregunta, reaccionó el cura y contestó con energía:
-¿Que para qué me sirve? ¿Quieren ustedes saberlo? Pues me sirve para quemarme la sangre, y como esta tierra es tan fría, entro en calor y me ahorro el gastar en aguardiente, y el emborracharme, y el dar mal ejemplo.
Los vecinos se retiraron, satisfecha su curiosidad de saber que Benito servía para quemar sangre.
Y desde entonces fue refrán popular limeño esta frase: "Usted sirve, mi amigo, para... lo que servía Be­nito".

 5. El sermon de la samaritana

Cuando un marido empezaba a echar una repasata a la señora porque el sancochado (que en Lima es el santo que más devotos tiene) estaba soso, madama le interrumpía diciéndole:
-Ya me viene usted con el sermón de la Samari­tana. Cállese usted, y tengamos la fiesta en paz.
Cuando una limeña contaba a sus amigas que a otra ídem le había chantado cuatro frescas, no lo hacía sin rematar con esta frase: "Hijas, le prediqué el sermón de la Samaritana".
Confieso que tanto oía, allá en mis mocedades, esto del sermón de la Samaritana en boca de las limeñas del tiempo del rey, que picóse mi curiosidad, abrí la Biblia y echéme a buscar el sermoncito tan cacareado. ¡Qué había de encontrarlo, si el tal sermón no se pre­dicó en Judea, sino en mi tierra! Y van a saber ustedes el cuándo y el por qué.
Érase un caballero muy caballero, llamado don Fran­cisco de Toledo, clavero en la orden de Alcántara, y por más señas virrey en estos reinos del Perú por Su Majestad Don Felipe II. Su excelencia, que a pesar de ser hombre muy beato, como que comulgaba cada ocho días, sentía con frecuencia subírsele la mostaza a las narices, supo un día que el padre Sanabria, de los dominicos de Lima, y que era el predicador a la moda, tenía la llaneza y bellaquería de satirizar en el púlpito a los hombres del Gobierno, y aun criticaba, sin pararse en repulgos, disposiciones administrativas.
Ya muchos oficiosos habían prevenido al padre Sa­nabria que se abstuviese de indirectas directas, que po­drían costarle caro; pero el orgulloso fraile contestaba:
-Lástima es que el virrey no me oiga, que en sus barbas le diría verdades que le amargasen.
Un domingo de Cuaresma del año de 1576 fuese de tapadillo el virrey a Santo Domingo, curioso de oír al tan celebrado pico de oro. El tema del sermón del día era Jesús y la Samaritana.
Aquella tarde, y en momentos de subir al púlpito, otro fraile se acercó al predicador y le dijo:
-Mucha cautela, compañero, que el virrey esta en el coro.
-¿Sí? Pues me alegro, porque va a divertirse.
Pasó el exordio y pasaron los floreos, y entró su pa­ternidad en el meollo del tema, y al comentar el biblicc sucedido dijo:
-A la Samaritana, Nuestro Salvador le pidió de beber, como hoy los conquistadores que ganaron esta tierra para España piden pan, para sí y para sus hijos, al representante del rey. Déles algo su excelencia, y que no sea todo para los favoritos palaciegos; y si no lo hiciere así, en justicia y reparación de inmerecido agravio, pronostico que las barras de plata que el virrey va a enviar a Cádiz para su casa y familia se las tra­gará el mar sin misericordia.
Y continuó echando bombas.
Don Francisco de Toledo, a quien tildaban de nepor tismo, porque las mejores brevas y los bocados más su­culentos de esta tierra los repartía entre sus allegados y amigos, se mordió el belfo y tragó saliva. Pero cuan­do el padre Sanabria bajó del púlpito, dijo al oído al oficial que lo acompañaba:
-Cuando encuentre usted por la calle a ese fraile taimado, llévelo preso a Palacio.
Al día siguiente el dominico estaba delante del vi­rrey, quien le dijo, sonriendo:
-Me alegro de verlo, padre, porque llega a tiempo para embarcarlo mañana, bajo partida de registro, en el galeón que zarpa con las barritas de plata que man­do a mi familia. Vaya su paternidad a predicar en Es­paña el sermón de la Samaritana.
Y no hubo vuelta de hoja. Fue el fraile a bordo, sin que valieran empeños a librar, y para colmo de dicha suya, al desembarcar en Panamá atacólo una fiebre maligna, que lo llevó sin muchos perfiles al mundo de donde no se vuelve.
En cuanto a las barras de plata, el cronista Melén­dez dice que, en efecto, se las tragó el mar. Quizá Me­léndez, que era también dominico, lo estampa así por espíritu de cuerpo y para que no quedase por mal pro­feta su compañero de claustro.
Tal es el origen del refrán.

 6. Ser de padrenuestro

Hay refranes que son verdaderos limeñismos, y que no atinamos a explicarnos el por qué han caído en desuso. No hay razón para que mueran. Uno de ellos es el que sirve de título a este artículo, y que en mi concepto es de lo más intencionado que cabe en mate, ría de refranes.
En mi ya remota mocedad oía decir a las muchachas de mi tiempo, cuando desenfundando las tijeritas de la lengua se echaban a cortar mangas y capirotes de alguna otra descendiente de Eva: "¡Ay, hijas! Si esa cándida es de las de Padrenuestro y la liga".
También los hombres, y principalmente los politi­queros, cuando pretendían crear reputación de tonto a algún prójimo, exclamaban: ¡Bah! ¡Si Fulano es de los de rezarle Padrenuestro!"
De más está decir que, por entonces, maldito si me ocupé de escudriñar el origen de tal frase o refrán. Bastábame saber que era proyectil de alcance y mortal.
Hará veinte años que una doña Pepa A*M*, amiga mía, y con la cual murió la última límeña de cuño antiguo, refería algo de crónica social que yo no desci­fraba con claridad, y la abrumaba con pregun-tas, obli­gándola a poner punto sobre las íes, Aburrióse la buena señora y me dijo:
-Jesús, hombre de Dios! Hoy está usted de Padre­nuestro.
(Traducción libre: Hoy está usted tonto de remate, tonto de canasta y palito.)
Aquí sí que te pillo, grillo, dije para mí. Y aproveché la oportunidad para que doña Pepa me contase el ori­gen del refrán. Helo aquí.
Hubo en Lima por los tiempos de Amat una hembra muy decidora, la Mariquita Castellanos, de cuyas agu­dezas me he ocupado en dos de mis tradiciones. Lle­gada a vieja la Castellanos, se hizo beata de correa y hábito carmelo. conservando siempre sus resabios de murmuración juvenil. Por las mañanas, y después de persignarse, rezaba un Padrenuestro con esta variante en el final: "Y líbrame, Señor, de cándidos, de cán­didas y de todo mal. Amén". Luego se vestía y se encaminaba a la iglesia vecina para oír misa. Si por el tránsito encontraba a alguna prójima adefesieramente vestida, a algún pollo cursi o a algún personaje de esos de pantorrilla gruesa, mirábalos la beata de arriba abajo, sonreíase y murmuraba entre dientes:
-Anda, anda, que ya te recé tu Padrenuestro.
Conque, lectoras mías, ya que conocen ustedes la historia del refrán, les pido gracia para que no me lo recen por esta mi manía de desenterrar antiguallas.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

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