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martes, 30 de diciembre de 2014

Una aventura del virrey-poeta (1618)

1

El bando de los vicuñas, llamado así por el som­brero que usaban sus afiliados, llevaba la peor parte en la guerra civil de Potosí. Los vascongados dominaban por el momento, porque el corregidor de la imperial vílla, don Rafael Ortiz de Sotomayor, les era completa­mente adicto.
Los vascongados se habían adueñado de Potosí, pues ejercían los principales cargos públicos. De los veinti­cuatro regidores del Cabildo la mitad eran vasconga­dos, y aun los dos alcaldes ordinarios pertenecían a esa nacionalidad, no embargante expresa prohibición de una real pragmática. Los criollos, castellanos y an­daluces, formaron alianza para destruir o equilibrar, por lo menos, el predominio de aquéllos, y tal fue el origen de la lucha que durante muchos años ensan­grentara esa región, y a la que el general de los vicuñas, don Francisco Castillo, puso término en 1624, casando a su hija doña Eugenia con don Pedro de Oyanume, uno de los principales vascongados.
En 1617, el virrey, príncipe de Esquilache, escribió a Ortiz de Sotomayor una larga carta sobre puntos de gobierno, en la cual, sobre poco más o menos, se leía lo siguiente: "E catad, mi buen don Rafael, que los bandos potosinos trascienden a rebeldía que es un pas­mo, y venida es la hora del rigor extremo y de dar re­mate ellos; que toda blandura resultaría en deservi­cio de su majestad, en agravio de Dios Nuestro Señor y en menosprecio de estos reinos. Así nada tengo que encomendar a la discreción de vuesa merced que, como hombre de guerra, valeroso y mañero, pondrá el cau­terio allí donde aparezca la llaga; que con estas cosas de Potosí anda suelto el diablo y cundir puede el es­cándalo como aceite en pañizuela. Contés-teme vuesa merced que ha puesto buen término a las turbulencias y no de otra guisa; que ya es tiempo de que esas par­cialidades hayan fin antes que, cobrando alienta, sean en estas Indias otro tanto que los comuneros en Cas­tilla."
Los vicuñas se habían juramentado a no permitir que sus hijas o hermanas casasen con vascongados; y uno de éstos, a cuya noticia llegó el formal compro­miso del bando enemigo, dijo en plena plaza de Potosí: -Pues de buen grado no quieren ser nuestras las vi­cuñitas, hombres somos para conquistarlas con la punta de la espada.
Esta baladronada exaltó más los odios, y hubo bata­lla diaria en las calles de Potosí.
No era Ortiz de Sotomayor hombre para conciliar los ánimos. Partidario de los vascongados, creyó que la carta del virrey lo autorizaba para cometer una ba­rrabasada; y una noche hizo apresar, secreta y traido­ramente, a don Alfonso Yáñez v a ocho o diez de los principales vicuñas, mandándoles dar muerte y poner sus cabezas en el rollo.
Cuando al amanecer se encontraron los vicuñas con este horrible espectáculo, la emprendieron a cuchilla­das con las gentes del corregidor, quien tuvo que to­mar asilo en una iglesia. Mas recelando la justa ven­ganza de sus enemigos, montó a caballo y vínose a Lima, propalando antes que no había hecho sino cum­plir al pie de la letra instrucciones del virrey, lo que como hemos visto no era verdad, pues su excelencia no lo autorizaba en su carta para decapitar a nadie sin sentencia previa.
Tras de Ortiz de Sotomayor viniéronse a Lima mu­chos de los vicuñas.

 2

Celebrábase en Lima el jueves Santo del año de 1618 con toda la solemnidad propia de aquel ascético siglo. Su excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, con una lujosa comitiva, salió de palacio a visitar siete de las principales iglesias de la ciudad.
Cuando se retiraba de Santo Domingo, después de rezar la primera estación tan devotamente cual cum­plía a un deudo de San Francisco de Borja, duque de Gandía, encontróse con una bellísima dama, seguida de una esclava que llevaba la indispensable alfombri­Ila. La dama clavó en el virrey una de esas miradas que despiden magnéticos efluvios, y don Francisco, sonriendo ligeramente, la miró también con fijeza, lle­vándose la mano al corazón, como para decir a la joven que el dardo había llegado a su destino.

A la mar, por ser honda,
se van los ríos,
y detrás de tus ojos
se van los míos.

Era su excelencia muy gran galanteador, y mucho se hablaba en Lima de sus buenas fortunas amorosas. A una arrogantísima figura y a un aire marcial y desen­vuelto unía el vigor del hombre en la plenitud de la vida, pues el de Esquilache apenas frisaba en los trein­ta y cinco años. Con una imaginación ardiente, donai­roso en la expresión, valiente hasta la temeridad y ge­neroso hasta rayar en el derroche, era don Francisco de Borja y Aragón el tipo más cabal de aquellos caba­llerosos hidalgos que se hacían matar por su rey o por su dama.
Hay cariños históricos, y en cuanto a mí confieso que me lo inspira y muy entusiasta el virrey-poeta, do­blemente noble por sus heredados pergaminos de fa­milía y por los que él borroneara con su elegante pluma de prosador y de hijo mimado de las musas. Cierto es que acordó en su gobierno demasiada influencia a los jesuitas; pero hay que tener en cuenta que el descen­diente de un general de la Compañía, canonizado por Roma, mal podía estar exento de preocupaciones de raza. Si en ello pecaba, la culpa era de su siglo, y no se puede exigir de los hombres que sean superiores a la época en que les cupo en suerte vivir.
En las demás iglesias, el virrey encontró siempre al paso a la dama y se repitió cautelosamente el mismo cambio de sonrisas y miradas.

Por Dios, si no me quieres
que no me mires;
ya que no me rescates,
no me cautives.

En la última estación, cuando un paje iba a colocar sobre el escabel un cojinillo de terciopelo carmesí con flecadura de oro, el de Esquilache, inclinándose hacia él, le dijo rápidamente:
-Jeromillo, tras de aquella pilastra hay caza mayor. Sigue la pista.
Parece que Jeromillo era diestro en cacerías tales y que en él se juntaban olfato de perdiguero v ligereza de halcón; pues cuando su excelencia, de -regreso a palacio, despidió la comitiva, ya lo esperaba el paje en su camarín.
-Y bien, Mercurio; ¿quién es ella? -le dijo el vi­rrey, que, como todos los poetas de su siglo, era aficio­nado a la mitología.
-Este papel, que trasciende a sahumerio, se lo dirá a vuecencia -contestó el paje sacando del bolsillo una carta.
-¡Por Santiago de Compostela! ¿Billetico tenemos? ¡Ah galopín! Vales más de lo que pesas, y tengo de inmortalizarte en unas octavas reales que dejen atrás
Y acercándose a una lamparilla, leyó:
a mi poema de Nápoles.

Siendo el galán cortesano
y de un santo descendiente,
que haya ayunado es corriente
como cumple a un buen cristiano.
Pues besar quiere mi mano,
según su fina expresión,
le acuerdo tal pretensión,
si es que a más no se propasa,
y honrada estará mi casa
si viene a hacer colación.

La misteriosa dama sabía bien que iba a habérselas con un poeta, y para más impresionarlo recurrió al len­guaje de Apolo.
-¡Hola, hola! -murmuró don Francisco. Marisabi­dilla es la niña; como quien dice, Minerva encarnada en Venus. Jeramillo, estamos de aventura. Mi capa, y dame las señas del Olimpo de esa diosa.
Media hora después, el virrey, recatándose en el em­bozo, se dirigía a casa de la dama.

 3

Doña Leonor de Vasconcelos, bellísima española y viuda de Alonso Yáñez, el decapitado por el corregidor de Potosí, había venido a Lima resuelta a vengar a su marido, y ella era la que, tan mañosamente y poniendo en juego la artillería de Cupido, atraía a su casa al vi­rrey del Perú. Para doña Leonor era el príncipe de Esquilache el verdadero matador de su esposo.
Habitaba la viuda de Alonso Yáñez una casa con fondo al río en la calle de Polvos Azules, circunstancia que, unida a frecuente ruido de pasos varoniles en el patio e interior de la casa, despertó cierta alarma en el espíritu del aventurero galán.
Llevaba ya don Francisco media hora de ceremo­niosa plática con la dama cuando ésta le reveló su nom­bre y condición, procurando traer la conferencia al campo de las explicaciones sobre los sucesos de Potosí; pero el astuto príncipe esquivaba el tema, lanzándose por los vericuetos de la palabrería amorosa.
Un hombre tan avisado como el de Esquilache no necesitaba de más para comprender que se le había tendido una celada, y que estaba en una casa que pro­bablemente era por esa noche el cuartel general de los vicuñas, de cuya animosidad contra su persona tenía ya algunos barruntos.
Llegó el momento de dirigirse al comedor para to­mar la colación prometida. Consistía ella en ese agra­dable revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres o cuatro conservas preparadas por las monjas y en el clásico pan de dulce. Al sentarse a la mesa cogió el virrey una garrafa de cristal de Venecia que conte­nía un delicioso Málaga, y dijo:
-Siento, doña Leonor, no honrar tan excelente Má­laga, porque tengo hecho voto de no beber otro vino que un soberbio pajarete, producto de mis viñas en España.
-Por mí no se prive el señor virrey de satisfacer su gusto. Fácil es enviar uno de mis criados donde el ma­yordomo de vuecencia.
-Adivina vuesa merced, mi gentil amiguita, el pro­pósito que tengo.
Y volviéndose a un criado, le dijo:
-Mira, tunante. Llégate a palacio, pregunta por mi paje Jeromillo, dale esta llavecita y dile que me traiga las dos botellas de pajarete que encontrará en la alace­na de mi dormitorio. No olvides el recado, y guárdate esa onza, para pan de dulce.
El criado salió, prosiguiendo el de Esquilache, con aire festivo:
-Tan exquisito es mi vino, que tengo que encerrarlo en mi propio cuarto, pues el bellaco de mi secretario Estúñiga tiene, en lo de catar, propensión de mosquito e inclinación a escribano en no dejar botella de la que no se empeñe en dar fe. Y ello ha de acabar en que me amosque un día y le rebane las orejas para escarmiento de borrachos.
El virrey fiaba su salvación a la vivacidad de Jero­millo y no desmayaba en locuacidad y galantería. Para librarse de lazos, antes cabeza que brazos, dice el refrán.
Cuando Jeromillo, que no era ningún necio de en­capillar, recibió el recado, no necesitó de más apuntes para sacar en limpio que el príncipe de Esquilache co­rría grave peligro. La alacena del dormitorio no ence­rraba más que dos pistoletes con incrustaciones de oro, verdadera alhaja regia que Felipe III había regalado a don Francisco el día en que éste se despidiera del mo­narca para venir a América.
El paje hizo arrestar al criado de doña Leonor, y por algunas palabras que se le escaparon al fámulo en medio de la sorpresa, acabó Jeromillo de persuadirse que era urgente volar en socorro de su excelencia.
Por fortuna, la casa de la aventura solo distaba una cuadra del palacio; y pocos minutos después el capitán de la escolta, con un piquete de alabarderos, sorpren­día a seis de los vicuñas conjurados para matar al virrey o para arrancarle por la fuerza alguna concesión en daño de los vascongados.
Don Francisco, con su burlona sonrisa, dijo a la dama:
-Señora mía, las mallas de vuestra red eran de seda y no extrañéis que el león las haya roto. ¡Lástima es que no hayamos hecho hasta el fin vos el papel de Ju­dith, y yo el de Holofernes!
Y volviéndose al capitán de la escolta, añadió:
-Don Jaime, dejad en libertad a esos hombres, y ¡cuenta con que se divulgue el lance y ande mi nom­bre en lengua! Y vos, señora mía, no me toméis por un felón, y honrad más al príncipe de Esquilache, que os jura, por los cuarteles de su escudo, que si ordenó reprimir con las armas de la ley los escándalos de Po­tosí, no autorizó a nadie para cortar cabezas que no estaban sentenciadas.

 4

Un mes después, doña Leonor y las vicuñas volvían a tomar el camino de Potosí; peró la misma noche en que abandonaron Lima, una ronda encontró en una calleja el cuerpo de Ortiz de Sotomayor con un puñal clavado en el pecho.

0.072.3 anonimo (peru) - 056

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