1
El bando de los vicuñas, llamado así por el sombrero
que usaban sus afiliados, llevaba la peor parte en la guerra civil de Potosí.
Los vascongados dominaban por el momento, porque el corregidor de la imperial
vílla, don Rafael Ortiz de Sotomayor, les era completamente adicto.
Los vascongados se habían
adueñado de Potosí, pues ejercían los principales cargos públicos. De los
veinticuatro regidores del Cabildo la mitad eran vascongados, y aun los dos
alcaldes ordinarios pertenecían a esa nacionalidad, no embargante expresa
prohibición de una real pragmática. Los criollos, castellanos y andaluces,
formaron alianza para destruir o equilibrar, por lo menos, el predominio de
aquéllos, y tal fue el origen de la lucha que durante muchos años ensangrentara
esa región, y a la que el general de los vicuñas, don Francisco Castillo, puso
término en 1624, casando a su hija doña Eugenia con don Pedro de Oyanume, uno
de los principales vascongados.
En 1617, el virrey, príncipe
de Esquilache, escribió a Ortiz de Sotomayor una larga carta sobre puntos de
gobierno, en la cual, sobre poco más o menos, se leía lo siguiente: "E
catad, mi buen don Rafael, que los bandos potosinos trascienden a rebeldía que
es un pasmo, y venida es la hora del rigor extremo y de dar remate ellos; que
toda blandura resultaría en deservicio de su majestad, en agravio de Dios
Nuestro Señor y en menosprecio de estos reinos. Así nada tengo que encomendar a
la discreción de vuesa merced que, como hombre de guerra, valeroso y mañero,
pondrá el cauterio allí donde aparezca la llaga; que con estas cosas de Potosí
anda suelto el diablo y cundir puede el escándalo como aceite en pañizuela.
Contés-teme vuesa merced que ha puesto buen término a las turbulencias y no de
otra guisa; que ya es tiempo de que esas parcialidades hayan fin antes que,
cobrando alienta, sean en estas Indias otro tanto que los comuneros en Castilla."
Los vicuñas se habían juramentado a no permitir que sus hijas o
hermanas casasen con vascongados; y uno de éstos, a cuya noticia llegó el
formal compromiso del bando enemigo, dijo en plena plaza de Potosí: -Pues de
buen grado no quieren ser nuestras las vicuñitas,
hombres somos para conquistarlas con la punta de la espada.
Esta baladronada exaltó más
los odios, y hubo batalla diaria en las calles de Potosí.
No era Ortiz de Sotomayor
hombre para conciliar los ánimos. Partidario de los vascongados, creyó que la
carta del virrey lo autorizaba para cometer una barrabasada; y una noche hizo
apresar, secreta y traidoramente, a don Alfonso Yáñez v a ocho o diez de los
principales vicuñas, mandándoles dar
muerte y poner sus cabezas en el rollo.
Cuando al amanecer se
encontraron los vicuñas con este horrible espectáculo, la emprendieron a
cuchilladas con las gentes del corregidor, quien tuvo que tomar asilo en una
iglesia. Mas recelando la justa venganza de sus enemigos, montó a caballo y
vínose a Lima, propalando antes que no había hecho sino cumplir al pie de la
letra instrucciones del virrey, lo que como hemos visto no era verdad, pues su
excelencia no lo autorizaba en su carta para decapitar a nadie sin sentencia
previa.
Tras de Ortiz de Sotomayor
viniéronse a Lima muchos de los vicuñas.
2
Celebrábase en Lima el jueves
Santo del año de 1618 con toda la solemnidad propia de aquel ascético siglo. Su
excelencia don Francisco de Borja y Aragón, príncipe de Esquilache, con una
lujosa comitiva, salió de palacio a visitar siete de las principales iglesias
de la ciudad.
Cuando se retiraba de Santo
Domingo, después de rezar la primera estación tan devotamente cual cumplía a
un deudo de San Francisco de Borja, duque de Gandía, encontróse con una
bellísima dama, seguida de una esclava que llevaba la indispensable alfombriIla.
La dama clavó en el virrey una de esas miradas que despiden magnéticos
efluvios, y don Francisco, sonriendo ligeramente, la miró también con fijeza,
llevándose la mano al corazón, como para decir a la joven que el dardo había
llegado a su destino.
A la mar, por ser honda,
se van los ríos,
y detrás de tus ojos
se van los míos.
Era su excelencia muy gran
galanteador, y mucho se hablaba en Lima de sus buenas fortunas amorosas. A una
arrogantísima figura y a un aire marcial y desenvuelto unía el vigor del
hombre en la plenitud de la vida, pues el de Esquilache apenas frisaba en los
treinta y cinco años. Con una imaginación ardiente, donairoso en la
expresión, valiente hasta la temeridad y generoso hasta rayar en el derroche,
era don Francisco de Borja y Aragón el tipo más cabal de aquellos caballerosos
hidalgos que se hacían matar por su rey o por su dama.
Hay cariños históricos, y en
cuanto a mí confieso que me lo inspira y muy entusiasta el virrey-poeta, doblemente
noble por sus heredados pergaminos de familía y por los que él borroneara con
su elegante pluma de prosador y de hijo mimado de las musas. Cierto es que
acordó en su gobierno demasiada influencia a los jesuitas; pero hay que tener
en cuenta que el descendiente de un general de la Compañía, canonizado por
Roma, mal podía estar exento de preocupaciones de raza. Si en ello pecaba, la
culpa era de su siglo, y no se puede exigir de los hombres que sean superiores
a la época en que les cupo en suerte vivir.
En las demás iglesias, el
virrey encontró siempre al paso a la dama y se repitió cautelosamente el mismo cambio
de sonrisas y miradas.
Por Dios, si no me quieres
que no me mires;
ya que no me rescates,
no me cautives.
En la última estación, cuando
un paje iba a colocar sobre el escabel un cojinillo de terciopelo carmesí con
flecadura de oro, el de Esquilache, inclinándose hacia él, le dijo rápidamente:
-Jeromillo, tras de aquella
pilastra hay caza mayor. Sigue la pista.
Parece que Jeromillo era
diestro en cacerías tales y que en él se juntaban olfato de perdiguero v
ligereza de halcón; pues cuando su excelencia, de -regreso a palacio, despidió
la comitiva, ya lo esperaba el paje en su camarín.
-Y bien, Mercurio; ¿quién es
ella? -le dijo el virrey, que, como todos los poetas de su siglo, era aficionado
a la mitología.
-Este papel, que trasciende a
sahumerio, se lo dirá a vuecencia -contestó el paje sacando del bolsillo una
carta.
-¡Por Santiago de Compostela!
¿Billetico tenemos? ¡Ah galopín! Vales más de lo que pesas, y tengo de inmortalizarte
en unas octavas reales que dejen atrás
Y acercándose a una
lamparilla, leyó:
a mi poema de Nápoles.
Siendo el galán cortesano
y de un santo descendiente,
que haya ayunado es corriente
como cumple a un buen cristiano.
Pues besar quiere mi mano,
según su fina expresión,
le acuerdo tal pretensión,
si es que a más no se propasa,
y honrada estará mi casa
si viene a hacer colación.
La misteriosa dama sabía bien
que iba a habérselas con un poeta, y para más impresionarlo recurrió al lenguaje
de Apolo.
-¡Hola, hola! -murmuró don
Francisco. Marisabidilla es la niña; como quien dice, Minerva encarnada en
Venus. Jeramillo, estamos de aventura. Mi capa, y dame las señas del Olimpo de
esa diosa.
Media hora después, el virrey,
recatándose en el embozo, se dirigía a casa de la dama.
3
Doña Leonor de Vasconcelos,
bellísima española y viuda de Alonso Yáñez, el decapitado por el corregidor de
Potosí, había venido a Lima resuelta a vengar a su marido, y ella era la que,
tan mañosamente y poniendo en juego la artillería de Cupido, atraía a su casa
al virrey del Perú. Para doña Leonor era el príncipe de Esquilache el
verdadero matador de su esposo.
Habitaba la viuda de Alonso
Yáñez una casa con fondo al río en la calle de Polvos Azules, circunstancia que,
unida a frecuente ruido de pasos varoniles en el patio e interior de la casa,
despertó cierta alarma en el espíritu del aventurero galán.
Llevaba ya don Francisco media
hora de ceremoniosa plática con la dama cuando ésta le reveló su nombre y
condición, procurando traer la conferencia al campo de las explicaciones sobre
los sucesos de Potosí; pero el astuto príncipe esquivaba el tema, lanzándose
por los vericuetos de la palabrería amorosa.
Un hombre tan avisado como el
de Esquilache no necesitaba de más para comprender que se le había tendido una
celada, y que estaba en una casa que probablemente era por esa noche el
cuartel general de los vicuñas, de cuya animosidad contra su persona tenía ya
algunos barruntos.
Llegó el momento de dirigirse
al comedor para tomar la colación prometida. Consistía ella en ese agradable
revoltijo de frutas que los limeños llamamos ante, en tres o cuatro conservas
preparadas por las monjas y en el clásico pan
de dulce. Al sentarse a la mesa cogió el virrey una garrafa de cristal de
Venecia que contenía un delicioso Málaga, y dijo:
-Siento, doña Leonor, no
honrar tan excelente Málaga, porque tengo hecho voto de no beber otro vino que
un soberbio pajarete, producto de mis viñas en España.
-Por mí no se prive el señor
virrey de satisfacer su gusto. Fácil es enviar uno de mis criados donde el mayordomo
de vuecencia.
-Adivina vuesa merced, mi
gentil amiguita, el propósito que tengo.
Y volviéndose a un criado, le
dijo:
-Mira, tunante. Llégate a
palacio, pregunta por mi paje Jeromillo, dale esta llavecita y dile que me
traiga las dos botellas de pajarete que encontrará en la alacena de mi
dormitorio. No olvides el recado, y guárdate esa onza, para pan de dulce.
El criado salió, prosiguiendo
el de Esquilache, con aire festivo:
-Tan exquisito es mi vino, que
tengo que encerrarlo en mi propio cuarto, pues el bellaco de mi secretario
Estúñiga tiene, en lo de catar, propensión de mosquito e inclinación a
escribano en no dejar botella de la que no se empeñe en dar fe. Y ello ha de acabar
en que me amosque un día y le rebane las orejas para escarmiento de borrachos.
El virrey fiaba su salvación a
la vivacidad de Jeromillo y no desmayaba en locuacidad y galantería. Para librarse de lazos, antes cabeza que brazos,
dice el refrán.
Cuando Jeromillo, que no era
ningún necio de encapillar, recibió el recado, no necesitó de más apuntes para
sacar en limpio que el príncipe de Esquilache corría grave peligro. La alacena
del dormitorio no encerraba más que dos pistoletes con incrustaciones de oro,
verdadera alhaja regia que Felipe III había regalado a don Francisco el día en
que éste se despidiera del monarca para venir a América.
El paje hizo arrestar al
criado de doña Leonor, y por algunas palabras que se le escaparon al fámulo en
medio de la sorpresa, acabó Jeromillo de persuadirse que era urgente volar en
socorro de su excelencia.
Por fortuna, la casa de la
aventura solo distaba una cuadra del palacio; y pocos minutos después el
capitán de la escolta, con un piquete de alabarderos, sorprendía a seis de los
vicuñas conjurados para matar al virrey o para arrancarle por la fuerza alguna
concesión en daño de los vascongados.
Don Francisco, con su burlona
sonrisa, dijo a la dama:
-Señora mía, las mallas de
vuestra red eran de seda y no extrañéis que el león las haya roto. ¡Lástima es
que no hayamos hecho hasta el fin vos el papel de Judith, y yo el de
Holofernes!
Y volviéndose al capitán de la
escolta, añadió:
-Don Jaime, dejad en libertad
a esos hombres, y ¡cuenta con que se divulgue el lance y ande mi nombre en
lengua! Y vos, señora mía, no me toméis por un felón, y honrad más al príncipe
de Esquilache, que os jura, por los cuarteles de su escudo, que si ordenó reprimir
con las armas de la ley los escándalos de Potosí, no autorizó a nadie para
cortar cabezas que no estaban sentenciadas.
Un mes después, doña Leonor y
las vicuñas volvían a tomar el camino
de Potosí; peró la misma noche en que abandonaron Lima, una ronda encontró en
una calleja el cuerpo de Ortiz de Sotomayor con un puñal clavado en el pecho.
0.072.3 anonimo (peru) - 056
No hay comentarios:
Publicar un comentario